2013 me engañó. O, mejor dicho, me engañé yo con respecto a 2013. Desde sus primeros días creí o imaginé que era un número primo. Uno de esos que sólo se dividen entre uno y entre si mismos. De los que viven para sí. Con eso en la cabeza, fui leyendo muchas cosas que estaban pasando a mi alrededor. Así traducí las despedidas, las rupturas, los parones, las graduaciones, los reencuentros, las páginas en blanco, los divorcios, las reconciliaciones, los viajes, cada una de las estaciones, los días de sol y de lluvia. Como algo sólo dividido por uno y por el mismo.
A veces, al ver un número, crees que sabes qué hay detrás de él. Por un momento intuyes que es la combinación perfecta que solventará todos tus problemas económicos en una lotería. Imaginas que es el autobús que te llevará más rápido a tu destino. Conjeturas si es ese el número en que por fin todo lo que deseabas, todos esos proyectos, todos esos deseos, cristalizarían.
En unas horas se va 2013. Si me lo pudiera mirar a la cara tendría que decirle que siento haberlo confundido. Que una búsqueda sencilla en Internet me hubiese confirmado hace meses que tiene muchos otros factores, que se divide entre muchos más. Que simplemente había leído incorrectamente su comportamiento - y que es el que es porque es el que le tocaba haber sido.
Gracias, pues. Y no, a pesar de todo, no me gustaría que hubiese durado ni un día menos. Ni un día más. La cercanía de 2014 me emociona. Sigue el que sigue. Y este año me toca no juzgar a 2014 por sus números sino dejarlo ser y ver qué sorpresas trae para mi.
31.12.13
18.12.13
Un pedacito de uno
Ella anunciaba ayer su minuto cero. Yo creí que este año ya había cubierto mi cuota de despedir gente pero resulta que el destino - o lo que sea - pensaba que todavía podía despedir un par más. Y así fue como ayer, entre clase y clase, un poco corriendo llegué a su casa. Las paredes estaban blancas. Los armarios vacíos. Las plantas medias muertas. De pronto, de golpe, me ví llorando en ese sillón, la vi llorando en ese sillón, nos vi reir, compartir sopa de letras, cuchichear, hacer planes, imaginar el futuro... pero ahora el futuro es a diez mil kilómetros de aquí.
No nos dijimos mucho - había poco que decirse. Sabíamos de la otra. Yo intuyo en mi corazón que la veré pronto y sé, como esas cosas se saben, que esa felicidad que está buscando y se había perdido, se asomará. Que regresará a su camino.
Se me estaba haciendo un hueco a la mitad del pecho mientras nos despedíamos cuando ella de pronto se acordó de algo. Subió sin zapatos al sofá y tomó de unas estanterías cuatro libros. "Toma", me dijo. "Son los libros que más quiero pero ya no me caben en las maletas".
Eso recuperó mi ánimo. Le dije que no era un regalo - que me los quedaba en préstamo, es custodia. Los libros que uno más quiere son un pedacito de patria, un trozo de uno mismo.
La abracé una vez más y salí de su casa. Quizá tenía los ojos llorosos, pero no lloraba. Ahí, conmigo, se quedaba un pedazo de ella que me da la certeza de que estamos la una al lado de la otra.
No nos dijimos mucho - había poco que decirse. Sabíamos de la otra. Yo intuyo en mi corazón que la veré pronto y sé, como esas cosas se saben, que esa felicidad que está buscando y se había perdido, se asomará. Que regresará a su camino.
Se me estaba haciendo un hueco a la mitad del pecho mientras nos despedíamos cuando ella de pronto se acordó de algo. Subió sin zapatos al sofá y tomó de unas estanterías cuatro libros. "Toma", me dijo. "Son los libros que más quiero pero ya no me caben en las maletas".
Eso recuperó mi ánimo. Le dije que no era un regalo - que me los quedaba en préstamo, es custodia. Los libros que uno más quiere son un pedacito de patria, un trozo de uno mismo.
La abracé una vez más y salí de su casa. Quizá tenía los ojos llorosos, pero no lloraba. Ahí, conmigo, se quedaba un pedazo de ella que me da la certeza de que estamos la una al lado de la otra.
30.11.13
Espera
Era esa hora poco después de la medianoche en la que quedan pocos autobuses de los que vienen del aeropuerto. Hace frío y, a pesar de ello, hay dos o tres figuras que se asoman, expectantes, a las ventanas de los autobuses que se acercan. Por alguna razón - quizá por logística - no se asoman a las puertas de vidrio tintado del aeropuerto. Pero esta es la segunda bienvenida, el segundo sitio donde ver a aquellos que vienen de lejos.
Demasiado llena de música, caminé hasta ahí. Decidí camuflarme entre los que esperaban, a ver si - por arte de magia - llegaba algo para mi. Vi cómo un chico rubio abrazó a una pelirroja a la que hizo saltar por los aires. Vi cómo los turistas leían sin entender los letreros que decían que ya no había más autobuses hasta mañana a las seis de la mañana. Vi cómo una chica, en tacones, no se podía soltar de un chico recién bajado del autobús, que a su vez no quitaba la mano (o la vista) de su maleta en el suelo.
Espié, como si no conociera el fenómeno. Como si no estuviese acostumbrada a esa cabalgata de caballos que comienzan en la parte de abajo del estómago y comienzan a subir por el cuerpo y el cuello mientras intentas reconocer una maleta, una postura, una barba, un gorro, un abrigo, un olor.
Los últimos dos autobuses venían repletos de gente harta de esperar. Casi todos los que esperaban - como yo - encontraron a quien abrazar, a quien darle la bienvenida y con quien comenzar a hacer planes. Sólo una chica de abrigo marrón se quedó esperando hasta que bajó el último de los pasajeros. La ví asomarse, esperar, mandar un par de mensajes en su teléfono. La ví cómo se encogía de hombros, se daba la vuelta y comenzaba a caminar hacia las calles iluminadas de navidad. La ví, en fin, irse.
Cuando se perdió en el horizonte, caminé yo también. Al llegar a casa, seguía llena de música. Las esperas a veces se terminan de la forma menos esperada posible.
Demasiado llena de música, caminé hasta ahí. Decidí camuflarme entre los que esperaban, a ver si - por arte de magia - llegaba algo para mi. Vi cómo un chico rubio abrazó a una pelirroja a la que hizo saltar por los aires. Vi cómo los turistas leían sin entender los letreros que decían que ya no había más autobuses hasta mañana a las seis de la mañana. Vi cómo una chica, en tacones, no se podía soltar de un chico recién bajado del autobús, que a su vez no quitaba la mano (o la vista) de su maleta en el suelo.
Espié, como si no conociera el fenómeno. Como si no estuviese acostumbrada a esa cabalgata de caballos que comienzan en la parte de abajo del estómago y comienzan a subir por el cuerpo y el cuello mientras intentas reconocer una maleta, una postura, una barba, un gorro, un abrigo, un olor.
Los últimos dos autobuses venían repletos de gente harta de esperar. Casi todos los que esperaban - como yo - encontraron a quien abrazar, a quien darle la bienvenida y con quien comenzar a hacer planes. Sólo una chica de abrigo marrón se quedó esperando hasta que bajó el último de los pasajeros. La ví asomarse, esperar, mandar un par de mensajes en su teléfono. La ví cómo se encogía de hombros, se daba la vuelta y comenzaba a caminar hacia las calles iluminadas de navidad. La ví, en fin, irse.
Cuando se perdió en el horizonte, caminé yo también. Al llegar a casa, seguía llena de música. Las esperas a veces se terminan de la forma menos esperada posible.
20.11.13
Acompañada
La maleta me mira desde la cama. No sé si es muy grande - podría serlo. Siempre, siempre, siempre dudo. Incluso después de tantas idas y vueltas. Saqué y metí cosas. Temo al frío, a la lluvia. Saqué dos libros - no los necesito. Sólo uno. Y me siento a escribir cuando lo que debería hacer es irme.
Pero necesito hacer algo: contar que lo que no saco de la maleta es a ella. La llevo conmigo. Hace ocho años - tantos y tan poquitos - por primera vez comencé el primer viaje hacia Venecia pensando que la vería ahí. Nos encontramos y, de su mano, recorrí la Biennale, entendí algunos recovecos del arte moderno y pasee por otros sin querer entenderlos. Me acuerdo de haberme reido mucho, llorado un poco, de haber estado con ella. Me acuerdo que nos prometimos intentar volver siempre, cada dos años.
Hoy, Corinne no viene conmigo. Pero yo me voy por las dos a alcanzar por los pelos la Biennale. Dejo aquí un montón de exámenes por calificar, clases por preparar, páginas de tesis por escribir - sin contar un millón de preguntas sobre quién soy, a dónde voy y esas cosas. Pero por un par de días, eso no importa. Por un par de días, me voy acompañada de mi amiga a ver, explorar, aprender.
No me pasa sólo con Corinne. A veces, cuando muero de ganas de unas patatas bravas y me voy y me siento con un libro en la esquina de Tallers y Valdonzella, sé que Esther está ahí, hablándome suavecito, riéndose conmigo. Dándole la vuelta a un millón de cosas y luego volviendo al centro, al mundo, a este mundo.
Así, todos los días. Así en el súper con mi madre, conectando aparatos electrónicos con mi padre, en los paseos con mis hermanos, en el frente marítimo con esas personas a las que aún quiero. Y todos esos, los que leen, saben que me acompañan. Saben cuándo. Y dónde. Y que les estoy, por esa y todas las compañías, muy agradecida.
Pero necesito hacer algo: contar que lo que no saco de la maleta es a ella. La llevo conmigo. Hace ocho años - tantos y tan poquitos - por primera vez comencé el primer viaje hacia Venecia pensando que la vería ahí. Nos encontramos y, de su mano, recorrí la Biennale, entendí algunos recovecos del arte moderno y pasee por otros sin querer entenderlos. Me acuerdo de haberme reido mucho, llorado un poco, de haber estado con ella. Me acuerdo que nos prometimos intentar volver siempre, cada dos años.
Hoy, Corinne no viene conmigo. Pero yo me voy por las dos a alcanzar por los pelos la Biennale. Dejo aquí un montón de exámenes por calificar, clases por preparar, páginas de tesis por escribir - sin contar un millón de preguntas sobre quién soy, a dónde voy y esas cosas. Pero por un par de días, eso no importa. Por un par de días, me voy acompañada de mi amiga a ver, explorar, aprender.
No me pasa sólo con Corinne. A veces, cuando muero de ganas de unas patatas bravas y me voy y me siento con un libro en la esquina de Tallers y Valdonzella, sé que Esther está ahí, hablándome suavecito, riéndose conmigo. Dándole la vuelta a un millón de cosas y luego volviendo al centro, al mundo, a este mundo.
Así, todos los días. Así en el súper con mi madre, conectando aparatos electrónicos con mi padre, en los paseos con mis hermanos, en el frente marítimo con esas personas a las que aún quiero. Y todos esos, los que leen, saben que me acompañan. Saben cuándo. Y dónde. Y que les estoy, por esa y todas las compañías, muy agradecida.
9.11.13
Crujidos
Hay demasiado ruido en la ciudad. En los bosques, en los lagos, en los aviones, en los viajes, en las idas y los regresos. Hay ruido natural y ruido creado: recuerdo a Manuel contándome con extrañeza de los montañeros que se suben a los picos con música a todo volumen. Hablaba de la gente que pone ruido hasta en los lugares más silenciosos con tal de no escucharse.
Uno piensa de si que no es así: que sí se escucha, que sabe encontrar esos sonidos y consecuencias de si mismo. Uno piensa de si mismo que cuando se ve en el espejo se reconoce. Pero descubre con horror que, cuando le hacen un retrato, le parece otra persona. Que sólo cuando alguien le reclama algo por enésima vez es cuando se da cuenta que sí: que deja las puertas de cocina abierta, que es un desorden arreglando los zapatos en el armario, que a veces cuando está sola hace ruidos al comer y al beber.
Pero un día, con o sin intercesión de terceros, estás ahí y lo escuchas. No es que se haya hecho el suficiente silencio: es que has parado un minuto y has sentido cómo tu pulmón te dice que necesitas descansar. Has sentido cómo todo tu cuerpo te pide que cierres los oídos, cruces la calle y vayas hacia otro lado. Es tu cuerpo el que te grita, ese pulmón. Específicamente el del lado derecho.
Y lo escuchas, lo sientes cómo se llena de aire con dificultad. Lentamente vacíandose. Y mientras lo escuchas, mientras caminas entre la gente, mientras se te escapan unas lágrimas de esfuerzo de escucharte sientes un crujido. A la mitad del pecho, justo ahí donde te golpea el amuleto que tienes para espantar la mala suerte, tu pecho cruje.
Sí. Está roto. Se rompió. Ya estaba resquebrajado desde hace meses y ahora, de golpe, tu cuerpo te dice que basta. Que está roto. Y necesita reparación.
Te repliegas a casa. Te buscas en el espejo: ahí la cicatriz junto a la nariz, las tres canas, las patas de gallo incipientes y las definitivas líneas que tienes en la frente de tanto fruncir el entrecejo. Ahí, los ojos enrojecidos. Las lágrimas que cuelgan con dificultad de las pestañas. Las pestañas que a veces, cuando te tallas los ojos para dormirte, quedan en tu almohada.
Crujiste. Lo sabes. No es que te duela menos - es simplemente que ya sabes que se rompió. No puedes buscar otro - pero quizá puedas recomponerlo. Quizá, sólo quizá, hayas aprendido a escucharte. A no llevar música a las montañas, o a tus duelos. Y ahí está el camino que te regresará al espejo en donde también estás.
Uno piensa de si que no es así: que sí se escucha, que sabe encontrar esos sonidos y consecuencias de si mismo. Uno piensa de si mismo que cuando se ve en el espejo se reconoce. Pero descubre con horror que, cuando le hacen un retrato, le parece otra persona. Que sólo cuando alguien le reclama algo por enésima vez es cuando se da cuenta que sí: que deja las puertas de cocina abierta, que es un desorden arreglando los zapatos en el armario, que a veces cuando está sola hace ruidos al comer y al beber.
Pero un día, con o sin intercesión de terceros, estás ahí y lo escuchas. No es que se haya hecho el suficiente silencio: es que has parado un minuto y has sentido cómo tu pulmón te dice que necesitas descansar. Has sentido cómo todo tu cuerpo te pide que cierres los oídos, cruces la calle y vayas hacia otro lado. Es tu cuerpo el que te grita, ese pulmón. Específicamente el del lado derecho.
Y lo escuchas, lo sientes cómo se llena de aire con dificultad. Lentamente vacíandose. Y mientras lo escuchas, mientras caminas entre la gente, mientras se te escapan unas lágrimas de esfuerzo de escucharte sientes un crujido. A la mitad del pecho, justo ahí donde te golpea el amuleto que tienes para espantar la mala suerte, tu pecho cruje.
Sí. Está roto. Se rompió. Ya estaba resquebrajado desde hace meses y ahora, de golpe, tu cuerpo te dice que basta. Que está roto. Y necesita reparación.
Te repliegas a casa. Te buscas en el espejo: ahí la cicatriz junto a la nariz, las tres canas, las patas de gallo incipientes y las definitivas líneas que tienes en la frente de tanto fruncir el entrecejo. Ahí, los ojos enrojecidos. Las lágrimas que cuelgan con dificultad de las pestañas. Las pestañas que a veces, cuando te tallas los ojos para dormirte, quedan en tu almohada.
Crujiste. Lo sabes. No es que te duela menos - es simplemente que ya sabes que se rompió. No puedes buscar otro - pero quizá puedas recomponerlo. Quizá, sólo quizá, hayas aprendido a escucharte. A no llevar música a las montañas, o a tus duelos. Y ahí está el camino que te regresará al espejo en donde también estás.
7.11.13
Alguien más
Sobre mi escritorio, hay un libro con mi nombre en la portada. No es mío solamente: es una antología de textos sobre la crisis. Pero ahí, en la portada y entre las páginas, está mi nombre completo. Con todas sus letras. Con todos mis apellidos. No sé si quiero verlo - al abrirlo y comenzar a leer me dí cuenta que no sé si me reconozco. O sí, pero no sé si me gusto. De hecho, encuentro el texto poco interesante, mal escrito, soso. Y es, un libro, esa cosa tan definitiva. Tan completa.
Toda la tarde he estado en casa como león enjaulado. Mirando otras páginas, otras webs. Buscando a alguien más. Porque soy yo, sí, pero tampoco soy yo. Porque es jueves pero podría ser lunes. Porque es noviembre pero podría ser mayo. Porque han pasado tantos años y tan pocos.
Hay cosas que te pasas la vida esperando que te pasen: el día que suceden, no sabes cómo vivirlas. El día que suceden, te gustaría celebrarlas pero no te sale. Te sale quejarte en tu bitácora electrónica y callarte la boca en las redes (mentira, porque esto se extiende por ahí). Y luego tienes la tentación de borrar lo que escribes y seguir en tu desazón, escuchando las risas en la calle afuera de casa, mirando los libros desperdigados por el escritorio y la cama. Tanto que leer. Tanto que hacer. Tanto en lo que invertir. Todo eso. Y tú aquí, lloriqueando de todo y de nada.
Miro el libro y ver mi nombre entre un montón de otros no me hace sentir que está acompañado. Sé que no lo está. Y junto con mi nombre, me siento un poco rodeada pero sola. Es injusto: sé que habrá quien lea estas líneas y se preocupará y buscará consolarme. Y también sé que quien yo secretamente deseo que las lea no lo hará... porque la vida es así. Porque algunos humanos a veces insistimos en subirnos en montañas rusas que sabemos que nos causarán mareo y vómitos y daño. Pero volvemos. For the fucking thrill of the ride.
Uno no escribe sólo para uno. Escribe también para los otros. O en realidad es para uno, pensando en ese alguien más que duerme en nuestro lugar en la cama y a veces, sólo a veces, siente que hay algo que no termina de encajar. Como su cara, sus ojos o las lágrimas que suelen cambiar el sabor de las tazas de té. Ese otro yo ahí, con ese abrigo rojo, atrás del aparador.
Toda la tarde he estado en casa como león enjaulado. Mirando otras páginas, otras webs. Buscando a alguien más. Porque soy yo, sí, pero tampoco soy yo. Porque es jueves pero podría ser lunes. Porque es noviembre pero podría ser mayo. Porque han pasado tantos años y tan pocos.
