22.2.09

El cliente siempre tiene la razón

Hacía menos de un año que había llegado a Barcelona. Las finanzas no eran precisamente boyantes, pero la pasábamos bien. Éramos felices. Yo tenía un trabajo que no me pagaba ni el sueldo mínimo, una beca y estudiaba una maestría. Y con ese trabajo mal pagado me había hecho un ahorrito para hacerme mi cambio de look barcelonesa. Era cuando todavía creía que iba regresar a finales del verano de 2005.

Poco después de mi cumpleaños, ví un anuncio en una de las peluquerías que siempre me habían llamado la atención. Decía que las noches de luna llena abrían, con precio especial y copa de cava para los clientes. Entré a pedir hora y me la dieron a las 11:30 de la noche. Parecía una buena hora.

Tenía muchos años con el cabello corto y ahora comenzaba a permitir que creciera hasta una melena decente. En realidad lo que yo quería era tenerlo color azul. Siempre me había gustado. No sé si como resultado a mi fijación con el monstruo comegalletas, pero creía que era una buena idea que yo tuviera el pelo azul. Y con eso en la cabeza mi fui a mi cita de medianoche.

Recuerdo haber esperado un poco con una copa de cava en la mano, rodeada de los peluqueros con las pintas que entonces me parecían las más extrañas del mundo. Cuando me senté en la silla de un chico casi rapado, me preguntó qué quería. Le dije que color, de fantasía, en realidad, mechas azules. Me miró dos segundos y luego se concentró en mi cabello. Como si mi cara no existiera. Comenzó a hacer particiones, fue a traer algún peróxido para decolorarme. Cuando me tenía como marciano, llena de mechones envueltos en papel aluminio, me dijo: "te voy a pintar el cabello de negro y los mechones te los pongo rosas. Azul no porque está demodé y yo no lo hago".

Demodé. Me sorprendió tanto la desfachatez del tío que no pude ni decirle nada. Lo dejé hacer y un par de horas salí de ahí, 70 euros más pobre y con unos mechones rosa mexicano que aprendí a querer. Pero no me olvidaba que yo había querido tener el pelo azul.

Después de un tiempo decidí que podía dejar los colores de fantasía para cuando sea canosa como mi abuelita y pueda pintármelos sin necesidad de pasar por la traumática experiencia de la decoloración. Ah, pero nadie sabe cuándo puedo cambiar - rápida y radicalmente - de posición.

La semana pasada me llamó Judith y me dijo que se iba a pintar el pelo de azul. "Ah... yo voy contigo". Ella primero no lo podía creer. Luego yo tampoco. Total de que fuimos, me hicieron las mechas y tengo el pelo otra vez muy negro y con sus mechas azules. Obviamente, no quedaron tan bonitas como yo hubiese querido. Pero me hace ilusión que, años después, alguien por fin hubiese entendido aquello de que el cliente tiene la razón.

Ahora tengo cuatro días saliendo de casa con un abrigo azul eléctrico, sólo para intensificar el efecto. Lo chistoso es que algunos creen que es efecto del carnaval. Quizá... quizá sea efecto de la procesión que llevo por dentro.

19.2.09

Lo difícil, lo complicado, lo imposible

A mí no deja de hacerme gracia cuando mis primas o mis amigas "muy liberales" comienzan a enseñarme fotos de sus hijos/hijas con otros niños/niñas y afirmar: "mira, este es su noviecito/a".

What?

En el marco referencial de la sociedad tapatía (uf, otra vez me está ganando la academia) esto de tener novias o novios es como importante. De alguna manera, si estás "saliendo" o "viendo muy frecuentemente" a alguien, más te vale que le pongas un mote "oficial". Y luego, por supuesto, para las que crecimos en casas conservadoras, está todo aquel mito de "¿y para qué dices que ese es tu novio si no vas a llegar a nada con él?". Entendiendo, por supuesto, llegar a algo como fin Susanitezco de matrimonio e hijos.

Sin embargo, los años pasan. Al contrario de los cinco, los diez o los quince años (vale, hasta los 20), uno no tiene ganas ya de definir en qué términos sales con quién o cómo se le debería de llamar socialmente. Valga aquello que si sales con un nórdico es más fácil decir "es el novio de" que el nombre del susodicho con su pronunciación correcta, pero uno tiene pocas ganas de describirlo como novio o, peor, como el adolescente inglés de "boy-friend".

Entonces pues ¿qué? ¿Cómo definir? Una opción es apegarse a la nueva modalidad de Facebook de "it's complicated". Pero... ¿y si no "es complicado"? ¿y si no es tu novio, no estás saliendo con él? ¿qué le decimos? ¿canchanchán?