Hay cosas que te pasas la vida esperando que te pasen: el día que suceden, no sabes cómo vivirlas. El día que suceden, te gustaría celebrarlas pero no te sale. Te sale quejarte en tu bitácora electrónica y callarte la boca en las redes (mentira, porque esto se extiende por ahí). Y luego tienes la tentación de borrar lo que escribes y seguir en tu desazón, escuchando las risas en la calle afuera de casa, mirando los libros desperdigados por el escritorio y la cama. Tanto que leer. Tanto que hacer. Tanto en lo que invertir. Todo eso. Y tú aquí, lloriqueando de todo y de nada.
Miro el libro y ver mi nombre entre un montón de otros no me hace sentir que está acompañado. Sé que no lo está. Y junto con mi nombre, me siento un poco rodeada pero sola. Es injusto: sé que habrá quien lea estas líneas y se preocupará y buscará consolarme. Y también sé que quien yo secretamente deseo que las lea no lo hará... porque la vida es así. Porque algunos humanos a veces insistimos en subirnos en montañas rusas que sabemos que nos causarán mareo y vómitos y daño. Pero volvemos. For the fucking thrill of the ride.
Uno no escribe sólo para uno. Escribe también para los otros. O en realidad es para uno, pensando en ese alguien más que duerme en nuestro lugar en la cama y a veces, sólo a veces, siente que hay algo que no termina de encajar. Como su cara, sus ojos o las lágrimas que suelen cambiar el sabor de las tazas de té. Ese otro yo ahí, con ese abrigo rojo, atrás del aparador.
31.10.13
Calor de hogar
Con frecuencia, mi querida Do me recuerda que uno debería de hacer en la vida eso que se pone a hacer en lugar de hacer lo que tiene que hacer. Mi problema es que yo me pongo a hacer muchas cosas: usualmente a leer, a escribir... y a cocinar.
Finalmente, con un poco de retraso, llegó el otoño. Todavía está un poco tímido, así que me puedo dar el lujo de salir sin calcetines. Pero sé que no hay que darle demasiadas confianzas. En cualquier momento sopla un viento increíblemente frío y sabes que tenías que haber sacado una chaqueta un poco más gruesa. Se puede vivir sin problemas: finalmente, es entrenamiento.
Y sin embargo, cuando empieza este frío, me doy cuenta que a mi casa le falta algo. Que con tantas idas y venidas y a pesar de las flores que ya compré la semana pasada, hay algo vacío. La nevera, por ejemplo. He estado comiendo de supervivencia, de recetas de cinco minutos. Cuando uno cocina para uno mismo, a veces (pocas), se esmera. A veces lo que gana es la practicidad.
El otoño es el momento para abrazar (que no abrasar) los muros de mi casa con el calor de los fogones. Utilizo siempre a mis abuelos como excusa y al Día de Muertos como inicio, pero hoy ya no puedo más. Mientras algunos niños corretean por el barrio disfrazados, yo salí y compré provisiones para un regimiento. He estado dándole vueltas a mi recetario toda la tarde y ya está elegido el menú: un par de valores seguros y un par de estrenos que espero sean del agrado no solo de esta cocinera, sino también de los comensales.
En mi corazón, en mi casa, estoy preparando esa fiesta para agradecer el cariño que hace calientitos los otoños y los inviernos, que convierte las cuatro paredes en un hogar. Hoy es uno de esos días en que quieres que tu casa huela a pan de muerto, a chocolate, a molito, a tortillas recién hechas, a gente, a fiesta... a casa, pues...
Dejo de escribir. Me pongo a los fogones, a ese amor, a ese hogar.
Finalmente, con un poco de retraso, llegó el otoño. Todavía está un poco tímido, así que me puedo dar el lujo de salir sin calcetines. Pero sé que no hay que darle demasiadas confianzas. En cualquier momento sopla un viento increíblemente frío y sabes que tenías que haber sacado una chaqueta un poco más gruesa. Se puede vivir sin problemas: finalmente, es entrenamiento.
Y sin embargo, cuando empieza este frío, me doy cuenta que a mi casa le falta algo. Que con tantas idas y venidas y a pesar de las flores que ya compré la semana pasada, hay algo vacío. La nevera, por ejemplo. He estado comiendo de supervivencia, de recetas de cinco minutos. Cuando uno cocina para uno mismo, a veces (pocas), se esmera. A veces lo que gana es la practicidad.
El otoño es el momento para abrazar (que no abrasar) los muros de mi casa con el calor de los fogones. Utilizo siempre a mis abuelos como excusa y al Día de Muertos como inicio, pero hoy ya no puedo más. Mientras algunos niños corretean por el barrio disfrazados, yo salí y compré provisiones para un regimiento. He estado dándole vueltas a mi recetario toda la tarde y ya está elegido el menú: un par de valores seguros y un par de estrenos que espero sean del agrado no solo de esta cocinera, sino también de los comensales.
En mi corazón, en mi casa, estoy preparando esa fiesta para agradecer el cariño que hace calientitos los otoños y los inviernos, que convierte las cuatro paredes en un hogar. Hoy es uno de esos días en que quieres que tu casa huela a pan de muerto, a chocolate, a molito, a tortillas recién hechas, a gente, a fiesta... a casa, pues...
Dejo de escribir. Me pongo a los fogones, a ese amor, a ese hogar.
23.10.13
Cinco mínimas telefónicas
A veces envías un mensaje de texto porque parece que fuera algo más allá que un whatsapp o un email - como si volara por unos cables distintos que, además de palabras, también pueden transportar abrazos, paciencia, deseos de mejores tiempos. A veces lees la respuesta y, entre líneas, sonríes, porque descubres también ahí abrazos, paciencia, deseos de mejores tiempos.
+ + + + +
Durante la noche, la voz se hace más grave. Tus llamadas, más íntimas. Y de pronto te encuentras, en la intimidad del anden del metro, hablando de nada serio con la voz que te había hecho tanta falta. Y ahí, en medio de toda la gente esperando al último metro, sabes que así se sentía la compañía que estabas esperando.
+ + + + +
Como si no fuera suficiente uno, mis dos padres (y tres tías) trabajaban en la teléfonica. Así, mi casa está llena aquí y allá de aparatos, recuerdos, momentos, imágenes... que llevan un teléfono. De ahí mi relación personal con los aparatos. Y con aquella frase que se decía, regañonamente, en casa: "El teléfono es para acortar distancias, no para alargar conversaciones"... Pobres ingenuos de nosotros. Entonces, todos juntos en un sitio, no habíamos descubierto que las conversaciones largas que casi eliminan (o por lo menos marean) a las distancias, haciéndoles creer que no están ahí.
+ + + + +
Es el día de su cumpleaños. El primer cumpleaños desde que se fue. Providencialmente, hoy tiene su nuevo número telefónico. Le llamas y se escucha todo mal. Pero la escuchas. Y recuerdas que son las voces las que mantienen bien abrigados a los recuerdos en el corazón.
+ + + + +
No llamarías a una hora poco prudente - por aquello de la prudencia, las buenas costumbres, la perfecta corrección. Y sin embargo, cuántas veces te has despertado en medio de la noche pensando que sí, es cierto, podrías llamarle para contarle el sueño, la pesadilla, la solución al problema imposible de física... pero el teléfono te parece un poco demasiado frío, informal, lejano, plástico, electrónico para que por ahí quepa todo lo que en realidad quisieras decirle.
+ + + + +
Durante la noche, la voz se hace más grave. Tus llamadas, más íntimas. Y de pronto te encuentras, en la intimidad del anden del metro, hablando de nada serio con la voz que te había hecho tanta falta. Y ahí, en medio de toda la gente esperando al último metro, sabes que así se sentía la compañía que estabas esperando.
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Como si no fuera suficiente uno, mis dos padres (y tres tías) trabajaban en la teléfonica. Así, mi casa está llena aquí y allá de aparatos, recuerdos, momentos, imágenes... que llevan un teléfono. De ahí mi relación personal con los aparatos. Y con aquella frase que se decía, regañonamente, en casa: "El teléfono es para acortar distancias, no para alargar conversaciones"... Pobres ingenuos de nosotros. Entonces, todos juntos en un sitio, no habíamos descubierto que las conversaciones largas que casi eliminan (o por lo menos marean) a las distancias, haciéndoles creer que no están ahí.
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Es el día de su cumpleaños. El primer cumpleaños desde que se fue. Providencialmente, hoy tiene su nuevo número telefónico. Le llamas y se escucha todo mal. Pero la escuchas. Y recuerdas que son las voces las que mantienen bien abrigados a los recuerdos en el corazón.
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No llamarías a una hora poco prudente - por aquello de la prudencia, las buenas costumbres, la perfecta corrección. Y sin embargo, cuántas veces te has despertado en medio de la noche pensando que sí, es cierto, podrías llamarle para contarle el sueño, la pesadilla, la solución al problema imposible de física... pero el teléfono te parece un poco demasiado frío, informal, lejano, plástico, electrónico para que por ahí quepa todo lo que en realidad quisieras decirle.
17.10.13
Aniversario
Esto no es una declaración de amor. Es una confirmación de amor.
Lo nuestro, pongámoslo así, fue un matrimonio de conveniencia. Más o menos algo sabía yo de ella, pero no estaba convencida de que fuera lo mejor para mi. Sin embargo, fríamente, había algo de conveniente en estar ahí/aquí. Y por eso vine.
Lo extraño es que parece que fue ayer. Lo extraño es que, cuando miro las fotografías, las agendas, los calendarios, sé que han pasado ya nueve años. Nueve. Y nos hemos aguantado. Yo he ido y venido. Ella se queda aquí, siempre, cambiante, majestuosa a ratos, farragosa a otros.
Decía Sabines que "los amorosos se ríen de los que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite". Ella y yo sabemos que nuestro amor es más delicado que los narcisos de primavera. Que es frágil y se rompe. Se ha vaciado tantas veces de aceite esa lámpara... Nos hemos peleado tantas veces... Yo me he ido tantas veces... Y sin embargo, al volver, al mirar su geografía desde la ventana del avión más de una vez se me han saltado las lágrimas. Como volver a mirar un cuerpo y decir: "te reconozco. Y en cada imperfección de tu cuerpo, en cada falta, también te amo. En cada momento que hemos estado separadas, peleadas, hartas la una de la otra, te amo".
Me quejaría de que no dice nada. Pero no es verdad. Ella me habla, todos los días. A veces, cuando estoy receptiva, escucho sus quejas o sus mimos. Y lo cierto es que aquí, bajo sus brazos, bajo su cielo protector, me sigo construyendo. Me descubro cada día quien soy - quizá un poco más fuerte, un poco más vieja, ojalá un poco más sabia.
No tengo verguenza frente a ella. Lloro sin angustias en sus calles, en su frente marítimo, en sus rincones. Igualmente me carcajeo, como con la boca abierta, me tiendo a dormir en sus parques mullidos bajo su luz tamizada de nubes. Y así, en silencio, nos abrazamos y nos sentimos un poco más la una de la otra. Agradecemos - yo agradezco - la bendita coincidencia, el matrimonio de conveniencia que me trajo hasta aquí.
Feliç Aniversari, Barcelona. T'estimo como només a tu podria estimar-te.
Lo nuestro, pongámoslo así, fue un matrimonio de conveniencia. Más o menos algo sabía yo de ella, pero no estaba convencida de que fuera lo mejor para mi. Sin embargo, fríamente, había algo de conveniente en estar ahí/aquí. Y por eso vine.
Lo extraño es que parece que fue ayer. Lo extraño es que, cuando miro las fotografías, las agendas, los calendarios, sé que han pasado ya nueve años. Nueve. Y nos hemos aguantado. Yo he ido y venido. Ella se queda aquí, siempre, cambiante, majestuosa a ratos, farragosa a otros.
Decía Sabines que "los amorosos se ríen de los que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite". Ella y yo sabemos que nuestro amor es más delicado que los narcisos de primavera. Que es frágil y se rompe. Se ha vaciado tantas veces de aceite esa lámpara... Nos hemos peleado tantas veces... Yo me he ido tantas veces... Y sin embargo, al volver, al mirar su geografía desde la ventana del avión más de una vez se me han saltado las lágrimas. Como volver a mirar un cuerpo y decir: "te reconozco. Y en cada imperfección de tu cuerpo, en cada falta, también te amo. En cada momento que hemos estado separadas, peleadas, hartas la una de la otra, te amo".
Me quejaría de que no dice nada. Pero no es verdad. Ella me habla, todos los días. A veces, cuando estoy receptiva, escucho sus quejas o sus mimos. Y lo cierto es que aquí, bajo sus brazos, bajo su cielo protector, me sigo construyendo. Me descubro cada día quien soy - quizá un poco más fuerte, un poco más vieja, ojalá un poco más sabia.
No tengo verguenza frente a ella. Lloro sin angustias en sus calles, en su frente marítimo, en sus rincones. Igualmente me carcajeo, como con la boca abierta, me tiendo a dormir en sus parques mullidos bajo su luz tamizada de nubes. Y así, en silencio, nos abrazamos y nos sentimos un poco más la una de la otra. Agradecemos - yo agradezco - la bendita coincidencia, el matrimonio de conveniencia que me trajo hasta aquí.
Feliç Aniversari, Barcelona. T'estimo como només a tu podria estimar-te.
11.10.13
Menú de día nublado
Hoy llueve. El otoño está haciendo un ensayo general y cayó de golpe sobre las calles de Barcelona. Salí de casa a firmar papeles, a preparar clase... Con frío. Después de un rato, me di cuenta que lo que necesitaba era una sopa. De pollo. Vietnamita.
Ahí los encontré. Me senté a su lado sin reparar - por lo menos inicialmente - en su lenguaje no-verbal que decía: "qué nervios".
Se conocen imagino por amigos comunes. Pero perfectamente podría ser su primera cita después de haber hablado mucho por Internet. Ella está a punto de quedarse sin trabajo. Él sí tiene, pero en precario, mientras escribe la tesis doctoral. Comen de menú. Hablan de su infancia. De las cosas que les gustan. Él cuenta que en Portugal tiene una casa de campo que era de su abuelo, que quiere remozar. "Pensé que a estas alturas de la vida ya podría hacerlo... pero ya ves". Hay un punto, pequeño, de amargura, pero más bien suena a complicidad. Ella le cuenta, con su acento argentino, que sus padres se regresaron a un pueblecito de Madrid donde había crecido su abuelo. "Imagínate - hay tan poca gente que sólo hay un policía y sólo trabaja las mañanas. A veces lo ves ayudando al cartero porque está aburrido de no tener nada que hacer".
Comí exageradamente lento. No quería irme. Fingía atender al teléfono o a la novela que tenía sobre la mesa - tendré que volver a leer esas páginas. Quería verlos, encerrar un poquito esas risas tímidas, esa voz un poco más baja de lo habitual, ese ambiente de intimidad en público al que me estaba inmiscuyendo.
Sé que a los dos les gusta el karaoke, aunque les da un poco de pena. Que él casi nunca come postre porque prefiere la comida salada y por lo general come mucho: "no tengo más hambre al llegar al postre". Pero, a pesar de todo, ella pidió helado de chocolate y él pastel de coco. Y, en un arranque de confianza, él le dijo: "¿quieres probar?".
Enterraron la cuchara en el postre del otro y era como haber roto uno de esos muros que construimos para protegernos, para separarnos. Entonces sentí verguenza de husmear en su intimidad y salí de ahí, los dejé terminar.
"¿Estuvo todo bien?", me dijo la chica de la barra mientras pagaba. "Todo perfecto. Mil gracias".
Pho-ga y esperanza son un buen menú de mediodía para un día nublado.
Ahí los encontré. Me senté a su lado sin reparar - por lo menos inicialmente - en su lenguaje no-verbal que decía: "qué nervios".
Se conocen imagino por amigos comunes. Pero perfectamente podría ser su primera cita después de haber hablado mucho por Internet. Ella está a punto de quedarse sin trabajo. Él sí tiene, pero en precario, mientras escribe la tesis doctoral. Comen de menú. Hablan de su infancia. De las cosas que les gustan. Él cuenta que en Portugal tiene una casa de campo que era de su abuelo, que quiere remozar. "Pensé que a estas alturas de la vida ya podría hacerlo... pero ya ves". Hay un punto, pequeño, de amargura, pero más bien suena a complicidad. Ella le cuenta, con su acento argentino, que sus padres se regresaron a un pueblecito de Madrid donde había crecido su abuelo. "Imagínate - hay tan poca gente que sólo hay un policía y sólo trabaja las mañanas. A veces lo ves ayudando al cartero porque está aburrido de no tener nada que hacer".
Comí exageradamente lento. No quería irme. Fingía atender al teléfono o a la novela que tenía sobre la mesa - tendré que volver a leer esas páginas. Quería verlos, encerrar un poquito esas risas tímidas, esa voz un poco más baja de lo habitual, ese ambiente de intimidad en público al que me estaba inmiscuyendo.
Sé que a los dos les gusta el karaoke, aunque les da un poco de pena. Que él casi nunca come postre porque prefiere la comida salada y por lo general come mucho: "no tengo más hambre al llegar al postre". Pero, a pesar de todo, ella pidió helado de chocolate y él pastel de coco. Y, en un arranque de confianza, él le dijo: "¿quieres probar?".
Enterraron la cuchara en el postre del otro y era como haber roto uno de esos muros que construimos para protegernos, para separarnos. Entonces sentí verguenza de husmear en su intimidad y salí de ahí, los dejé terminar.
"¿Estuvo todo bien?", me dijo la chica de la barra mientras pagaba. "Todo perfecto. Mil gracias".
Pho-ga y esperanza son un buen menú de mediodía para un día nublado.
9.10.13
Nueve meses, tres años, un día
Ayer celebramos su cumpleaños. A deshoras, después de mi clase de la noche, en una anónima habitación de hotel. La mudanza había sido 24 horas antes y ya no tenían casa, pero sí una terraza que dominaba Barcelona. Allá, afuera, estaba la ciudad. Pero él tenía fiebre, su madre y yo estábamos cansadas; no hacia frío pero sí ese clima destemplado que anticipan las despedidas. Mientras él chapoteaba en la tina ("es un baño graaaande, mamá"), ella y yo tomábamos prosecco rosado de un vaso de plástico y hablábamos. Como si hoy (entonces mañana) no existiera.
Hablábamos de los viajes recientes, de los pasados, de los mensajes en el teléfono y en las redes sociales. De nuestro café favorito. De las manchas en la ropa. De los antiguos amores. No hablamos de las despedidas.
No llegamos juntas aquí. No nos iremos juntas. Pero justo a él yo lo conocí desde el principio - quiso la vida que su madre y yo nos conociéramos cuando le habían confirmado su embarazo. Lo ví crecer en ella, nacer, y convertirse en esa especie de emperador que habla sin parar y que, cuando me ve, corre a abrazarme. Me da besos. Se queda conmigo a leer o a ver la televisión.
Vivir en una ciudad como esta, de paso, nos hace acostumbrarnos a despedirnos. Gente va y viene. Pero en esta ciudad decidimos crecer, elegir, llorar, enamorarnos, parir, construir. Un día, sin embargo, parece que sale nuestro número y toca irse. Elegir - no lo que sigue, sino lo que realmente importa.
Hoy llegó ese día.
Él, con su cumpleaños tan fresquecito, me dijo adiós desde el arco de seguridad de la estación de tren. Los adultos éramos los que nos enjugábamos las lágrimas. Él iba emocionado de subirse en el tren, de viajar, de ver a su abuelo.
Lo entiendo. A mi también me emociona viajar.
Y en la estación de tren, en cuclillas, sintiendo su cuerpecito pequeño contra el mio y sus bracitos rodeando mi cuello me acordé - una vez más - que soy afortunada. Que él y su madre entraron en mi vida para regalarme calma, fé, amor. Que las despedidas, a fin de cuentas, son parte del amor. Y que cuando cuente mis bendiciones ellos estarán, a pesar de que haya trenes o aviones que nos separen.
Hablábamos de los viajes recientes, de los pasados, de los mensajes en el teléfono y en las redes sociales. De nuestro café favorito. De las manchas en la ropa. De los antiguos amores. No hablamos de las despedidas.
No llegamos juntas aquí. No nos iremos juntas. Pero justo a él yo lo conocí desde el principio - quiso la vida que su madre y yo nos conociéramos cuando le habían confirmado su embarazo. Lo ví crecer en ella, nacer, y convertirse en esa especie de emperador que habla sin parar y que, cuando me ve, corre a abrazarme. Me da besos. Se queda conmigo a leer o a ver la televisión.
Vivir en una ciudad como esta, de paso, nos hace acostumbrarnos a despedirnos. Gente va y viene. Pero en esta ciudad decidimos crecer, elegir, llorar, enamorarnos, parir, construir. Un día, sin embargo, parece que sale nuestro número y toca irse. Elegir - no lo que sigue, sino lo que realmente importa.
Hoy llegó ese día.
Él, con su cumpleaños tan fresquecito, me dijo adiós desde el arco de seguridad de la estación de tren. Los adultos éramos los que nos enjugábamos las lágrimas. Él iba emocionado de subirse en el tren, de viajar, de ver a su abuelo.
Lo entiendo. A mi también me emociona viajar.
Y en la estación de tren, en cuclillas, sintiendo su cuerpecito pequeño contra el mio y sus bracitos rodeando mi cuello me acordé - una vez más - que soy afortunada. Que él y su madre entraron en mi vida para regalarme calma, fé, amor. Que las despedidas, a fin de cuentas, son parte del amor. Y que cuando cuente mis bendiciones ellos estarán, a pesar de que haya trenes o aviones que nos separen.
15.9.13
Abrazos
Hoy conocí a N. Me lo presentaron en el cruce de Elisabets y Ramallers, donde me encontré con otros amigos. N, en lugar de darme los dos besos de rigor, me dió un beso y me abrazó. Pasó su brazo por detrás de mis hombros y acercó mi cuerpo hacia el suyo. Yo, perdí el rigor y me dejé abrazar. Esos tres segundos de que mi cuerpo supo de su cuerpo fueron buenos. Fueron algo que esperaba.
Usualmente no lo pido, pero lo necesito. Si bien me identifico profundamente con el Monstruo Comegalletas, mi actividad favorita no es devorar cookies con chispas de chocolate. Yo añoro abrazos. El contacto con el otro. El dejarte ir en sus brazos por un par de segundos y descansar en él ese pequeño dolor, esa pequeña ausencia. El abrazo como el acto de amor, de nostalgia, de piedad generalizada en donde dejas al otro, no importa quién sea, un pequeñísimo hueco de paz.
No hablo de los dos, tres, cuatro besos europeos, tan modernos, tan al aire. Hablo del aprovechar la cercanía de alguien en el primer beso para, como N, rodear los hombros del otro y sostenerlo por un momento, sentir su respiración, hacerle sentir que alguien que está por él.
A veces pido un abrazo y miro cómo la gente reacciona, divertida, espantada, emocionada o desconcertada. A veces, como hoy, tengo tanta suerte que me encuentro por la calle a aquellos que saben quien soy y me sostienen, soportan mis manos que pasean por su espalda y los palmotean con gusto. Y sonríen.
Y es cierto, el abrazo que buscas no es el de cualquiera. Hay alguno que añoras más que otro, o algún otro que no quieres. Pero ese segundo de abandono es el segundo del reinicio, de la vuelta a comenzar.
Después del abrazo, el mundo es diferente. Lo sabes y sonríes, como quien ha descifrado un secreto.
Usualmente no lo pido, pero lo necesito. Si bien me identifico profundamente con el Monstruo Comegalletas, mi actividad favorita no es devorar cookies con chispas de chocolate. Yo añoro abrazos. El contacto con el otro. El dejarte ir en sus brazos por un par de segundos y descansar en él ese pequeño dolor, esa pequeña ausencia. El abrazo como el acto de amor, de nostalgia, de piedad generalizada en donde dejas al otro, no importa quién sea, un pequeñísimo hueco de paz.
No hablo de los dos, tres, cuatro besos europeos, tan modernos, tan al aire. Hablo del aprovechar la cercanía de alguien en el primer beso para, como N, rodear los hombros del otro y sostenerlo por un momento, sentir su respiración, hacerle sentir que alguien que está por él.
A veces pido un abrazo y miro cómo la gente reacciona, divertida, espantada, emocionada o desconcertada. A veces, como hoy, tengo tanta suerte que me encuentro por la calle a aquellos que saben quien soy y me sostienen, soportan mis manos que pasean por su espalda y los palmotean con gusto. Y sonríen.
Y es cierto, el abrazo que buscas no es el de cualquiera. Hay alguno que añoras más que otro, o algún otro que no quieres. Pero ese segundo de abandono es el segundo del reinicio, de la vuelta a comenzar.
Después del abrazo, el mundo es diferente. Lo sabes y sonríes, como quien ha descifrado un secreto.
14.9.13
Nits d'estiu - geografía personal
En verano, si caminas por el casco antiguo de Barcelona y levantas la cabeza, con frecuencia te sorprendes de los tonos rojizos que toma el cielo después de la medianoche. Supongo que es la luminosidad de la ciudad, pero también es como si fuera una especie de eterna despedida, de aviso, de que este verano también se acaba.
- Cómo me gustaría tener la cámara para tomar una foto ahora.
- Tómala con tu mente. Te acordarás.
- Con mi mente... no creo. Tengo memoria de pez.
Después de nueve, diez años en una ciudad, casi en un mismo barrio, puedes narrar tu paso por ciertas esquinas como cicatrices. "En esa tienda trabaja el primer chico que conocí aquí". "Ahí me vi con mi ex la noche que nos dimos el primer beso". "En este restaurante venía siempre a cenar con mi papá". "La primera noche que pasé en esta ciudad cené pizza en este lugar".
Recorrimos las calles empedradas con calma, para deshacernos un poco de la cena excesiva que habíamos hecho. Nos íbamos compartiendo los hitos de nuestra geografía personal, los lugares y los momentos que nos han hecho las que somos.
- A veces me he preguntado qué hubiese pasado si yo hubiera vivido en este barrio, si algo hubiera cambiado.
- ¿En general, dices?
- Quizá tuviera una pareja, dinero... y no me estaría yendo a otro sitio.
A ratos los ojos se nos hacen agua: de risa, de llanto. No preguntamos el "¿te acuerdas cuando...?" porque no es así. La ciudad nos adoptó por separado. Años después nos juntamos, felizmente, para no separarnos. O eso creíamos. Un año atrás una estrenaba casa con una nueva pareja y otra se preparaba para seguir aquí años y años más allá. Se nos acabó a las dos el amor. Pero nos quedan los brazos: y nos colgamos la una de la otra para pasear por esos lugares. "Este era mi restaurante favorito". "En este bar me gustan los gintónics". "Ven, vamos a la Plaça Real a ver qué pasa...".
Nos sentamos en la fuente, junto a unos chicos que resultan ser policías de paisano. Los vemos detener a unos turistas que, al parecer, tienen droga. Subimos la Rambla, brazo en brazo, hablando con la claridad que da media botella de vino. Nos dejamos en la boca del metro más cercano a su casa: nos quedan días, sí. Pero ninguno como este. Como esta noche de nosotros.
Llego a casa y, sobre mi cama, abierto un libro de Rosario Castellanos. A la mitad de la hoja, la "Apelación al solitario", me dice:
Y yo sé que ella está, leyendo. Sé que ella está leyendo. Sé que ella está.
Y seguirá. Como una marca más en la geografía de los lugares que amo.
- Cómo me gustaría tener la cámara para tomar una foto ahora.
- Tómala con tu mente. Te acordarás.
- Con mi mente... no creo. Tengo memoria de pez.
Después de nueve, diez años en una ciudad, casi en un mismo barrio, puedes narrar tu paso por ciertas esquinas como cicatrices. "En esa tienda trabaja el primer chico que conocí aquí". "Ahí me vi con mi ex la noche que nos dimos el primer beso". "En este restaurante venía siempre a cenar con mi papá". "La primera noche que pasé en esta ciudad cené pizza en este lugar".
Recorrimos las calles empedradas con calma, para deshacernos un poco de la cena excesiva que habíamos hecho. Nos íbamos compartiendo los hitos de nuestra geografía personal, los lugares y los momentos que nos han hecho las que somos.
- A veces me he preguntado qué hubiese pasado si yo hubiera vivido en este barrio, si algo hubiera cambiado.
- ¿En general, dices?
- Quizá tuviera una pareja, dinero... y no me estaría yendo a otro sitio.
A ratos los ojos se nos hacen agua: de risa, de llanto. No preguntamos el "¿te acuerdas cuando...?" porque no es así. La ciudad nos adoptó por separado. Años después nos juntamos, felizmente, para no separarnos. O eso creíamos. Un año atrás una estrenaba casa con una nueva pareja y otra se preparaba para seguir aquí años y años más allá. Se nos acabó a las dos el amor. Pero nos quedan los brazos: y nos colgamos la una de la otra para pasear por esos lugares. "Este era mi restaurante favorito". "En este bar me gustan los gintónics". "Ven, vamos a la Plaça Real a ver qué pasa...".
Nos sentamos en la fuente, junto a unos chicos que resultan ser policías de paisano. Los vemos detener a unos turistas que, al parecer, tienen droga. Subimos la Rambla, brazo en brazo, hablando con la claridad que da media botella de vino. Nos dejamos en la boca del metro más cercano a su casa: nos quedan días, sí. Pero ninguno como este. Como esta noche de nosotros.
Llego a casa y, sobre mi cama, abierto un libro de Rosario Castellanos. A la mitad de la hoja, la "Apelación al solitario", me dice:
Es necesario, a veces, encontrar compañía.
Amigo, no es posible ni nacer ni morir
sino con otro. Es bueno
que la amistad le quite
al trabajo esa cara de castigo
y a la alegría ese aire ilícito de robo.
¿Cómo podrías estar solo a la hora
completa, en que las cosas y tú hablan y hablan,
hasta el amanecer?
Y yo sé que ella está, leyendo. Sé que ella está leyendo. Sé que ella está.
Y seguirá. Como una marca más en la geografía de los lugares que amo.
11.9.13
Revoluciones
El 11 de septiembre, cuando era niña, no significaba nada para mi. Quizá que hacía una semana habían comenzado las clases, que mis zapatos todavía estaban nuevos y mis libros seguían oliendo a papel recién abierto. Pero conforme fui haciéndome mayor, ese día específico en el calendario comenzó a llenarse de marcas. Primero, el cumpleaños de una amiga querida. Después, la perdida de la inocencia con un par de aviones incrustándose en las Torres Gemelas que nunca conocí más que por televisión y cine. Más tarde, la Fiesta Nacional de un sitio que me ha adoptado. Ahora, el 40 aniversario de un golpe militar que no termino de entender del todo, pero me llena de dudas y me fascina.
Este 11 de septiembre, viajando de vuelta a mi casa de adopción, mientras miro los aviones en un aeropuerto helvético y hermético, pienso en las revoluciones. En aquello que decía Allende sobre que la revolución es un estado natural de la juventud. Y pienso también en la idea de la juventud. Y cómo ambas ideas pueden extenderse y distorsionarse. Cómo la revolución es la modificación de lo establecido y quizá la juventud sea las ganas de estar vivo. Otra vez.
Finalmente, quizá hoy es un buen día para celebrar el paso del tiempo: el que nos ve crecer, nos acompaña de gente querida, nos rompe los esquemas, nos hace sufrir derrotas y traiciones. Pero continúa, siempre. Y en ese tiempo, también continúa la esencia básica de la libertad y la revolución - la posibilidad de algo. Siempre. Ahí.
Este 11 de septiembre, viajando de vuelta a mi casa de adopción, mientras miro los aviones en un aeropuerto helvético y hermético, pienso en las revoluciones. En aquello que decía Allende sobre que la revolución es un estado natural de la juventud. Y pienso también en la idea de la juventud. Y cómo ambas ideas pueden extenderse y distorsionarse. Cómo la revolución es la modificación de lo establecido y quizá la juventud sea las ganas de estar vivo. Otra vez.
Finalmente, quizá hoy es un buen día para celebrar el paso del tiempo: el que nos ve crecer, nos acompaña de gente querida, nos rompe los esquemas, nos hace sufrir derrotas y traiciones. Pero continúa, siempre. Y en ese tiempo, también continúa la esencia básica de la libertad y la revolución - la posibilidad de algo. Siempre. Ahí.
7.9.13
Lluvia de Santa Rosa
Habías dicho que no lo harías más: que tus decisiones a partir de ahora estarían marcadas por eso que querías hacer, que estaba en tu corazón. Y una vez que tenías el siguiente mes arreglado, listo, llega la tentación. La oferta como canto de sirenas. La posibilidad de una isla. La lluvia en medio de las vacaciones. La certeza de un pequeño rescate. La burbuja de oxígeno que, aunque no te salvaría de ahogarte, te haría pensar que hiciste mejor.
Te miras al espejo. Le preguntas a las seis personas que se reflejan ante ti qué habría que hacer. Conferencian entre ellas. No lo tienes claro. Y tú te plantas y les dices que habían decidido que tendrían unos meses de calma, de tesis, de viajes, de incertidumbre para aprendizaje. Que es lo que hay. Que tienen que asumirlo. Ellas y los otros.
Afuera, escuchas los truenos. Esta noche viste la tormenta eléctrica. Esta tarde, mientras te bamboleaba una balsa, pensabas en los peligros de tomar una decisión que no es política ni lógicamente correcta.
Pero ahora se te dibuja una sonrisa en la cara. Piensas en las posibilidades que se te abren una vez que has decidido que tus decisiones estarán marcadas por lo que quieres hacer, por lo que está en tu corazón. La sonrisa tímida se queda.
Tienes miedo. Lo sientes en el fondo del estómago. Pero estás orgullosa, también, de que el universo conspire a tu favor y te regale, entre otras cosas, un poquito de paz. La certeza de que puedes caminar dándole pocas miradas al mapa. De que lo que sientes, lo que dices, lo que vives, es para ti y en este momento, lo más correcto. Recuerdas la carta escrita, no mandada, pero contada a trozos. Crees que es así de simple y de complejo: que la vida vuelve a ti para que tú vuelvas a ella.
Afuera ya llueve. Quizá es la tormenta de Santa Rosa, de la que te habló esta tarde una chica en el autobús 130. Quizá es solo la confirmación de que necesitas descansar. Quizá es la magia de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.
Y, llena de esperanza, te vas a dormir.
Te miras al espejo. Le preguntas a las seis personas que se reflejan ante ti qué habría que hacer. Conferencian entre ellas. No lo tienes claro. Y tú te plantas y les dices que habían decidido que tendrían unos meses de calma, de tesis, de viajes, de incertidumbre para aprendizaje. Que es lo que hay. Que tienen que asumirlo. Ellas y los otros.
Afuera, escuchas los truenos. Esta noche viste la tormenta eléctrica. Esta tarde, mientras te bamboleaba una balsa, pensabas en los peligros de tomar una decisión que no es política ni lógicamente correcta.
Pero ahora se te dibuja una sonrisa en la cara. Piensas en las posibilidades que se te abren una vez que has decidido que tus decisiones estarán marcadas por lo que quieres hacer, por lo que está en tu corazón. La sonrisa tímida se queda.
Tienes miedo. Lo sientes en el fondo del estómago. Pero estás orgullosa, también, de que el universo conspire a tu favor y te regale, entre otras cosas, un poquito de paz. La certeza de que puedes caminar dándole pocas miradas al mapa. De que lo que sientes, lo que dices, lo que vives, es para ti y en este momento, lo más correcto. Recuerdas la carta escrita, no mandada, pero contada a trozos. Crees que es así de simple y de complejo: que la vida vuelve a ti para que tú vuelvas a ella.
Afuera ya llueve. Quizá es la tormenta de Santa Rosa, de la que te habló esta tarde una chica en el autobús 130. Quizá es solo la confirmación de que necesitas descansar. Quizá es la magia de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.
Y, llena de esperanza, te vas a dormir.
24.8.13
Gracias por el mar
Hay un día que algo debajo de la piel te dice que necesitas ir al mar. Es un picor ligero entre las pequeñísimas montañas que se levantan en tus brazos con el aire acondicionado. Los ojos que traes llenos de carretera. El miedo, que a veces se acumula y crece mientras tomas un café con hielo en cualquier ciudad pequeña.