Y todo este rollo para recomendar esta entrada de Mark Peters en el blog Bueno (sí, se llama Good Blog) sobre los posibles nombres que dar a los "novios" cuando, bueno, uno pasa los 18 años. Dedicado especialmente a todos y todas que les urge, les gusta, decir que uno es novio de alguien --- aunque ya andemos todos en los TAS.

18.2.09

Microclimas

Hace tres semanas que estoy trabajando oficialmente en casa. Si sumáramos las horas en las que realmente trabajo, supongo que el número sería más bien devastador. Pero tengo la sala, mi habitación y la cocina llenas de papeles y fotocopias subrayadas y con marcas en lápiz, a la espera de que reinterprete mis variados estados de consciencia cuando las leía.

He descubierto, que cada una de las habitaciones de mi casa tiene un microclima distinto. Y que, por ejemplo, después de la una de la tarde se está mejor en la terraza (vamos, hace más calorcito) que en cualquier lugar dentro de mi casa. También descubrí que sentarme a comer frente a la televisión a eso de las tres de la tarde garantiza que me quede enganchada un rato grande o que me duerma en una siesta arrullada por los 25 minutos de anuncios. Que me encanta la luz que da la lámpara de mi sala, pero es aún más bonito el sol que se posa sobre el brazo izquierdo del sillón entre las 5 y las 6 de la tarde. Que no puedo abrir las ventanas/puertas de mi habitación entre las 12 y las 2 porque garantizo que oleré todo lo que están haciendo de comer en el edificio. Que me gusta cocinar para mi misma... sobre todo si tengo cosas que no me hagan pasarme más de 10 minutos en la cocina.

Lo más divertido de estar en casa, es sentirse en casa. No es como ese sitio de "descanso" al que solía venir entre viaje y viaje el año pasado. No. Es más bien como el refugio que uno se construía debajo de la cama cuando era pequeñito, ese escondite entre los árboles en el jardín de la escuela primaria. Esto no es mi sitio de trabajo - es mi lugar de vida. Y aunque lo rente por una cantidad exorbitante, no tenga una hipoteca sobre él y sepa que me pueden pedir que me mude en cualquier momento, estoy a punto de decir que no lo cambio por nada.

14.2.09

Tematización

Ahora que de motu propio he vuelto a la academia, me encuentro entre otras cosas con las teorías del "agenda setting" - aquella visión americana de que los medios establecen completamente la agenda de los ciudadanos al marcarles las fechas y los momentos para cada ocasión. Hay también una teoría europea digamos correlativa sobre la tematización que dice que los medios lo que hacen es establecer temas entre ellos y luego ser autoreferenciales.

En este contexto, es fácil imaginarse el Día de San Valentín como una celebración hecha a medida – cuál no lo es – para reactivar el mercado en un mes especialmente malo como es febrero. Todo está puesto, todo te recuerda, que habría que regalar o ser regalado una flor, un chocolate, un oso de peluche.

Yo soy fanática de las fechas. Me gustan los rituales, los momentos de paso. Por más idiotas que sean. Esto tiene como consecuencia que yo sufra gratuitamente si alguien se le olvida mi cumpleaños, o no le da la importancia que yo quiero que tenga a aniversarios, fechas o fiestas.

Y así entré a la preparatoria. Iba de cínica, de dura. Como mis amigos. Como ese amigo que era el más cínico y el más duro de todos. Que observó en silencio cómo pasó el primer día de San Valentín en esa preparatoria, donde se vendían flores, chocolates y globos y se llevaban “a domicilio” – es decir, a los salones del objeto de tu afecto. Ese, mi amigo, vio cómo mi cabeza se iba hundiendo más entre mis hombros mientras veía como las chicas populares recibían decenas de flores y chocolates y yo, como otras tantas, no recibíamos nada. Me vio burlarme para no llorar – porque hubo quien lloró y después directamente no iba a la escuela el Día de San Valentín.

Al final del día, a la última hora de clases, entró otro chico con flores. Y, sorpresa, una era para mí. No me acuerdo exactamente lo que decía la nota, pero seguro era algo así como “para que dejes de quejarte de que nadie te manda nada”. De ahí en adelante y mientras estuvimos en la misma escuela, cada día de San Valentín, a primera hora, me envíaba una rosa. Y más que un gesto de coquetería, era una manera de cuidar mi corazón, mi autoestima. Y por eso lo quiero tanto.

De eso hace ya más de una década. Hoy, en la mesa de mi sala hay un ramo enorme de flores que llegó ayer de tarde, cuando no esperaba nada. La tarjeta era un código descifrable sólo por el remitente y por mí. Pero las miré y me acordé de todos esos amigos que llenan mis días, mis tardes, mis noches. De todos los habitantes del multifamiliar que tengo por corazón. Me sentí tan suertuda de ser tan, pero tan cursi.