Son esas ganas de correr las que te hacen llegar a casa y, sin haber pasado ahí ni cinco minutos, decidir que cambias de bolsa y te vas a algún sitio en donde la arena sea un poco más gruesa y en lugar de escuchar el rumor y los gritos de la calle escuches, firme, seguro, intenso, al mar. El que no se va. El que sólo se aleja un poco para regresar con más fuerza. El que se muestra en todos los tonos de azul. El que respira al cielo y pareciera sonrojarse cuando lo toca el sol.
Subes al tren, carcomida por la anticipación. Tienes la sensación de que es el mar quien tiene que decirte algo, no tú la que tienes que confesarle que te pasa algo, alguna cosa que no sabes qué es pero que te tiene inquieta.
Te sientas frente a él. Lo miras. Lo escudriñas buscando en su superficie alguna señal de bienvenida. Pero el mar, como los humanos, no se lee: se respira, se intuye, se espera. Siempre, siempre, hay que entrar en él con precaución. No miedo, precaución. Y una vez adentro, soltarte.
Dejas la bolsa en la orilla, con todas esas cosas que te atan a la realidad. Corres a su abrazo. Te fundes en sus olas. Clavas tu cabeza dentro de él y lo dejas llenarte hasta las fosas nasales. Estás. Juegas. Eres. Ahí. Entre el agua. Al salir, te das cuenta que te despojó de aquello que traías cargando. No necesitabas decirle nada. Él lo sabía. Y, mientras revolvía tu cabello y acariciaba tu espalda, se lo llevó.
Gracias. Gracias por el mar.
Son esas ganas de correr las que te hacen llegar a casa y, sin haber pasado ahí ni cinco minutos, decidir que cambias de bolsa y te vas a algún sitio en donde la arena sea un poco más gruesa y en lugar de escuchar el rumor y los gritos de la calle escuches, firme, seguro, intenso, al mar. El que no se va. El que sólo se aleja un poco para regresar con más fuerza. El que se muestra en todos los tonos de azul. El que respira al cielo y pareciera sonrojarse cuando lo toca el sol.
Subes al tren, carcomida por la anticipación. Tienes la sensación de que es el mar quien tiene que decirte algo, no tú la que tienes que confesarle que te pasa algo, alguna cosa que no sabes qué es pero que te tiene inquieta.
Te sientas frente a él. Lo miras. Lo escudriñas buscando en su superficie alguna señal de bienvenida. Pero el mar, como los humanos, no se lee: se respira, se intuye, se espera. Siempre, siempre, hay que entrar en él con precaución. No miedo, precaución. Y una vez adentro, soltarte.
Dejas la bolsa en la orilla, con todas esas cosas que te atan a la realidad. Corres a su abrazo. Te fundes en sus olas. Clavas tu cabeza dentro de él y lo dejas llenarte hasta las fosas nasales. Estás. Juegas. Eres. Ahí. Entre el agua. Al salir, te das cuenta que te despojó de aquello que traías cargando. No necesitabas decirle nada. Él lo sabía. Y, mientras revolvía tu cabello y acariciaba tu espalda, se lo llevó.
Gracias. Gracias por el mar.
15.8.13
Tiempo complementario
Llegar al aeropuerto corriendo - como siempre - y descubrir que tu vuelo está retrasado por seis horas. Te parece un poco enloquecido y haces la fila sólo para confirmar que, si todo sigue como programado, saldrías de ahí alrededor de las tres de la mañana. Los pies te duelen: has estado todo el día caminando de un lado para otro. Quedarte en el aeropuerto o buscar un refugio entre los queridos. Tomas la opción dos.
En medio del caos, casi te parece que el encargado de boletos agradece que alguien quiera cambiar el suyo en lugar de reclamarle amargamente. Bajas, tomas tu maleta, vas al tren. En el tren avisas que sí, increíblemente, te quedas un día más. Al llegar a la ciudad, hay alguien esperándote en la estación. Te carga la maleta, te pregunta si quieres hacer algo más y luego te hace el comentario de que te ves... bueno, cansada.
Llegas a casa. Está el gato. Tu cena está servida. Cenas y hablas de cosas de todos los días y de los días en los que no estuviste. Ya no lloras, por una vez. Durante horas, imaginas, recuerdas, en conjunto miras. Y agradeces. Hasta que te estás quedando dormida. Te arremolinas entre las sábanas. Despiertas al día siguiente sin saber muy bien en dónde estás... pero sonríes ante el frío ligero que se escapa de una ventana. Ahí te acuerdas. Ducha. Desayuno. Café. Otro museo, por qué no. Otro almuerzo al sol calmo del norte. Y luego carretera. Una despedida rápida en el aeropuerto. Pase de abordar, seguridad, dutyfree, espera, avión, vuelo, llegada, espera por maleta, autobús, casa.
No sabes dónde estaba ese día extra, qué designio extraño decidió regalarte ese tiempo complementario que ha sido lo más parecido a un bálsamo para tus ojos, para tus manos, para tu corazón. No lo sabes. Sólo sabes que lo necesitabas.
En medio del caos, casi te parece que el encargado de boletos agradece que alguien quiera cambiar el suyo en lugar de reclamarle amargamente. Bajas, tomas tu maleta, vas al tren. En el tren avisas que sí, increíblemente, te quedas un día más. Al llegar a la ciudad, hay alguien esperándote en la estación. Te carga la maleta, te pregunta si quieres hacer algo más y luego te hace el comentario de que te ves... bueno, cansada.
Llegas a casa. Está el gato. Tu cena está servida. Cenas y hablas de cosas de todos los días y de los días en los que no estuviste. Ya no lloras, por una vez. Durante horas, imaginas, recuerdas, en conjunto miras. Y agradeces. Hasta que te estás quedando dormida. Te arremolinas entre las sábanas. Despiertas al día siguiente sin saber muy bien en dónde estás... pero sonríes ante el frío ligero que se escapa de una ventana. Ahí te acuerdas. Ducha. Desayuno. Café. Otro museo, por qué no. Otro almuerzo al sol calmo del norte. Y luego carretera. Una despedida rápida en el aeropuerto. Pase de abordar, seguridad, dutyfree, espera, avión, vuelo, llegada, espera por maleta, autobús, casa.
No sabes dónde estaba ese día extra, qué designio extraño decidió regalarte ese tiempo complementario que ha sido lo más parecido a un bálsamo para tus ojos, para tus manos, para tu corazón. No lo sabes. Sólo sabes que lo necesitabas.
9.8.13
Tránsitos
Combinar los viajes de trabajo con los de placer tiene la ventaja de regresarte a la tierra de vez en cuando. Por que si de trabajo te pueden pagar un boleto de avión y una habitación con terraza al jardín, de placer vas en tren de segunda clase y una habitación que tiene ventana, sí, pero no vistas. Pero disfrutas, igual o más. Disfrutas y agradeces quién eres y dónde estás.
Extiendes el tiempo. Atesoras los momentos especiales, y guardas energía para lo que viene. Sabes que estás de vacaciones cuando, por una vez, lo que te despierta es el hambre. Ahí, en el escritorio, te espera el ordenador y los textos por escribir. Pero en lugar de comenzar otra vez con una discusión teórica, eliges contar que estas aquí, entera. Que desayunaste una rebanada de queso con comino, un huevo frito, un poco de roastbeef, tomate, pepino, dos trozos de pan, un jugo de toronja y un café. Que anoche estuviste en una terraza escuchando jazz hasta que la ordenanza municipal hizo calmar el jazz y la terraza, a las 11 de la noche. Que te quedaste en la calle hasta que te tocó el frío. Que llegaste a tu cama, prestada, de sólo un día, y abriste la ventana para dormir cubierta con la manta pero abrazada por el viento. Que anoche pensaste en escribir. Sólo pensaste.
Ayer pensabas que lo mejor de irse es volver. Quizá necesitabas volver bajo tus pasos. Siempre te va bien volver a los abrazos de la gente que te ha querido, que aún te quiere. A la que no necesitas adivinar. Llegar a este sitio donde mi alma, diría mi querida Doris, se siente en calma. Porque algunos somos así: tenemos varias casas, varios sitios donde descansamos.
Cambias el soundtrack en tu cabeza. Cambias la jerarquía de los colores. Cambias las ganas de ser por la consciencia de estar. Cambias. Vuelves, pero no vuelves a un sitio: vuelves a un estado de gracia donde crees que puedes todo. Quizá eso es lo que hacen las vacaciones: son un tránsito, un momento para parar y volver a esa persona que eras. Cambiarás de habitación de cualquier momento, antes del mediodía. Antes de eso, miras lo verde del parque, escuchas los pájaros que lo sobrevuelan. Aquí empieza el otro camino - el que tú eliges para ti. Y sabes que también será bueno.
Extiendes el tiempo. Atesoras los momentos especiales, y guardas energía para lo que viene. Sabes que estás de vacaciones cuando, por una vez, lo que te despierta es el hambre. Ahí, en el escritorio, te espera el ordenador y los textos por escribir. Pero en lugar de comenzar otra vez con una discusión teórica, eliges contar que estas aquí, entera. Que desayunaste una rebanada de queso con comino, un huevo frito, un poco de roastbeef, tomate, pepino, dos trozos de pan, un jugo de toronja y un café. Que anoche estuviste en una terraza escuchando jazz hasta que la ordenanza municipal hizo calmar el jazz y la terraza, a las 11 de la noche. Que te quedaste en la calle hasta que te tocó el frío. Que llegaste a tu cama, prestada, de sólo un día, y abriste la ventana para dormir cubierta con la manta pero abrazada por el viento. Que anoche pensaste en escribir. Sólo pensaste.
Ayer pensabas que lo mejor de irse es volver. Quizá necesitabas volver bajo tus pasos. Siempre te va bien volver a los abrazos de la gente que te ha querido, que aún te quiere. A la que no necesitas adivinar. Llegar a este sitio donde mi alma, diría mi querida Doris, se siente en calma. Porque algunos somos así: tenemos varias casas, varios sitios donde descansamos.
Cambias el soundtrack en tu cabeza. Cambias la jerarquía de los colores. Cambias las ganas de ser por la consciencia de estar. Cambias. Vuelves, pero no vuelves a un sitio: vuelves a un estado de gracia donde crees que puedes todo. Quizá eso es lo que hacen las vacaciones: son un tránsito, un momento para parar y volver a esa persona que eras. Cambiarás de habitación de cualquier momento, antes del mediodía. Antes de eso, miras lo verde del parque, escuchas los pájaros que lo sobrevuelan. Aquí empieza el otro camino - el que tú eliges para ti. Y sabes que también será bueno.
8.8.13
Terug
Pones el despertador a las 4:35 de la mañana. Duermes mal, poco, pero cuando tomas un vuelo a primera hora de la mañana a veces no hay más opciones. Ducha rápida, cierre de maletas, taxi con música que te recuerda a algo o a todo. De camino al aeropuerto, viendo la ciudad despertar, tan dormida que no terminas de saber si lo que sucedió la noche anterior sí sucedió o fue resultado de tus sueños alterados de verano. Pero sonríes. Sonríes de estar. Sonríes de irte.
Una hora de purgatorio en el aeropuerto entre maletas, viajeros mal encarados y las dos horas de sueño que traes encima que, estás segura, se ven en la cara. Cero, cero glamour. Pasas seguridad, por fin. Te toca la última puerta del último pasillo. Últimas compras. Tu estómago todavía no está listo para desayunar, ni despertar, ni nada. Subes finalmente al avión, te recuestas contra la ventana. Te duermes.
Cuando despiertas, tus oídos sienten el descenso del avión. Abajo, las parcelas perfectamente pintadas de verdes distintos, las casitas como de muñecas, las nubes... las hermosísisimas nubes. Bajas y en el aeropuerto estás de nuevo en la última puerta del último pasillo. Los vuelos de bajo costo, piensas. Y sonríes. Porque reconoces los pasillos, reconoces la megafonía, reconoces un poco el sonido de ese idioma que intentaste algún día y en el que sabes pedir té con menta fresca y pastel de manzana.
Subes al tren. Por la ventana, el verde y las casitas. Y las nubes. A lo lejos, en medio del campo, ves un par de vacas pintas que parece que se den besos. No sabes aún si sigues dormida o has despertado. Bajas del tren y, sin preguntar, te acuerdas del número de tranvía. Subes. Reconoces las esquinas, las tiendas, el olor del café.
Obra y gracia del destino, llegas esta vez a aquel hotel con una escalera como de Escher, como de cuento. El chico de la recepción te pide que esperes un poco - es temprano, dice, pero entiende que llevas un día largo. Te dejas caer en una silla y, mientras esperas, él llega con un café doble. Miras el cielo, la calle empedrada. Llega la llave de tu habitación y de pronto estás en el tercer piso, mirando a través de la terraza, con vista a los jardines, llenos de sonidos de verano (pájaros, niños, iglesias).
Es mucho más silencioso de lo que recordabas. Mucho más pacífico. Y te acuerdas que pueden haber pasado muchas cosas pero aquí, aquí te sientes en calma. Sonríes. Y piensas que necesitas contarle a alguien que has vuelto.
Una hora de purgatorio en el aeropuerto entre maletas, viajeros mal encarados y las dos horas de sueño que traes encima que, estás segura, se ven en la cara. Cero, cero glamour. Pasas seguridad, por fin. Te toca la última puerta del último pasillo. Últimas compras. Tu estómago todavía no está listo para desayunar, ni despertar, ni nada. Subes finalmente al avión, te recuestas contra la ventana. Te duermes.
Cuando despiertas, tus oídos sienten el descenso del avión. Abajo, las parcelas perfectamente pintadas de verdes distintos, las casitas como de muñecas, las nubes... las hermosísisimas nubes. Bajas y en el aeropuerto estás de nuevo en la última puerta del último pasillo. Los vuelos de bajo costo, piensas. Y sonríes. Porque reconoces los pasillos, reconoces la megafonía, reconoces un poco el sonido de ese idioma que intentaste algún día y en el que sabes pedir té con menta fresca y pastel de manzana.
Subes al tren. Por la ventana, el verde y las casitas. Y las nubes. A lo lejos, en medio del campo, ves un par de vacas pintas que parece que se den besos. No sabes aún si sigues dormida o has despertado. Bajas del tren y, sin preguntar, te acuerdas del número de tranvía. Subes. Reconoces las esquinas, las tiendas, el olor del café.
Obra y gracia del destino, llegas esta vez a aquel hotel con una escalera como de Escher, como de cuento. El chico de la recepción te pide que esperes un poco - es temprano, dice, pero entiende que llevas un día largo. Te dejas caer en una silla y, mientras esperas, él llega con un café doble. Miras el cielo, la calle empedrada. Llega la llave de tu habitación y de pronto estás en el tercer piso, mirando a través de la terraza, con vista a los jardines, llenos de sonidos de verano (pájaros, niños, iglesias).
Es mucho más silencioso de lo que recordabas. Mucho más pacífico. Y te acuerdas que pueden haber pasado muchas cosas pero aquí, aquí te sientes en calma. Sonríes. Y piensas que necesitas contarle a alguien que has vuelto.
3.8.13
Transfigurado
Esta tarde, S fue un millón de cosas diferentes. Nos las contaba, pero a medio camino entre el catalán, el holandés y el castellano, a veces me cuesta entenderlo. Viene, corre, va, regresa. Nos hace señas a su madre y a mi para que guardemos silencio (ab-so-lu-to) al entrar a un museo. Luego, da la vuelta en una esquina, y comienza a gritar él, feliz. Pide perdón... pero cuando no toca pedir perdón. Se muere de risa él solo. Nos abraza y nos besa. Cuando se van (esto pasó ayer), le dice a su mamá: "Mama... Cinthya leuk (Cinthya es divertida o guay o algo así...)".
Como ha aprendido a imitar a muchos animales, en las últimas semanas uno de los entretenimientos principales es ir por ahí, haciendo como vaca/león/elefante/gato/perro. Esta tarde, que nos internamos en el bosque de Montjuic para ir a cenar mientras veíamos el puerto y los aviones que se acercan, el personaje que asumió fue el de león. Entonces, mientras su madre y yo platicábamos a más velocidad que los pericos verdes que viven en las palmeras de Parque Guell, él se acercaba por atrás y nos sorprendía con un rugido. Cuando nos volvimos difíciles de "asustar", comenzó a elegir otras víctimas: el barman que le sonreía mientras hacía mojitos, algún vecino de mesa, los transeúntes que pasaban por ahí y miraban nuestra mesa con un poco de envidia.
Hizo dos amigos - primero un niño pequeño que, curiosamente, se parecía mucho a él. Y el niño también se convirtió en león y se persiguieron durante muchos minutos, rugiendo a cual más de fuerte. Más tarde, se acercó a ellos una niña francesa, con su madre. Ella era más precavida... pero cuando se fue el más pequeño (que parecía un poco más revoltoso) se acercó. No sé en qué hablaban. En niñ@, supongo. Se reían, corrían, daban vueltas.
Cayó un poco más la noche. La nena se fue a su mesa a comer y S se acercó a compartir con nosotras (a regañadientes) una crêpe de chocolate. Se debatía entre el sueño, el calor, el hambre y las ganas de seguir corriendo. Al final, decidió liberarse del abrazo materno y volvió a correr entre las mesas a encontrar a la niña. Ahí, hizo de león de nuevo y asustó a todos y cada uno de los comensales.
Decidimos irnos, por aquello del cansancio y la distancia. A nuestra salida, la niña corrió para alcanzarnos. "Dale un besito o un abrazo, dile adiós", dijo su madre. S, conquistador, la abrazó como quien abraza a un árbol y le plantó tremendos besos en las mejillas. Ella no quería separarse del abrazo. Quería bailar. Él no sabía bailar pero, a forma de premio de consolación, le dio otro beso. En un momento teníamos a todas las mesas mirando a los dos, abrazados en un cariño de esos verdaderos y efímeros que sólo se dan en el verano.
Mientras S agitaba su manita diciendo adiós, la nena se puso a llorar. No podíamos quedarnos más. Ella quería bailar. Él tenía que irse. Se me encogió un poco el corazón. Él, quizá sabiéndolo, tomó más fuerte la mano de su mamá, se metió el chupón a la boca y me extendió la otra mano para que bajáramos juntos. Mas tarde, aceptó que fuera yo un rato y no siempre su madre quien lo abrazara en el descenso de la montaña.
Quizá deberé despedirme de esta ciudad en algún momento. Quizá aquella gente de la que me he despedido con lágrimas, con abrazos, con besos ya no se acuerde de mí. Pero yo pido en mis oraciones de verano nunca olvidarme de la noche que un león transfigurado hizo reír a medio restaurante y se quedó un poco adormilado entre mis brazos.
Como ha aprendido a imitar a muchos animales, en las últimas semanas uno de los entretenimientos principales es ir por ahí, haciendo como vaca/león/elefante/gato/perro. Esta tarde, que nos internamos en el bosque de Montjuic para ir a cenar mientras veíamos el puerto y los aviones que se acercan, el personaje que asumió fue el de león. Entonces, mientras su madre y yo platicábamos a más velocidad que los pericos verdes que viven en las palmeras de Parque Guell, él se acercaba por atrás y nos sorprendía con un rugido. Cuando nos volvimos difíciles de "asustar", comenzó a elegir otras víctimas: el barman que le sonreía mientras hacía mojitos, algún vecino de mesa, los transeúntes que pasaban por ahí y miraban nuestra mesa con un poco de envidia.
Hizo dos amigos - primero un niño pequeño que, curiosamente, se parecía mucho a él. Y el niño también se convirtió en león y se persiguieron durante muchos minutos, rugiendo a cual más de fuerte. Más tarde, se acercó a ellos una niña francesa, con su madre. Ella era más precavida... pero cuando se fue el más pequeño (que parecía un poco más revoltoso) se acercó. No sé en qué hablaban. En niñ@, supongo. Se reían, corrían, daban vueltas.
Cayó un poco más la noche. La nena se fue a su mesa a comer y S se acercó a compartir con nosotras (a regañadientes) una crêpe de chocolate. Se debatía entre el sueño, el calor, el hambre y las ganas de seguir corriendo. Al final, decidió liberarse del abrazo materno y volvió a correr entre las mesas a encontrar a la niña. Ahí, hizo de león de nuevo y asustó a todos y cada uno de los comensales.
Decidimos irnos, por aquello del cansancio y la distancia. A nuestra salida, la niña corrió para alcanzarnos. "Dale un besito o un abrazo, dile adiós", dijo su madre. S, conquistador, la abrazó como quien abraza a un árbol y le plantó tremendos besos en las mejillas. Ella no quería separarse del abrazo. Quería bailar. Él no sabía bailar pero, a forma de premio de consolación, le dio otro beso. En un momento teníamos a todas las mesas mirando a los dos, abrazados en un cariño de esos verdaderos y efímeros que sólo se dan en el verano.
Mientras S agitaba su manita diciendo adiós, la nena se puso a llorar. No podíamos quedarnos más. Ella quería bailar. Él tenía que irse. Se me encogió un poco el corazón. Él, quizá sabiéndolo, tomó más fuerte la mano de su mamá, se metió el chupón a la boca y me extendió la otra mano para que bajáramos juntos. Mas tarde, aceptó que fuera yo un rato y no siempre su madre quien lo abrazara en el descenso de la montaña.
Quizá deberé despedirme de esta ciudad en algún momento. Quizá aquella gente de la que me he despedido con lágrimas, con abrazos, con besos ya no se acuerde de mí. Pero yo pido en mis oraciones de verano nunca olvidarme de la noche que un león transfigurado hizo reír a medio restaurante y se quedó un poco adormilado entre mis brazos.
18.7.13
Regalos
Desde un par de calles abajo, se escuchaba la fiesta. Las risas. El rumor de los pies bailando. De pronto, en aquella esquina, fuera del bar, la gente se apretujaba enfrente del pequeño escenario. Nada como un concierto en vivo que es para los doscientos mortales que alcanzan a rodear el escenario, que se comparten amablemente un pedacito de suelo para bailar, con vueltas y todo.
"Ella... ella es un regalo que me dejó X...". Así fui presentada. En realidad, ella - quien me presentaba a mí - es un regalo que me dejó alguien más. Cuestiones extrañas - el tener parejas con idiomas que me eran extraños me ha llevado a las escuelas de idiomas y a encontrar en mis profesoras amigas entrañables.
Este año, las dos se despiden de la ciudad. Me dejan un poco huérfana. Pero no era día de pensar en eso sino de reirse, de bailar un poco con la fiesta. Es verano: la gente vamos guapa de verano. Sudamos, llevamos la peor ropa del mundo, el maquillaje (si hubiera) se correría... pero no importa. Lo que nos hace guapos son las ganas de bailar, de reirnos, de conocer gente, de palmear y gritar frente a los acordes de unos músicos quienes - también muertos de calor - se suman a la fiesta y la incitan, como dueños del lugar.
Mientras bailábamos, nos reíamos, viví aquello de los primeros tiempos. De ser considerada de pronto amiga en un grupo grande. "Si vienes con ella, vienes con nosotros". Verme de pronto con un vaso de cerveza fría en la mano que pasa, de mano en mano, porque lo suyo es que no se caliente ni se derrame. Y otro. Y en algún momento salir yo por la ronda, por las que me caben en la mano. Regresar a seguir bailando.
De pronto, en el escenario, alguien conocido. En esta ciudad, Manu Chao es una institución. La última vez que lo ví fue justo con ella, en este bar, pero se había terminado el concierto cuando llegué. Antes de eso una vez, en un concierto masivo, donde alcanzaba a verlo a duras penas entre miles de personas. Y así, como regalo del verano, se subió y estuvo 40 minutos tocando con toda su banda.
Era como si fuera mi cumpleaños - la vi y entendí de nuevo que a veces somos cortos en evaluar las herencias de lo que se acaba. Ella era también mi regalo. Y sus amigos con los que bailé y me reí y me sentí en casa. Y el calor, el sudor que bajaba con mi espalda y me hacía sentir viva. Las risas. Las miradas que se cruzaban. La caminata en calma hasta casa. La lluvia que cayó incesantemente hasta dormirme...
Esta mañana me sentía agradecida. Y por eso, por todo, lo cuento.
"Ella... ella es un regalo que me dejó X...". Así fui presentada. En realidad, ella - quien me presentaba a mí - es un regalo que me dejó alguien más. Cuestiones extrañas - el tener parejas con idiomas que me eran extraños me ha llevado a las escuelas de idiomas y a encontrar en mis profesoras amigas entrañables.
Este año, las dos se despiden de la ciudad. Me dejan un poco huérfana. Pero no era día de pensar en eso sino de reirse, de bailar un poco con la fiesta. Es verano: la gente vamos guapa de verano. Sudamos, llevamos la peor ropa del mundo, el maquillaje (si hubiera) se correría... pero no importa. Lo que nos hace guapos son las ganas de bailar, de reirnos, de conocer gente, de palmear y gritar frente a los acordes de unos músicos quienes - también muertos de calor - se suman a la fiesta y la incitan, como dueños del lugar.
Mientras bailábamos, nos reíamos, viví aquello de los primeros tiempos. De ser considerada de pronto amiga en un grupo grande. "Si vienes con ella, vienes con nosotros". Verme de pronto con un vaso de cerveza fría en la mano que pasa, de mano en mano, porque lo suyo es que no se caliente ni se derrame. Y otro. Y en algún momento salir yo por la ronda, por las que me caben en la mano. Regresar a seguir bailando.
De pronto, en el escenario, alguien conocido. En esta ciudad, Manu Chao es una institución. La última vez que lo ví fue justo con ella, en este bar, pero se había terminado el concierto cuando llegué. Antes de eso una vez, en un concierto masivo, donde alcanzaba a verlo a duras penas entre miles de personas. Y así, como regalo del verano, se subió y estuvo 40 minutos tocando con toda su banda.
Era como si fuera mi cumpleaños - la vi y entendí de nuevo que a veces somos cortos en evaluar las herencias de lo que se acaba. Ella era también mi regalo. Y sus amigos con los que bailé y me reí y me sentí en casa. Y el calor, el sudor que bajaba con mi espalda y me hacía sentir viva. Las risas. Las miradas que se cruzaban. La caminata en calma hasta casa. La lluvia que cayó incesantemente hasta dormirme...
Esta mañana me sentía agradecida. Y por eso, por todo, lo cuento.
15.7.13
Cosorristas
Durante los meses de verano, uno comienza a protegerse de cosas diferentes de lo que se protege usualmente. Son preocupación el sol, las altas concentraciones de mercurio en ciertos pescados, la celulitis, la barriga que es inconfundible en bañador, las resacas a mitad de semana, las olas demasiado altas o los comportamientos de "riesgo" dentro del mar que puedan ahogarte...
Era sábado, inicios de julio, en Sant Pol de Mar. En la playa junto al parque, a las seis de la tarde, una familia se bañaba y tomaba el sol. Madre, padre, hija de siete/ocho, hijo de cuatro/cinco. Yo intentaba concentrarme en la lectura de un cuento bajo el sol de la tarde y el viento fresco. Los niños hablaban fuerte. Primero ella: "¡Anda, mamá!... Tú nunca quieres meterte al agua... ¿Alguna vez te metías al agua? ¿Cuando eras niña? ¿Y no querías que tu mamá se metiera contigo, ¿ver?". Escuché el chantaje, pero no la respuesta. Los decibeles de la madre eran mucho más bajos que los de la hija, que después de un rato se cansó y se fue a nadar en el agua transparente.
A veinte metros detrás, los socorristas de la Cruz Roja recogían los bártulos después del día de trabajo. Se escuchaban carcajadas mezcladas con el agua que lavaba el suelo de su chiringuito. El cuento del hombre que pensó que estaba en una playa naturista y fue invitado, correctamente, a ponerse los calzoncillos o a regresarse a su casa. Más risas. Más trajín.
El niño los estuvo mirando. Volvía a su juego de arena y luego los miraba. Se fue a bañar con su hermana y después, cuando los de la Cruz Roja se habían ido, preguntó a su papá - a voz en cuello: "Papá... y ahora que se han ido los cosorristas, ¿qué pasará si a alguien le pasa algo?".
Había duda genuina, pero no preocupación. Al final y al cabo, él estaba con su papá, que todo lo sabe. El hombre contestó, pero tampoco oí la respuesta. Seguí sintiendo el sol de tarde en mi espalda y reímos, pensando en los "cosorristas". En verano, en la vida, a veces, los cosorristas desaparecen. O uno se esconde de ellos: ya sea la ciudad, el móvil, el equipaje que puedes traer a los treintaitantos años. Y es a veces en ese escape cuando te acuerdas de quien eras. Cuando dejas de protegerte, te toca el sol, la brisa, llegan las lágrimas, las risas, el deseo, el olvido. Todo llega, como las olas. Y se va, como las olas.
Y sonríes en lugar de tener miedo.
Era sábado, inicios de julio, en Sant Pol de Mar. En la playa junto al parque, a las seis de la tarde, una familia se bañaba y tomaba el sol. Madre, padre, hija de siete/ocho, hijo de cuatro/cinco. Yo intentaba concentrarme en la lectura de un cuento bajo el sol de la tarde y el viento fresco. Los niños hablaban fuerte. Primero ella: "¡Anda, mamá!... Tú nunca quieres meterte al agua... ¿Alguna vez te metías al agua? ¿Cuando eras niña? ¿Y no querías que tu mamá se metiera contigo, ¿ver?". Escuché el chantaje, pero no la respuesta. Los decibeles de la madre eran mucho más bajos que los de la hija, que después de un rato se cansó y se fue a nadar en el agua transparente.
A veinte metros detrás, los socorristas de la Cruz Roja recogían los bártulos después del día de trabajo. Se escuchaban carcajadas mezcladas con el agua que lavaba el suelo de su chiringuito. El cuento del hombre que pensó que estaba en una playa naturista y fue invitado, correctamente, a ponerse los calzoncillos o a regresarse a su casa. Más risas. Más trajín.
El niño los estuvo mirando. Volvía a su juego de arena y luego los miraba. Se fue a bañar con su hermana y después, cuando los de la Cruz Roja se habían ido, preguntó a su papá - a voz en cuello: "Papá... y ahora que se han ido los cosorristas, ¿qué pasará si a alguien le pasa algo?".
Había duda genuina, pero no preocupación. Al final y al cabo, él estaba con su papá, que todo lo sabe. El hombre contestó, pero tampoco oí la respuesta. Seguí sintiendo el sol de tarde en mi espalda y reímos, pensando en los "cosorristas". En verano, en la vida, a veces, los cosorristas desaparecen. O uno se esconde de ellos: ya sea la ciudad, el móvil, el equipaje que puedes traer a los treintaitantos años. Y es a veces en ese escape cuando te acuerdas de quien eras. Cuando dejas de protegerte, te toca el sol, la brisa, llegan las lágrimas, las risas, el deseo, el olvido. Todo llega, como las olas. Y se va, como las olas.
Y sonríes en lugar de tener miedo.
10.7.13
Beatriz
"Mamá... pero si yo me quiero quedar en mi casa...". Y Beatriz iba y venía, subida en un tren, desde un pueblo del interior de Jalisco hasta Colima, a estudiar. Porque su madre no iba a dejarla en su casa, sin aprender, sin crecer, sin mejorar. La quería en movimiento. Y así la enviaba a estudiar, a recorrer los campos en compañía de sus hermanos y subida a un caballo - cosa que a Beatriz no le gustaba nada.
Pero ella iba. Por obediente, porque le tocaba. Porque sabía de los momentos del tiempo, de las obligaciones, de lo que cambia. Poco a poco se le fueron acabando sus años de niñez. Se casó a los 19 y comenzó a criar hijos. Y de esos hijos, salieron algunos nietos que, a diferencia de ella, no quisimos quedarnos en casa.
Ahora, cada que voy a su casa, me rodea con su abrazo de árbol. Un abrazo que protege contra los vientos. Con el paso de los años, me parece, me mira con otros ojos - que cada vez yo también entiendo más. Y está ahí, siempre, siempre. Diciéndome que tenga fé, que tenga paciencia, que me esfuerce. Que no me olvide de dónde vengo. Que no deje mi tierra (la de los pies, la de mis padres). Que busque aquí, pero regrese a allá, siempre. A ese lugar donde nunca, nunca dejarán de abrazarme.
Cumple 93 años y son un regalo. Siempre es un regalo tenerla, con su sonrisa tímida, con su amor que se demuestra en una cascada de oraciones sobre tu cabeza y un millón de cosas que comer. De ahí aprendí que el amor surge en los fogones: que no hay mejor manera de calentar un corazón aletargado que un té de canela o de limón con miel... y quizá un chorrito de tequila.
Me duele no estar para abrazarla pero llevo su abrazo tatuado. Y sus ojos, vigilantes, que confían en mis pasos. Y que entienden que, aunque físicamente no me haya querido quedar en casa, sigo ahí, siempre, junto a ella.
Pero ella iba. Por obediente, porque le tocaba. Porque sabía de los momentos del tiempo, de las obligaciones, de lo que cambia. Poco a poco se le fueron acabando sus años de niñez. Se casó a los 19 y comenzó a criar hijos. Y de esos hijos, salieron algunos nietos que, a diferencia de ella, no quisimos quedarnos en casa.
Ahora, cada que voy a su casa, me rodea con su abrazo de árbol. Un abrazo que protege contra los vientos. Con el paso de los años, me parece, me mira con otros ojos - que cada vez yo también entiendo más. Y está ahí, siempre, siempre. Diciéndome que tenga fé, que tenga paciencia, que me esfuerce. Que no me olvide de dónde vengo. Que no deje mi tierra (la de los pies, la de mis padres). Que busque aquí, pero regrese a allá, siempre. A ese lugar donde nunca, nunca dejarán de abrazarme.
Cumple 93 años y son un regalo. Siempre es un regalo tenerla, con su sonrisa tímida, con su amor que se demuestra en una cascada de oraciones sobre tu cabeza y un millón de cosas que comer. De ahí aprendí que el amor surge en los fogones: que no hay mejor manera de calentar un corazón aletargado que un té de canela o de limón con miel... y quizá un chorrito de tequila.
Me duele no estar para abrazarla pero llevo su abrazo tatuado. Y sus ojos, vigilantes, que confían en mis pasos. Y que entienden que, aunque físicamente no me haya querido quedar en casa, sigo ahí, siempre, junto a ella.
9.7.13
Nostalgias (Verano, bis)
Al despertar, en el teléfono, ve la fecha. Y se imagina hace un año, corriendo por los pasillos de su casa recién alquilada, con las cosas aún en cajas, nada bien acomodado. Todavía no era su casa. No había tenido tiempo de hacerla suya - ni falta que hacía. Ya regresarían y la harían de los dos.
Caminando después por las calles casi ahogadas de calor, pero aún era muy temprano. Con dos maletas llenas de cosas, de esperanzas. Y las esperanzas - resulta, y lo sabe ahora - pesan. Más de lo que parece.
Y aeropuerto, y avión, y noodles y películas con sonido malo. Y otro océano, aunque parezca el mismo. Y otro hemisferio. Y llegar y verlo, con su sonrisa media torcida, sus flores acaloradas en la mano. Y acomodar la cabeza en ese hueco de su abrazo.
Fue un verano de esos de los que no se puede contar mucho: se acaba diciendo que estaba feliz. Que leía, dormía, reía, comía, abrazaba, miraba las estrellas. Con esperanzas, de esas que enrarecen el ambiente sin que nadie, aparentemente, se dé cuenta.
Pero ha pasado un año. Y está en otra casa, que tampoco es suya, pero no tiene necesidad de hacer suya. Es un préstamo, un sitio en donde nada molesta, nada recuerda. Sólo el calendario. Pero hoy no le espera un vuelo: le espera una página ya no en blanco, pero aún muy vacía de cosas por escribir. Un sillón para acomodarse. Un día completo para llenar de cifras, de estadísticas, de otra cosa que no sea la nostalgia.
Y se sonríe, a medias. La nostalgia nos dice que ya hemos pasado cosas buenas. Intuimos que podremos leer, dormir, reir, comer, abrazar, mirar las estrellas. Disfrutar de todas esas cosas que pasarán, otra vez, como el tiempo y los veranos.
Caminando después por las calles casi ahogadas de calor, pero aún era muy temprano. Con dos maletas llenas de cosas, de esperanzas. Y las esperanzas - resulta, y lo sabe ahora - pesan. Más de lo que parece.