Como no puedo compartir mis flores, comparto la ilusión que me hace sentirme protegida por un cálido manto de cariño de todos mis amigos. Y también este descubrimiento de Chet Baker que, junto con las flores, me han hecho sentir que tengo un secreto agradable y suave al tacto como la ropa de algodón. Especialmente por aquello de

“Are you smart
don't change a hair for me
not if you care for me
stay little valentine stay
each day is valentine's day”

12.2.09

Esa arma secreta

Me gustaría caminar por las calles de Barcelona una noche de 1984 - pero hoy, así, quien soy ahora, no la niña de 5 años que entonces aprendía los sonidos en un colegio de monjas de Guadalajara. Me gustaría cerrar los ojos, regresar y de pronto, en una esquina, ver a ese hombre alto, altísimo, con su cabello bien peinado, con sus ojos profundos. Y me gustaría tener en la mano un pedazo de pastel y ofrecérsela, como hizo alguien. Y, ante su agradecimiento, decirle que no es nada en contraste con todo lo que él me ha dado a mí, lo que me sigue dando.

Hoy hace 25 años que murió Julio Cortázar. Y yo me lo sigo encontrando. No sólo en mi biblioteca mutilada y transocéanica, o en los otros nombres que tengo yo y otros para nombrarme. Me lo encuentro en la boca de un argentinito que toca la guitarra en un bar del Raval y me habla de cuan importante es para él Rayuela. Me lo encuentro en la explicación que le doy a la vida cada lunes cuando voy a comprar grandes ramos de flores para curarme la ansiedad. Me lo encuentro en ese París desdoblado que es Barcelona, Rotterdam, la Ciudad de México y Guadalajara de vuelta.

Sigo, como adolescente, como iluminado en trance, musitando el Capítulo 7 de Rayuela para imaginarme un mundo más dulce, más cercano. Continuo pensando que el hombre perfecto es el ingeniero de la Autopista del Sur. Estoy convencida, al fin, que El Perseguidor y yo escuchamos la misma música en sueños.

Aquí, el artículo de Juan Cruz que me recordó la historia del pastel. Gracias. A Juan, y a Julio, por supuesto.

Realismos varios

Suena a cuento o a novela latinoamericana, pero en mi sala hay una puerta que no da a ningún lado. Es una puerta blanca, de madera con vidrio, con una manija dorada, que estaba en un sitio por demás absurdo en mi casa. Durante la renovación, en noviembre, la saqué de su lugar con ayuda de mi papá y la recargué en el muro del estudio. Y sigue ahí, a un costado del mueble donde están los licores, mis libros y la televisión. Se puede ver desde el comedor y, por supuesto, desde el sofá cama en donde estoy sentada justo ahora.

Los miércoles en mi barrio se puede sacar la basura de grandes dimensiones o muebles en desuso a la calle y el municipio hace un servicio especial de recogida. Ayer era uno de esos días míos de locura en los que quiero terminar todo lo que está sin hacer desde hace meses - todo menos la tesis, por cierto. Así que saqué dos lámparas, una persiana rota, un pedazo de madera, una mesa y pretendí sacar la puerta.

La dejé al final, porque es grande y está pesada. No esperé a que llegara Marco porque bueno, soy así, quiero hacerlo todo de inmediato, cuando se me ocurre. Comencé entonces a arrastrar la puerta por toda la casa. Y mientras me miraba en el espejo o la veía sobre las paredes, me imaginaba a los sitios que podría ir si pudiera empotrarla: si además de voluntad tuviera un poco de artes mágicas para hacerle de pronto fundirse con los muros. Al final resultó que no pude bajar la puerta porque es más grande que el ascensor y ha regresado a su sitio original, pero me quedaron las dudas a donde ir...

Si pudiera fundirse en el muro del estudio, sería una puerta para ir a todos los sitios que muestra la televisión. Sería entonces cosa de alquilar películas de época para que mi casa se convirtiera en una verdadera máquina del tiempo. Entonces sí que tendría sentido la colección de películas que tengo: no sólo por volver a ver los sitios que me gustan, si no para poder estar ahí.

Si pudiera fundirse en alguno de los muros del comedor, se iría a donde estén todos los amigos que se extrañan aquí cuando hay alguna fiesta. Entonces, por ejemplo, al final de mes podríamos reunirnos aquí y salir en Río, en casa de Ángela. O estar hoy en Costa Rica, para el cumpleaños de Vero. O el viernes en casa, para el de mi padre.