Y aeropuerto, y avión, y noodles y películas con sonido malo. Y otro océano, aunque parezca el mismo. Y otro hemisferio. Y llegar y verlo, con su sonrisa media torcida, sus flores acaloradas en la mano. Y acomodar la cabeza en ese hueco de su abrazo.
Fue un verano de esos de los que no se puede contar mucho: se acaba diciendo que estaba feliz. Que leía, dormía, reía, comía, abrazaba, miraba las estrellas. Con esperanzas, de esas que enrarecen el ambiente sin que nadie, aparentemente, se dé cuenta.
Pero ha pasado un año. Y está en otra casa, que tampoco es suya, pero no tiene necesidad de hacer suya. Es un préstamo, un sitio en donde nada molesta, nada recuerda. Sólo el calendario. Pero hoy no le espera un vuelo: le espera una página ya no en blanco, pero aún muy vacía de cosas por escribir. Un sillón para acomodarse. Un día completo para llenar de cifras, de estadísticas, de otra cosa que no sea la nostalgia.
Y se sonríe, a medias. La nostalgia nos dice que ya hemos pasado cosas buenas. Intuimos que podremos leer, dormir, reir, comer, abrazar, mirar las estrellas. Disfrutar de todas esas cosas que pasarán, otra vez, como el tiempo y los veranos.
6.7.13
Interruptor
Entró a consulta con los hombros casi rozándole las orejas. El pecho hacia delante. Arrastraba un poco los pies. Si la hubiesen puesto contra una pared, ella hubiera notado cómo su cuerpo estaba chueco, lastimado; su espalda con los músculos enmarañados. "¿Qué tal, cómo va todo?", dijo la terapeuta. "Bien. Todo bien... sólo el dolor de espalda y cuello".
Conforme continuaron las preguntas, intentando responderlas con sinceridad, se dió cuenta que no, que las cosas no iban bien. Que no era sólo el dolor de espalda y cuello. El estómago, la boca, el sueño, la vigilia, la comida, el ayuno... todo acumulaba. Su lengua estaba erizada y sucia. Los ojos ahí, en el confort de la oficina del terapeuta, se arrasaban de agua de vez en cuando.
Después del diagnóstico, se subió a la camilla. Sintió las manos de la terapeuta como algo extraño a su cuerpo, que la tocaba, que le transmitía calor. La falta de contacto humano, podía ser. Poco a poco los músculos de su espalda y sus hombros comenzaron a ceder, a regañadientes.
"Date la vuelta".
Con los ojos cerrados, sintió las manos de la terapeuta encontrando puntos en su cabeza. Escuchó el tintineo de las agujas. Un sudor frío recorrío una parte de su espalda. Otra vez el miedo. No pensar en las agujas. No pensar.
Y de pronto el pequeñísimo pulso en el centro de la cabeza. Luego, otros más a los lados. Otro pincho en pecho, abajo del cuello. En el vientre, tres. En los costados. Entre el índice y el pulgar de cada mano. A los lados de las rodillas. En el pie, después del dedo gordo. Auch. Ese siempre, siempre duele. Sobre los pinchos - que no se sienten, pero se sabe que existen - en calor y el olor de moxa. La habitación entera oliendo a incienso. "¿Te duele alguno? Respira y vengo en un momento".
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez, y el cuerpo estaba, aún, demasiado en tensión. Y de pronto, de la aguja de la cabeza, una sensación de apertura: un torrente de agua escurriéndole por los ojos cerrados, por las mejillas... Hasta que una de las gotas cae en la oreja, se desliza. Con temor, se mueve para que el agua no entre del todo a sus oídos - teme al dolor. A ese dolor. Nada pasa: gira y la lágrima sale del conducto auditivo, se queda por ahi, secándose.
No duerme. No abre los ojos. Está. Escucha los sonidos del pasillo, otros pacientes llegando y saliendo. El murmullo de la ciudad detrás de las puertas. La música en el altavoz, tranquilizadora. Respira una vez. Todo el aire adentro del cuerpo, hacia las costillas, a llegar al plexo. Y afuera. Otra vez adentro: como una luz que llena el pecho, baja los hombros, libera las costillas. Fuera.
No sabe en dónde localizarlo exactamente, pero en su costado derecho, se cambia de lugar un interruptor. La sensación es similar a si ella fuera una muñeca de baterías, de cuerda. El interruptor cambia el modo de su cuerpo. De apagado a encendido. De dormido a despierto. De ahí a acá.
Intenta dormir pero no lo consigue. Cuando regresa la terapeuta, tiene los ojos abiertos, aunque no ve ninguna de las agujas. Vuelve a cerrarlos y escucha el tintineo de las agujas al caer en un vaso de cristal. "Lista. Tómate tu tiempo".
Sale de ahí con el cuerpo, el cabello oliendo a incienso. Se mira - tiene este hábito - en el aparador de una tienda. Es la misma. Pareciera que no hay nada diferente.
Y aún así, ella sabe que alguien cambió el interruptor. Y se pregunta qué querrá decir.
Conforme continuaron las preguntas, intentando responderlas con sinceridad, se dió cuenta que no, que las cosas no iban bien. Que no era sólo el dolor de espalda y cuello. El estómago, la boca, el sueño, la vigilia, la comida, el ayuno... todo acumulaba. Su lengua estaba erizada y sucia. Los ojos ahí, en el confort de la oficina del terapeuta, se arrasaban de agua de vez en cuando.
Después del diagnóstico, se subió a la camilla. Sintió las manos de la terapeuta como algo extraño a su cuerpo, que la tocaba, que le transmitía calor. La falta de contacto humano, podía ser. Poco a poco los músculos de su espalda y sus hombros comenzaron a ceder, a regañadientes.
"Date la vuelta".
Con los ojos cerrados, sintió las manos de la terapeuta encontrando puntos en su cabeza. Escuchó el tintineo de las agujas. Un sudor frío recorrío una parte de su espalda. Otra vez el miedo. No pensar en las agujas. No pensar.
Y de pronto el pequeñísimo pulso en el centro de la cabeza. Luego, otros más a los lados. Otro pincho en pecho, abajo del cuello. En el vientre, tres. En los costados. Entre el índice y el pulgar de cada mano. A los lados de las rodillas. En el pie, después del dedo gordo. Auch. Ese siempre, siempre duele. Sobre los pinchos - que no se sienten, pero se sabe que existen - en calor y el olor de moxa. La habitación entera oliendo a incienso. "¿Te duele alguno? Respira y vengo en un momento".
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez, y el cuerpo estaba, aún, demasiado en tensión. Y de pronto, de la aguja de la cabeza, una sensación de apertura: un torrente de agua escurriéndole por los ojos cerrados, por las mejillas... Hasta que una de las gotas cae en la oreja, se desliza. Con temor, se mueve para que el agua no entre del todo a sus oídos - teme al dolor. A ese dolor. Nada pasa: gira y la lágrima sale del conducto auditivo, se queda por ahi, secándose.
No duerme. No abre los ojos. Está. Escucha los sonidos del pasillo, otros pacientes llegando y saliendo. El murmullo de la ciudad detrás de las puertas. La música en el altavoz, tranquilizadora. Respira una vez. Todo el aire adentro del cuerpo, hacia las costillas, a llegar al plexo. Y afuera. Otra vez adentro: como una luz que llena el pecho, baja los hombros, libera las costillas. Fuera.
No sabe en dónde localizarlo exactamente, pero en su costado derecho, se cambia de lugar un interruptor. La sensación es similar a si ella fuera una muñeca de baterías, de cuerda. El interruptor cambia el modo de su cuerpo. De apagado a encendido. De dormido a despierto. De ahí a acá.
Intenta dormir pero no lo consigue. Cuando regresa la terapeuta, tiene los ojos abiertos, aunque no ve ninguna de las agujas. Vuelve a cerrarlos y escucha el tintineo de las agujas al caer en un vaso de cristal. "Lista. Tómate tu tiempo".
Sale de ahí con el cuerpo, el cabello oliendo a incienso. Se mira - tiene este hábito - en el aparador de una tienda. Es la misma. Pareciera que no hay nada diferente.
Y aún así, ella sabe que alguien cambió el interruptor. Y se pregunta qué querrá decir.
26.6.13
La chica que bailaba
Estaba vestida como alguien que viene o va del gimnasio. Llevaba una coleta alta y un fleco que le cubría un poco por debajo de las cejas. Movía la cabeza, constantemente. Pero no por el fleco. Se estaba mirando en el reflejo de una tienda de colchones en algún punto de Avenida Meridiana. De cuando en cuando se llevaba las manos a los auriculares, para escuchar más la música, para enfatizar un movimiento. Intentaba ser discreta, pero quien la mirara con cuidado encontraría los signos de su cuerpo delatándola: estaba ensayando algo, un baile. No ponía toda la intención, sino que simplemente marcaba en corto cada desplazamiento, cada levantamiento de rodilla, punta, talón.. parecía como que diera pequeñísimos saltos de un sitio a otro. Movimientos diminutos que esperaran agua, espacio, tiempo para crecer.
A veces miraba hacia la avenida, hacia el parabús desde donde yo la observaba. Ella también estaba esperando. Pero aprovechaba el tiempo para mirarse en el reflejo e imaginarse, seguramente, en otro sitio. Bajo el primer sol inclemente de un verano tímido, ella se transportaba a un teatro, un escenario, enfrente a un público.
Y bailaba. Bailaba sin parar.
Entonces llegó su autobús. Y yo decidí irme en el metro - viéndola bailar en mi cabeza.
A veces miraba hacia la avenida, hacia el parabús desde donde yo la observaba. Ella también estaba esperando. Pero aprovechaba el tiempo para mirarse en el reflejo e imaginarse, seguramente, en otro sitio. Bajo el primer sol inclemente de un verano tímido, ella se transportaba a un teatro, un escenario, enfrente a un público.
Y bailaba. Bailaba sin parar.
Entonces llegó su autobús. Y yo decidí irme en el metro - viéndola bailar en mi cabeza.
21.6.13
El verano
se parece tanto al amor.
comienza sin querer, sin mostrarse del todo - pero lo intuyes en todas sus dimensiones. te besa cuando estás descuidada. llega hasta a tí cuando más lo estabas llamando. te suelta una tonelada de mariposas en el estómago - y las recuerdas cada vez que piensas en él. es el día más largo, la noche más corta. todas las noches con él te parecen cortas. te apetece pasar el tiempo desnuda. pasearte por la casa disfrutando de la manera en cómo te mira, cómo te toca cada milímetro de la piel.
te hace reír. está lleno de promesas, de imaginaciones, de esperanzas, de viajes, de proyectos. es como un mar: en calma a veces, otras lleno de olas y desvarios. es un libro por leer, un cuaderno blanco que llenar de letras. un bosque para perderte.
saca lo mejor y lo peor de ti, de tu cuerpo. tu dulzura, tu pereza, tus olores, tus crisis, tus trayectos. te hace mirarte al espejo y descubrir lo que habías estado escondiendo durante tanto tiempo, bajo las ropas, bajo las dudas. te hace desear ser mejor para ti, para él. te hace pensar en eso que aún podrías ser y a veces te olvidas.
sabes que, aunque lo parezca, no durará para siempre. sabes que te hará muy feliz - tanto que sentirás que no cabes en el cuerpo. y, por la misma ecuación, sabes que sufrirás cuando termine. que lo añorarás. que alguna lágrima caerá por él en más de alguna esquina.
pero también sabes que, si eres paciente y tienes un poco de suerte, comenzará de nuevo. que nunca será el mismo, nunca vendrá de la misma manera. pero tienes esperanza de vivirlo otra vez.
como el amor.
comienza sin querer, sin mostrarse del todo - pero lo intuyes en todas sus dimensiones. te besa cuando estás descuidada. llega hasta a tí cuando más lo estabas llamando. te suelta una tonelada de mariposas en el estómago - y las recuerdas cada vez que piensas en él. es el día más largo, la noche más corta. todas las noches con él te parecen cortas. te apetece pasar el tiempo desnuda. pasearte por la casa disfrutando de la manera en cómo te mira, cómo te toca cada milímetro de la piel.
te hace reír. está lleno de promesas, de imaginaciones, de esperanzas, de viajes, de proyectos. es como un mar: en calma a veces, otras lleno de olas y desvarios. es un libro por leer, un cuaderno blanco que llenar de letras. un bosque para perderte.
saca lo mejor y lo peor de ti, de tu cuerpo. tu dulzura, tu pereza, tus olores, tus crisis, tus trayectos. te hace mirarte al espejo y descubrir lo que habías estado escondiendo durante tanto tiempo, bajo las ropas, bajo las dudas. te hace desear ser mejor para ti, para él. te hace pensar en eso que aún podrías ser y a veces te olvidas.
sabes que, aunque lo parezca, no durará para siempre. sabes que te hará muy feliz - tanto que sentirás que no cabes en el cuerpo. y, por la misma ecuación, sabes que sufrirás cuando termine. que lo añorarás. que alguna lágrima caerá por él en más de alguna esquina.
pero también sabes que, si eres paciente y tienes un poco de suerte, comenzará de nuevo. que nunca será el mismo, nunca vendrá de la misma manera. pero tienes esperanza de vivirlo otra vez.
como el amor.
20.6.13
Cocina Internacional
Afortunada, me toca viajar cada par de meses a una ciudad europea diferente para discutir un proyecto común que - con suerte - verá la luz en 2014. Soy algo así como la adoptada del equipo, así que me invitan de una ciudad a otra, a donde llego sin muchas expectativas de turismo (viaje relámpago), pero sí de conocer algo de la cultura local... por lo menos la cerveza o la gastronomía. Pero eso, sin embargo, es lo que de alguna manera improbable siempre evitamos. O por lo menos la noción clásica de gastronomía local.
Todo comenzó con la primera reunión, en Berlín. No sé por qué pensé que terminaríamos comiendo chucrut, salchichas o algo así, pero la organizadora nos llevo a un muy cool restaurante vietnamita. Siendo absolutamente sinceros, en esa ciudad tan hip la comida oriental era de rabiosa actualidad y muy, muy de ahí. El resultado de aquella primera noche fue que acabamos tomando cervezas en el bar de hotel, porque nos quedamos con la curiosidad de la cerveza local (en el restaurante, sólo tailandesas o chinas).
Meses después, en Londres, la elección fue aún más curiosa. La cena de trabajo fue en un restaurante italiano justo enfrente a una estación de tren. A medio camino entre el restaurante, la estación y el sitio donde nos reuníamos, hace años yo había comido en un restaurante etíope. O sea que, en realidad, también todo era muy londoner. Pero en el italiano sólo había cerveza italiana. Por lo tanto, ese día las últimas cervezas cayeron en un pub al lado del hotel, de donde nos sacaron con la habitual campanita.
Hoy, en Varsovia, al parecer la comida sí se sirvió en un restaurante típicamente polaco. La cuestión es que mi conexión de vuelos se retrasó y yo no llegué para comer. Pero la cena oficial fue en un restaurante turco. Los alemanes hicieron la broma obligada y alguien preguntó que si había mucha inmigración turca en Polonia. La respuesta de nuestro anfitrión polaco fue que no, pero que el sitio cumplía con las 3b's de bueno, bonito y barato que también habían cumplido en Berlín y en Londres los otros restaurantes. Así que gracias a una carta en inglés, comimos berenjena y cordero en un restaurante turco en Polonia. Era, de alguna manera, una buena forma de hacer honor a lo que pasaba en Taksim.
Dos cosas diferentes esta vez, sin embargo: una, que la cerveza polaca cayó directamente en el restaurant, así que nada de afterhours en un bar local. Y la segunda, que no tiene nada que ver, pero tiene todo que ver: el dueño del restaurante turco era, probablemente, uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida a distancia razonable.
No, no tomé fotos. Me conformo con pensar que su imagen no se irá de mi memoria.
Todo comenzó con la primera reunión, en Berlín. No sé por qué pensé que terminaríamos comiendo chucrut, salchichas o algo así, pero la organizadora nos llevo a un muy cool restaurante vietnamita. Siendo absolutamente sinceros, en esa ciudad tan hip la comida oriental era de rabiosa actualidad y muy, muy de ahí. El resultado de aquella primera noche fue que acabamos tomando cervezas en el bar de hotel, porque nos quedamos con la curiosidad de la cerveza local (en el restaurante, sólo tailandesas o chinas).
Meses después, en Londres, la elección fue aún más curiosa. La cena de trabajo fue en un restaurante italiano justo enfrente a una estación de tren. A medio camino entre el restaurante, la estación y el sitio donde nos reuníamos, hace años yo había comido en un restaurante etíope. O sea que, en realidad, también todo era muy londoner. Pero en el italiano sólo había cerveza italiana. Por lo tanto, ese día las últimas cervezas cayeron en un pub al lado del hotel, de donde nos sacaron con la habitual campanita.
Hoy, en Varsovia, al parecer la comida sí se sirvió en un restaurante típicamente polaco. La cuestión es que mi conexión de vuelos se retrasó y yo no llegué para comer. Pero la cena oficial fue en un restaurante turco. Los alemanes hicieron la broma obligada y alguien preguntó que si había mucha inmigración turca en Polonia. La respuesta de nuestro anfitrión polaco fue que no, pero que el sitio cumplía con las 3b's de bueno, bonito y barato que también habían cumplido en Berlín y en Londres los otros restaurantes. Así que gracias a una carta en inglés, comimos berenjena y cordero en un restaurante turco en Polonia. Era, de alguna manera, una buena forma de hacer honor a lo que pasaba en Taksim.
Dos cosas diferentes esta vez, sin embargo: una, que la cerveza polaca cayó directamente en el restaurant, así que nada de afterhours en un bar local. Y la segunda, que no tiene nada que ver, pero tiene todo que ver: el dueño del restaurante turco era, probablemente, uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida a distancia razonable.
No, no tomé fotos. Me conformo con pensar que su imagen no se irá de mi memoria.
18.6.13
El día que fui Lola
No sé si me tomaron el pelo, pero me dijeron que se llamaban Lía y Laia. No eran hermanas, pero sí del mismo tamaño y con un look muy parecido: camiseta color pastel, falda amplia y converse claritos. De esos converse que yo siempre he envidiado porque son botas y tienen cremallera. Cosa magnífica.
Eran parte de esa raza nueva que se ve cada vez con más frecuencia en los festivales: los hijos de los festivaleros, que pasean por ahí con o sin auriculares inmunizadores al ruido. Estas iban sin - y gritaban lo suficiente para desafiar al DJ de turno.
Las había visto un rato atrás, de la mano de algún adulto. Pero cuando se acercaron a mi, iban solas: "¡Looooolaaaaaaa!" gritaron y literalmente se me echaron encima. Una de ellas incluso me tacleó. Cálculo que pesaba unos 14 kilos, no más. "Hola, Lola", me dijo entre carcajadas. La otra dudó. "¿Eres Lola?". "No, no soy Lola". "Sí, sí eres", afirmaban dando saltitos a mi alrededor como duendecillos de la música electrónica.
De pronto la más tremenda - la que se me había abalanzado encima - miró a la otra y le señaló: "mira". Señalaban mi brazo. Y mi espalda. En un lugar donde la media de la gente lucía sendos tatuajes, descubrieron con sorpresa que yo tengo lunares. Muchos lunares. "¿Qué son?". "Lunares". Silencio. "¿Te los quito?", ofreció, solícita.
Se fue contra mi brazo derecho y dos lunares muy redondos. Mientras sus uñitas afiladas se encajaban en mi piel, yo comenzaba a preguntarme dónde estaban los papás de las modernitititas. Mireia le dijo que no me lastimara, que eso no saldría de ahí. Siguieron tocando mis pecas con franca desconfianza.
Entonces llegó una de las madres. A lo lejos, a unos veinte metros, les grito: "Niñas, vengan para acá. Digan adiós". No estaban muy convencidas, pero al segundo grito, claudicaron. "Adiós, Lola", dijeron mientras agitaban sus manitas y se iban brincando sobre el pasto artificial del Sónar, esquivando aquí una cerveza, allá a alguien que tomaba una siesta.
Pensé que quizá tenían ganas de hablar con un adulto. Y me quedé pensando quién será Lola. Quizá a mi también me caería bien.
Eran parte de esa raza nueva que se ve cada vez con más frecuencia en los festivales: los hijos de los festivaleros, que pasean por ahí con o sin auriculares inmunizadores al ruido. Estas iban sin - y gritaban lo suficiente para desafiar al DJ de turno.
Las había visto un rato atrás, de la mano de algún adulto. Pero cuando se acercaron a mi, iban solas: "¡Looooolaaaaaaa!" gritaron y literalmente se me echaron encima. Una de ellas incluso me tacleó. Cálculo que pesaba unos 14 kilos, no más. "Hola, Lola", me dijo entre carcajadas. La otra dudó. "¿Eres Lola?". "No, no soy Lola". "Sí, sí eres", afirmaban dando saltitos a mi alrededor como duendecillos de la música electrónica.
De pronto la más tremenda - la que se me había abalanzado encima - miró a la otra y le señaló: "mira". Señalaban mi brazo. Y mi espalda. En un lugar donde la media de la gente lucía sendos tatuajes, descubrieron con sorpresa que yo tengo lunares. Muchos lunares. "¿Qué son?". "Lunares". Silencio. "¿Te los quito?", ofreció, solícita.
Se fue contra mi brazo derecho y dos lunares muy redondos. Mientras sus uñitas afiladas se encajaban en mi piel, yo comenzaba a preguntarme dónde estaban los papás de las modernitititas. Mireia le dijo que no me lastimara, que eso no saldría de ahí. Siguieron tocando mis pecas con franca desconfianza.
Entonces llegó una de las madres. A lo lejos, a unos veinte metros, les grito: "Niñas, vengan para acá. Digan adiós". No estaban muy convencidas, pero al segundo grito, claudicaron. "Adiós, Lola", dijeron mientras agitaban sus manitas y se iban brincando sobre el pasto artificial del Sónar, esquivando aquí una cerveza, allá a alguien que tomaba una siesta.
Pensé que quizá tenían ganas de hablar con un adulto. Y me quedé pensando quién será Lola. Quizá a mi también me caería bien.
14.6.13
Chafardero, chismoso
Adjetivo. Dícese de una persona/entidad que cuenta lo que sabe, lo más pronto y claramente posible.
El cuerpo lo sabe. Todo. Incluso lo que tú no quieres saber. O no te has preguntado. Y te lo dice: todos los días, a cada paso. Ese dolor, esa incomodidad, esa sensación de que falta algo. El cuerpo lo sabe. Todo. Y te lo dice.
Ella lo vió, en su cara. Usualmente es mala para escuchar a su cuerpo. Y ese día, poco antes de dar por primera vez una clase nueva, de tres horas, en un grupo distinto, todo parecía mal. No se sentía en su piel. Como si el aire, al entrar por su nariz, no oxigenara su cuerpo. Algo faltaba. Algo sobraba. Pánico. Comenzó a respirar profundo. A explicarse cómo no temer a la audiencia (cómo, si al público se le teme por default). Entonces, apareció la opción de ir a dormir y recuperar fuerzas - de decirle al cuerpo: "sí, te escucho, tranquilo, ya vamos".
Mientras caminaba hacia casa, a la mitad de la calle, enfrente de ella, un amigo de su ex. De ese ex, el que todavía duele. No le había visto desde que aquello terminó. Ella bajó la vista y rezó porque él pasara de largo sin notarla - que fuera solamente una mancha en el panorama. Pero no, sí que la vió. Y en cuanto sus ojos se encontraron y se reconocieron, él comenzó a hablar sin detenerse:
Los traseúntes cruzan. Ha pasado un ciclo de semáforo, pensó. Y también se dió cuenta que su cuerpo, ese que lo sabe todo, ese chafardero que todo lo cuenta, quería decirle algo. Quería decir algo.
Caminó hasta casa y, sin lavarse los dientes ni quitarse la ropa de trabajo, se tiró a la cama. Agotada, se durmió.
Al despertar de la siesta, su cara había vuelto a su color normal. Era, al parecer, tan sólo una advertencia, pero clara. "Dí lo que tengas que decir. O me enfermo". La clase - esa de tres horas, en otro idioma, con un grupo que no conocía - le pareció extrañamente sencilla. Y su cuerpo, es cierto, descansó.
El cuerpo lo sabe. Todo. Incluso lo que tú no quieres saber. O no te has preguntado. Y te lo dice: todos los días, a cada paso. Ese dolor, esa incomodidad, esa sensación de que falta algo. El cuerpo lo sabe. Todo. Y te lo dice.
Ella lo vió, en su cara. Usualmente es mala para escuchar a su cuerpo. Y ese día, poco antes de dar por primera vez una clase nueva, de tres horas, en un grupo distinto, todo parecía mal. No se sentía en su piel. Como si el aire, al entrar por su nariz, no oxigenara su cuerpo. Algo faltaba. Algo sobraba. Pánico. Comenzó a respirar profundo. A explicarse cómo no temer a la audiencia (cómo, si al público se le teme por default). Entonces, apareció la opción de ir a dormir y recuperar fuerzas - de decirle al cuerpo: "sí, te escucho, tranquilo, ya vamos".
Mientras caminaba hacia casa, a la mitad de la calle, enfrente de ella, un amigo de su ex. De ese ex, el que todavía duele. No le había visto desde que aquello terminó. Ella bajó la vista y rezó porque él pasara de largo sin notarla - que fuera solamente una mancha en el panorama. Pero no, sí que la vió. Y en cuanto sus ojos se encontraron y se reconocieron, él comenzó a hablar sin detenerse:
"Ey, ¡hola! ¿cómo estás? ¿cómo va todo? ¿dónde está él? ¿estará en verano? ¿les apetece pasar unos días de vacaciones con nosotros? ¡hace tanto que no nos vemos! yo lo ví a él hace poco, pero no quedamos en nada. ¿cuándo lo veré?, ¿tú sabes?".Ella intentó pensar una respuesta rápida a todo, pero su cerebro iba lento ("Yo no sé nada... ¿que no íbamos ya a dormir un poco?"). Más que nunca, ella no estaba en su cuerpo. No había oxígeno. "No, no sé... pronto, ¿no? Quizá, sí..." "Bueno, me voy corriendo. ¡Hasta luego! ¡Nos vemos todos para comer!". Él desapareció calle abajo. Ella ordenó a un pie que se moviera y luego al otro. Uno, dos. No solo no estaba en su piel: algo pasaba que la hacía sentir que se ahogaba. Más. Se detiene en un cruce, frente a una luz roja. A un lado de ella, en una tienda de ropa, un espejo. Y no reconoció lo que vió: necesitó dar marcha atrás para mirar detenidamente lo que reflejaba el espejo. Una mancha roja, unos granitos incipientes, le salían por toda la cara. Todas esas cosas que había dejado de decir - "no, no sé dónde está. Ya casi no sé nada de él. No estamos juntos ya" - se pintaban, sílaba por sílaba, en su cara. En forma de sarpullido. De color casi púrpura, extendiéndose por las dos mejillas, por el cuello, por debajo de las orejas.
Los traseúntes cruzan. Ha pasado un ciclo de semáforo, pensó. Y también se dió cuenta que su cuerpo, ese que lo sabe todo, ese chafardero que todo lo cuenta, quería decirle algo. Quería decir algo.
Caminó hasta casa y, sin lavarse los dientes ni quitarse la ropa de trabajo, se tiró a la cama. Agotada, se durmió.
Al despertar de la siesta, su cara había vuelto a su color normal. Era, al parecer, tan sólo una advertencia, pero clara. "Dí lo que tengas que decir. O me enfermo". La clase - esa de tres horas, en otro idioma, con un grupo que no conocía - le pareció extrañamente sencilla. Y su cuerpo, es cierto, descansó.
11.6.13
Cambio a...
Los días pasan rápido: los de vacaciones y los de regreso de las vacaciones. Mientras estás allá, refugiado en otras cosas, en otro clima, piensas que es injusto que el reloj vaya deliberadamente más rápido. Sabes, sin embargo, que al volver hará otro tanto: que se habrán acumulado tantas cosas sobre tu escritorio y entre las páginas de la agenda que lo verás, casi físicamente, correr como un tumulto de agua.
Al volar de un continente a otro esperas - necesitas - que algo cambie. Por eso me sorprendió la falta de cambios de la semana pasada. Tomé el primer avión casi corriendo, en medio de un sol esperanzador. Primer vuelo, un libro, unas lagrimitas, una conversación con el compañero de asiento incómodo ("pero... ¿cómo es posible que no estés casada? ¿entonces qué haces allá?"), un café sin azúcar y una galleta de canela. Aterrizaje, inmigración, cuatro horas de espera vagando de una terminal a otra, para cansarte, para subirte al avión de largo recorrido y dormir. Subir al avión desde ese extraño centro comercial que llaman aeropuerto y, ya en el avión, encontrarte que hay una tormenta y que hay que quedarse tres horas en el medio de la pista - sin avanzar, sin retroceder, sin nada.
Cuando finalmente comenzamos a volar, yo sólo quería dormir. No pude. Por una vez, no me pude acomodar. Las películas parecían aburridas, todo parecía lento. Más lágrimas no. Sólo una sensación de incomodidad.
Y así llegamos. Y bajé del avión. Y había en esta ciudad un sol esperanzador. Inmigración, maletas, taxi. Barcelona parecía bañada por el mismo sol (estaba, lo sé) que había dejado del otro lado de la tierra. Parecía lo mismo, casi igual. Pero no.
Cambio de escenario.
Al volar de un continente a otro esperas - necesitas - que algo cambie. Por eso me sorprendió la falta de cambios de la semana pasada. Tomé el primer avión casi corriendo, en medio de un sol esperanzador. Primer vuelo, un libro, unas lagrimitas, una conversación con el compañero de asiento incómodo ("pero... ¿cómo es posible que no estés casada? ¿entonces qué haces allá?"), un café sin azúcar y una galleta de canela. Aterrizaje, inmigración, cuatro horas de espera vagando de una terminal a otra, para cansarte, para subirte al avión de largo recorrido y dormir. Subir al avión desde ese extraño centro comercial que llaman aeropuerto y, ya en el avión, encontrarte que hay una tormenta y que hay que quedarse tres horas en el medio de la pista - sin avanzar, sin retroceder, sin nada.
Cuando finalmente comenzamos a volar, yo sólo quería dormir. No pude. Por una vez, no me pude acomodar. Las películas parecían aburridas, todo parecía lento. Más lágrimas no. Sólo una sensación de incomodidad.
Y así llegamos. Y bajé del avión. Y había en esta ciudad un sol esperanzador. Inmigración, maletas, taxi. Barcelona parecía bañada por el mismo sol (estaba, lo sé) que había dejado del otro lado de la tierra. Parecía lo mismo, casi igual. Pero no.
Cambio de escenario.
30.5.13
Propósitos
Usualmente son cuestiones del año nuevo - la gente hace la lista de todas esas cosas maravillosas que quiere hacer durante el calendario brillante que recién llega a casa. A mí lo de los propósitos me llega más bien antes de las vacaciones: ante el escenario de unos días más tranquilos, empiezo a pensar en todas aquellas cosas que ahora sí podría hacer.
Si soy objetiva, la planificación que hago en mi mente de las vacaciones siempre es mucho más productiva de lo que las vacaciones jamás podrían ser. Como resultado, tengo a mis "deberes" peleándose en mi cerebro y haciéndome sufrir algunas horas del día. Pero las otras horas, es muy fácil perderse. Escuchar a mi papá contar cómo él era chiquito, pero matón - aprenderle aquello de "tú seguro me ganas a los golpes... pero limpio no te vas". Acompañar a mi mamá a hacer trámites o a comprar un helado mientras hablamos de nuestros novios. Visitar a mi abuela y escuchar cómo la tía bisabuela se escapó para casarse, dejando además la cuenta del ajuar en las tiendas del pueblo, para que la pagara el tatarabuelo. Nadar, sí, pero en la piscina de la casa de mi tía mientras un pájaro amarillo me mira. Comer pitayas. Muchas. Tomar café. Hablar con el roomie primigenio. Pensar en esas personas en las que ya no quisieras del todo pensar pero están ahí, las llevas como un amuleto, como una pequeñísima herida que se abre y duele con las gotas de limón, el sal y el chile que los tapatíos le ponemos a todo.
Las vacaciones son así, como una exhalación. Llenas de propósitos que no se cumplen, pero de cosas efímeras y maravillosas. Si pasan, además, en la ciudad que creciste son, a la vez, eternas y cortísimas. Porque estás ahí, pero ni tú ni la ciudad son las mismas. Han hecho el propósito de reencontrarse, de saberse de memoria... pero ya sabemos que pasa con los propósitos. Entonces, sin esperar una eterna reconciliación, suspiras. Y desde la cama, esperas a que llegue la lluvia - si es que su propósito (o su promesa) es más cierta que las tuyas.
La tesis (por supuesto). Hacer ejercicio. Comer sano. Leer más ficción. Terminar el reporte aquel que parece un poco inútil, o el artículo para el que no he tenido tiempo. Corregir todas las actividades pendientes. Preparar un par de clases. Ver películas pendientes. Pasarme más tiempo cepillándome los dientes de noche. Beber menos cerveza y más agua. Sonreir más, llorar menos...
Si soy objetiva, la planificación que hago en mi mente de las vacaciones siempre es mucho más productiva de lo que las vacaciones jamás podrían ser. Como resultado, tengo a mis "deberes" peleándose en mi cerebro y haciéndome sufrir algunas horas del día. Pero las otras horas, es muy fácil perderse. Escuchar a mi papá contar cómo él era chiquito, pero matón - aprenderle aquello de "tú seguro me ganas a los golpes... pero limpio no te vas". Acompañar a mi mamá a hacer trámites o a comprar un helado mientras hablamos de nuestros novios. Visitar a mi abuela y escuchar cómo la tía bisabuela se escapó para casarse, dejando además la cuenta del ajuar en las tiendas del pueblo, para que la pagara el tatarabuelo. Nadar, sí, pero en la piscina de la casa de mi tía mientras un pájaro amarillo me mira. Comer pitayas. Muchas. Tomar café. Hablar con el roomie primigenio. Pensar en esas personas en las que ya no quisieras del todo pensar pero están ahí, las llevas como un amuleto, como una pequeñísima herida que se abre y duele con las gotas de limón, el sal y el chile que los tapatíos le ponemos a todo.
Las vacaciones son así, como una exhalación. Llenas de propósitos que no se cumplen, pero de cosas efímeras y maravillosas. Si pasan, además, en la ciudad que creciste son, a la vez, eternas y cortísimas. Porque estás ahí, pero ni tú ni la ciudad son las mismas. Han hecho el propósito de reencontrarse, de saberse de memoria... pero ya sabemos que pasa con los propósitos. Entonces, sin esperar una eterna reconciliación, suspiras. Y desde la cama, esperas a que llegue la lluvia - si es que su propósito (o su promesa) es más cierta que las tuyas.
18.5.13
Meteorología
El estado del tiempo pronosticaba lluvia pero, como suele suceder a estas alturas, ya no soportas un día más los calcetines ni los zapatos cerrados. Ni los abrigos. Ni las capas. Quieres salir a la calle vestida, razonablemente, de verano. O por lo menos de certera primavera.
Y lo haces, pensando a los cinco minutos que te has equivocado. Dudas. Metes en el bolso las gafas de sol y un paraguas. Asunto del todo terreno. No, la crema solar, no. Tampoco es para tanto.
Sales y el día, como tú, comienza a despertarse. Se despeja poco a poco con cada acción: el primer café, las primeras risas, el primer abrazo, el primer autobús, la primera caminata, el primer trámite, el segundo café. Lo ves desde el despacho: las nubes levantan. La concentración se va con ellas. Pero las nubes levantan.
Y entonces suena el teléfono y alguien te pregunta que si quieres ir a comer a la playa. Y terminas un correo, cierras el ordenador, la oficina, la biblioteca, entras al metro, cambias de línea, sales del metro, caminas unas calles y ahí, de pronto, está el mar. Y el sol. Y las nubes iluminadas por el sol.
Comes a la orilla de la arena: con gafas porque hace sol, con chaqueta porque hace viento. Sonríes. Agradeces. Respiras. Sonríes de nuevo y piensas que la meteorología es - como casi todas las cosas - un capricho que a veces juega a tu favor.
Y lo haces, pensando a los cinco minutos que te has equivocado. Dudas. Metes en el bolso las gafas de sol y un paraguas. Asunto del todo terreno. No, la crema solar, no. Tampoco es para tanto.
Sales y el día, como tú, comienza a despertarse. Se despeja poco a poco con cada acción: el primer café, las primeras risas, el primer abrazo, el primer autobús, la primera caminata, el primer trámite, el segundo café. Lo ves desde el despacho: las nubes levantan. La concentración se va con ellas. Pero las nubes levantan.
Y entonces suena el teléfono y alguien te pregunta que si quieres ir a comer a la playa. Y terminas un correo, cierras el ordenador, la oficina, la biblioteca, entras al metro, cambias de línea, sales del metro, caminas unas calles y ahí, de pronto, está el mar. Y el sol. Y las nubes iluminadas por el sol.
Comes a la orilla de la arena: con gafas porque hace sol, con chaqueta porque hace viento. Sonríes. Agradeces. Respiras. Sonríes de nuevo y piensas que la meteorología es - como casi todas las cosas - un capricho que a veces juega a tu favor.
10.5.13
Valientes
Podría afirmar, sin temor a equivocarme, que no es una labor por la que a ninguna de ellas les vayan a dar una medalla con honores, ni les paguen una millonada, tampoco. Pero ahí reside su valentía, su heroísmo: se han lanzado a la batalla cotidiana, a la aventura más grande de todas, al trabajo más complicado del mundo (esto lo decía P&G) sin mayor espera, sin mayor intención. Por valientes.
Sé que seguramente hay sus excepciones. Pero yo estoy rodeada de valientes que se levantan temprano y se acuestan tarde, se han decidido a dejar sus necesidades muchas veces en segundo plano, piensan primero en otro o en otros. Siempre en otros. Esto, por supuesto, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Pero muchas veces, la mayoría, ellas son felices.
Un regalo de no ser madre en el momento que las mujeres de tu alrededor lo son es darte cuenta de cómo son, cómo cambian, cómo - aunque parece increíble - gente que ya era maravillosa se convierte en algo infinitamente mejor. Cómo los caracteres cambian y ves, enfrente de ti, una fuerza increíble de mujeres que lucharán claras por aquello que aman, siempre.
Esperé a hoy para felicitar al día de la madre porque hoy es el día que se celebra en el país donde esta mi madre. Esa que sigue valiente: llamándome por teléfono, sabiendo que estoy lejos, queriendo estar aquí para darme un abrazo pero, valiente, aceptando mis decisiones de vida. Sin dejarme. Sin irse.
Valientes todas. Las madres biológicas, las madres adoptivas, las que cuidan a los hijos de otros (canguros, tías, amigas, hermanas). Madres, al fin. Es un placer verlas ser. Y aunque es ridículo celebrarlas una vez al año, por lo menos tomamos el hueco para hacerlo. Igualmente, yo creo que las medallas habría que entregárselas todos los días.
Sé que seguramente hay sus excepciones. Pero yo estoy rodeada de valientes que se levantan temprano y se acuestan tarde, se han decidido a dejar sus necesidades muchas veces en segundo plano, piensan primero en otro o en otros. Siempre en otros. Esto, por supuesto, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Pero muchas veces, la mayoría, ellas son felices.
Un regalo de no ser madre en el momento que las mujeres de tu alrededor lo son es darte cuenta de cómo son, cómo cambian, cómo - aunque parece increíble - gente que ya era maravillosa se convierte en algo infinitamente mejor. Cómo los caracteres cambian y ves, enfrente de ti, una fuerza increíble de mujeres que lucharán claras por aquello que aman, siempre.
Esperé a hoy para felicitar al día de la madre porque hoy es el día que se celebra en el país donde esta mi madre. Esa que sigue valiente: llamándome por teléfono, sabiendo que estoy lejos, queriendo estar aquí para darme un abrazo pero, valiente, aceptando mis decisiones de vida. Sin dejarme. Sin irse.
Valientes todas. Las madres biológicas, las madres adoptivas, las que cuidan a los hijos de otros (canguros, tías, amigas, hermanas). Madres, al fin. Es un placer verlas ser. Y aunque es ridículo celebrarlas una vez al año, por lo menos tomamos el hueco para hacerlo. Igualmente, yo creo que las medallas habría que entregárselas todos los días.
8.5.13
Pequeños milagros: los dedos
Lo primero que ví de ella, fueron sus rizos. Muy rubios, se confundían con los rizos más oscuros de su madre que estaba doblada para escuchar lo que le decía. Ella gritaba, con una alegría de esa que uno sólo sabe en un lenguaje que tiene una academia. Daba pequeños saltos y, todavía un poco falta de equilibrio, se detenía y se veía los dedos de los pies, mientras se los señalaba a su madre.
Llevaba unas sandalias blancas con detalles en rosa. En su carreola, estaba colgada una bolsa de una tienda de zapatos para niños ubicada a unos 15 metros. Entonces lo entendí: tenía la sorpresa de verse, quizá por primera vez en la vida, los dedos de los pies a través de las sandalias. Y los gritos y los saltitos eran de pura emoción.
"¿Qué?" le preguntaba su madre, también divertida. "¿Son chulos, no? ¿Te gustan? ¿Están cómodos?". Ella, como toda respuesta, sonreía más.
Y me contagió la sonrisa. Para el resto del día. Y ahora casi me hace reir también a mi verme los dedos a través de mis propias sandalias.
Cosas de la primavera. Y los dedos.
Llevaba unas sandalias blancas con detalles en rosa. En su carreola, estaba colgada una bolsa de una tienda de zapatos para niños ubicada a unos 15 metros. Entonces lo entendí: tenía la sorpresa de verse, quizá por primera vez en la vida, los dedos de los pies a través de las sandalias. Y los gritos y los saltitos eran de pura emoción.
"¿Qué?" le preguntaba su madre, también divertida. "¿Son chulos, no? ¿Te gustan? ¿Están cómodos?". Ella, como toda respuesta, sonreía más.
Y me contagió la sonrisa. Para el resto del día. Y ahora casi me hace reir también a mi verme los dedos a través de mis propias sandalias.
Cosas de la primavera. Y los dedos.
5.5.13
Monstruos No
Sé que en la puerta de la habitación de una niña de cuatro años que vive en esta ciudad hay un letrero que dice: "Monstruos no". Después de semanas de luchar porque la nena no podía dormir, no quería ni ir a la cama, la solución fue avisarles claramente y por escrito que a esa habitación no podían entrar. Y listo.
Alguien me lo contó hace días cuando yo a mi vez le conté cómo LPTDLC (nombre en clave de la innombrable tesis) me está ocasionando algo así como ataques de desasosiego combinados con síndrome de la página en blanco. Dado que el blog sirve parcialmente de descargo y psicoanálisis, cuento aquí entonces cómo mi habitación está llena de papelitos pegados en las paredes y amontonados en diferentes puntos: aquí teoría política, aquí internet, aquí índices externos, aquí datos de la experimentación... Enfrente de mí, justo ahora, me mira el índice. El índice que he modificado 500 veces. El índice que hoy me levanté y descubrí erroneo... le sobra un capítulo al pobre. No hay que extirpárselo, sólo convencerlo de que va en otro sitio.
Lo supe esta mañana al despertar. Porque a veces al despertar es cuando tengo la cabeza más clara. Cuando los monstruos piensa-tesis-odia-tesis-miedo-tesis se han ido. Estoy a punto de poner un post-it que diga "Monstruos No" en la tapa de mi portátil. Así, cada vez que tenga la intención de escribir tesis, escribiré tesis. Y no habrá ningún monstruo verde mirándome hacer otra cosa, por miedo - como el que está sentado justo ahora enfrente de mi limpiándose los dientes con los índices de democracia de la Unión Europea.
Alguien me lo contó hace días cuando yo a mi vez le conté cómo LPTDLC (nombre en clave de la innombrable tesis) me está ocasionando algo así como ataques de desasosiego combinados con síndrome de la página en blanco. Dado que el blog sirve parcialmente de descargo y psicoanálisis, cuento aquí entonces cómo mi habitación está llena de papelitos pegados en las paredes y amontonados en diferentes puntos: aquí teoría política, aquí internet, aquí índices externos, aquí datos de la experimentación... Enfrente de mí, justo ahora, me mira el índice. El índice que he modificado 500 veces. El índice que hoy me levanté y descubrí erroneo... le sobra un capítulo al pobre. No hay que extirpárselo, sólo convencerlo de que va en otro sitio.
Lo supe esta mañana al despertar. Porque a veces al despertar es cuando tengo la cabeza más clara. Cuando los monstruos piensa-tesis-odia-tesis-miedo-tesis se han ido. Estoy a punto de poner un post-it que diga "Monstruos No" en la tapa de mi portátil. Así, cada vez que tenga la intención de escribir tesis, escribiré tesis. Y no habrá ningún monstruo verde mirándome hacer otra cosa, por miedo - como el que está sentado justo ahora enfrente de mi limpiándose los dientes con los índices de democracia de la Unión Europea.
30.4.13
Cambios de vida
Él, como muchos otros, me abrió una ventana a su vida por las redes sociales. Por ahí de vez en cuando me asomo, me entero de lo que le pasa, de cómo le va. Nos conocimos en un momento de cambio - él había perdido su trabajo, no estaba bien en su relación y, de golpe, decidió con algunos amigos viajar a Barcelona. Yo, por mi parte, me había quedado sin compañero de piso y pensaba que quizá tener a algún turista seleccionado podía ser una buena solución. Así llegó a casa.
No nos conocíamos de nada, pero nos caímos bien. No nos conocíamos de nada, pero se sintió cómodo, muy cómodo en casa. Y ví al pasar de los días cómo mejoraba su ánimo. El último día de su estancia, me acuerdo, me pidió permiso para hacer una fiesta. Invitó a sus amigos. Me pidió velas. Se lo pasó bien, en casa.
Fue, en suma, el compañero de piso más fugaz que he tenido jamás. Pero me encantó seguir por ahí, por esa ventana, viendo cómo las cosas comenzaron a irle cada vez mejor después de ese verano.
Hoy me sorprendió (y no) ver su cara feliz junto a una mujer que ama, vestidos de boda, muy a su estilo. A ella también la conocí - el año pasado volvieron a la ciudad y me invitaron a cenar. Me parecieron encantadores. Me encantó sentir que uno de mis compañeros de casa regresaba a verme, a un sitio donde había sido feliz.
Ahora me gusta pensar que esta ciudad, que mi casa, que en mi compañía, poco a poco las cosas comenzaron a cambiar. Lo veo sonreír y me da esperanza. Me hace sentir que comienza la primavera, que llegará el verano. Que toda esta luz que hoy nos fue negada (vaya día más gris en Barcelona) está aproximándose. Y se instalará más rápido de lo esperando, cambiando los días y, por qué no, también la vida. La de otros y, seguramente, la mía.
No nos conocíamos de nada, pero nos caímos bien. No nos conocíamos de nada, pero se sintió cómodo, muy cómodo en casa. Y ví al pasar de los días cómo mejoraba su ánimo. El último día de su estancia, me acuerdo, me pidió permiso para hacer una fiesta. Invitó a sus amigos. Me pidió velas. Se lo pasó bien, en casa.
Fue, en suma, el compañero de piso más fugaz que he tenido jamás. Pero me encantó seguir por ahí, por esa ventana, viendo cómo las cosas comenzaron a irle cada vez mejor después de ese verano.
Hoy me sorprendió (y no) ver su cara feliz junto a una mujer que ama, vestidos de boda, muy a su estilo. A ella también la conocí - el año pasado volvieron a la ciudad y me invitaron a cenar. Me parecieron encantadores. Me encantó sentir que uno de mis compañeros de casa regresaba a verme, a un sitio donde había sido feliz.
Ahora me gusta pensar que esta ciudad, que mi casa, que en mi compañía, poco a poco las cosas comenzaron a cambiar. Lo veo sonreír y me da esperanza. Me hace sentir que comienza la primavera, que llegará el verano. Que toda esta luz que hoy nos fue negada (vaya día más gris en Barcelona) está aproximándose. Y se instalará más rápido de lo esperando, cambiando los días y, por qué no, también la vida. La de otros y, seguramente, la mía.
23.4.13
Botón
Dicen que para muestra basta un botón. Hay gente que imagina que te conoce y se imagina lo que ellos creen de tí. Hay otra gente que, de alguna manera impensable, te conoce. Incluso sin que tú lo sepas.
Este es un botón: Hace años recibí un mensaje el día de Sant Jordi que decía:
"Sé que eres de las que querrán un libro. Pero, también sé que, secretamente, tu corazón desea un rosa".
Y fue como verme en un espejo.
Este es un botón: Hace años recibí un mensaje el día de Sant Jordi que decía:
"Sé que eres de las que querrán un libro. Pero, también sé que, secretamente, tu corazón desea un rosa".
Y fue como verme en un espejo.
22.4.13
Silencio
El sábado y el domingo, guardé dos minutos de silencio por los atentados de Boston y el terremoto en Sichuan. El primero, en el Camp Nou. El segundo, en la línea de salida de carrera de Bombers en Barcelona. Había algo, sobre todo el domingo, que se parecía mucho al miedo - si a alguien más le había pasado mientras corría, por qué no a tí.
Pero así como a la gente de Sichuan su casa se le cayó encima sin esperarlo, hace 21 años a cientos de familias en Guadalajara se les abrió el suelo bajo los pies sin esperarlo, pero temiéndolo. Desde horas antes, el sector Reforma de mi ciudad natal olía a gasolina. Lo constató Alejandra Xanic, entonces reportera del diario Siglo 21 - ahora flamante ganadora del premio Pullitzer por su investigación sobre WalMart de México. Xanic fue de las pocas personas que se preocupó por hacer su trabajo cuando la gente reclamaba que olía demasiado a gasolina. Ella fue y reportó en el diario, lo reportó a las autoridades. Nadie hizo nada. Bueno, sí - le dijeron a la gente que abrieran las ventanas, que ya pasaría el olor.
Horas después, la ciudad se sacudió con una explosión - con una docena explosiones. Sin redes sociales, ni Twitter, ni nada, poco a poco comenzamos a escuchar la noticia de que una parte completa de nuestra ciudad había desaparecido. Ahí - donde olía a gasolina. Xanic y otros periodistas fueron a la línea de fuego, a contar lo que estaba pasando, para los que estábamos ahí y fuera. Pero las noticias llegaban lentas, con cuentagotas.
Mis recuerdos: humo - mucho humo en medio del calor sofocante de abril. Que tardamos en saber dónde estaban mi papá y mi abuelo - que no estaban en su oficina - y pasamos miedo. Que no entraban las llamadas telefónicas y por ahí de las diez de la noche hablamos con la familia en Tijuana que lloraba: los medios allá habían afirmado que había volado toda la ciudad. Que días después un médico amigo de la familia nos decía que no era posible que sólo se reportaran 150 muertos - él había visto calles abiertas con autobuses enteros adentro. Como en la foto.
La imagen gore de lo que sucedió entonces pareciera palidecer frente a los enfrentamientos del narco que últimamente protagonizan las portadas de los diarios de mi país. Pero no - porque los enfrentamientos del narco no siempre son parte de una absoluta falta de responsabilidad de los políticos que tenían que cuidar a la gente, darse cuenta que había una fuga de gasolina, que estábamos sentados sobre un polvorín.
Esos señores que se han tomado 21 años de silencio. No por respeto. Si no porque pueden no decir nada.
Los ciudadanos seguimos en silencio por los muertos. Y por la indignación. Parece que nadie siente que deba dar explicaciones. Ojalá que algún día nos acordemos de pedirlas... también en las urnas. Porque, como en la carrera de Bombers, hay algo que se parece mucho al miedo cada vez que eres consciente que estás en la misma situación - que no confías, en realidad, en lo que dicen las autoridades de tu país, de tu ciudad. Y eso también da miedo.
Más información: nota de El País de 1992, al día siguiente de las explosiones.
Pero así como a la gente de Sichuan su casa se le cayó encima sin esperarlo, hace 21 años a cientos de familias en Guadalajara se les abrió el suelo bajo los pies sin esperarlo, pero temiéndolo. Desde horas antes, el sector Reforma de mi ciudad natal olía a gasolina. Lo constató Alejandra Xanic, entonces reportera del diario Siglo 21 - ahora flamante ganadora del premio Pullitzer por su investigación sobre WalMart de México. Xanic fue de las pocas personas que se preocupó por hacer su trabajo cuando la gente reclamaba que olía demasiado a gasolina. Ella fue y reportó en el diario, lo reportó a las autoridades. Nadie hizo nada. Bueno, sí - le dijeron a la gente que abrieran las ventanas, que ya pasaría el olor.
Archivo de El Informador |
Mis recuerdos: humo - mucho humo en medio del calor sofocante de abril. Que tardamos en saber dónde estaban mi papá y mi abuelo - que no estaban en su oficina - y pasamos miedo. Que no entraban las llamadas telefónicas y por ahí de las diez de la noche hablamos con la familia en Tijuana que lloraba: los medios allá habían afirmado que había volado toda la ciudad. Que días después un médico amigo de la familia nos decía que no era posible que sólo se reportaran 150 muertos - él había visto calles abiertas con autobuses enteros adentro. Como en la foto.
La imagen gore de lo que sucedió entonces pareciera palidecer frente a los enfrentamientos del narco que últimamente protagonizan las portadas de los diarios de mi país. Pero no - porque los enfrentamientos del narco no siempre son parte de una absoluta falta de responsabilidad de los políticos que tenían que cuidar a la gente, darse cuenta que había una fuga de gasolina, que estábamos sentados sobre un polvorín.
Esos señores que se han tomado 21 años de silencio. No por respeto. Si no porque pueden no decir nada.
Los ciudadanos seguimos en silencio por los muertos. Y por la indignación. Parece que nadie siente que deba dar explicaciones. Ojalá que algún día nos acordemos de pedirlas... también en las urnas. Porque, como en la carrera de Bombers, hay algo que se parece mucho al miedo cada vez que eres consciente que estás en la misma situación - que no confías, en realidad, en lo que dicen las autoridades de tu país, de tu ciudad. Y eso también da miedo.
Más información: nota de El País de 1992, al día siguiente de las explosiones.
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