Si pudiera fundirse en el pequeño pasillo de la entrada, cerca de donde estaba originalmente, sería para ir a donde se quisiera ir sin perder tiempo. Entonces no llegaría tarde porque me daría cuenta que faltan cinco para las dos pero aún así alcanzaría a entrar al Banco, para la desesperación de las cajeras, o estaría en el cine rápidamente, sin frío y sin tener que tomar un bus.

Y así, iríamos a cocinas del mundo desde la cocina, a los sitios que uno sueña o añora desde la habitación; a lugares intermedios desde el pasillo; y a miradores panorámicos desde la terraza. Mira... quién me iba a decir. Imaginar que porque la famosa puerta no cabe en el ascensor ahora puedo ir al Rockefeller Center desde un huequito a un lado del ficus que vive en la terraza.

11.2.09

Descubrimientos

- Yo no Odio Barcelona. Y el libro que lleva dicho título, a pesar de haberme hecho reír en algunos momentos, en otros tantos me pareció un plomo. Sobre todo, porque se dedica única y exclusivamente a esta bonita cultura de la descalificación como nueva forma de pontificación. Son como anti-fans pero fans, pues. Y me parece tan poco balanceado como quien me dice que el Parque de la Ciudadela son los Nuevos Jardines de Babilonia.

- Clint Eastwood estará viejito pero - quizá justo por eso - sabe cómo hacer una película redonda, casi perfecta. Me gustó mucho Changeling, a pesar de lo mucho que sufrí con la Jolie a lo largo de su travesía. O quizá justo por eso.

- "I saw a whole other future. I can't stop seeing it". Ver Revolutionary Road fue poner en evidencia muchas cosas que muchos esperamos. Pero también creo que el futuro es brillante. Aunque no pienso pasar por traumáticos procedimientos para encontrarlos. Sam Mendes, Kate Winslet y hasta don DiCaprio están muy, pero que muy bien.

- Leer papers en los journals de mi tema que están en la biblioteca de mi universidad es un trabajo de tiempo completo para gente muy inteligente y concentrada. O por lo menos, más inteligente y concentrada que yo.

Pero avanzaremos. Sí, señor. Algún día.

5.2.09

La chica del videoclub

Me encanta su cabello negro, negro azabache. Usualmente va vestida con ropa de deporte, pero de la que no es para hacer deporte, sino para verse cool, tan increíblemente a tono con los tiempos de sútil movimiento que corren.

Ella lo sabe todo. Sabe las películas que son, las que están. No es que las haya visto todas, pero tiene reseñas de múltiples espectadores "creíbles". Es lo que tiene trabajar en un barrio hype - hay muchos "profesionales liberales" inclinados hacia las "artes visuales". Esto es, gente a la que le gusta el cine, en todos sentidos de la palabra.

Además de saber cuáles son las películas que más se alquilan, las nuevas que más se piden, las que están por llegar; ella sabe lo que veo yo. Al musitar un número frente a su computadora, ella tiene una lista con todo lo que he visto en los últimos tres años - qué he repetido y qué no.

Honestamente, no creo que me ponga mucha atención. Soy una chica que va sola y se pasa literalmente horas frente a los muros con múltiples portadas de películas. Un par de veces se ha acercado a recomendarme algo. Sabe algo de mis gustos. Se lo dice su base de datos.

Lo que quizá no sabe es que a veces me paseo durante horas en la tienda porque hay tantas cosas que decidir, tantas películas que ver. Sobre todo, tantas películas que yo DEBERÍA ver. La licenciadaencienciasdelacomunicación debería estar más interesada quizá en Fassbinder que en las películas de Linklater o las comedias románticas. Pero no, me es difícil.

Voy al videoclub y muchas veces salgo de ahí con esa sensación de culpa, de error, sabiendo que aún no he visto otra vez Drácula o que me faltan tantas de las películas de Passolini por mirar.

Es una verguenza. Pero cuando estoy sumida en mi sillón, envuelta en una cobija y con un enorme plato de palomitas entre mis piernas, se me olvida. Se me olvida la angustia de no saber qué elegir, el pelo negro azabache de la chica del videoclub y hasta las cosas que debería hacer o saber. Se me olvida y entonces me acuerdo para qué voy al videoclub: para una dosis barata y efectiva de lagunas mentales.

2.2.09

Crisis

Según la RAE, crisis (tanto del latín como del griego), puede significar (entre otros):
1. Cambio brusco en el curso de una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el paciente.
2. Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales.
3. Situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese.
4. Momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes.
5. Juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente.

Según el mito, yo tendría que estar sumida en dos crisis: la económica actual (que según un casi exjefe mío es 3,7 veces más mala en España que en México) y la de los famosos treinta. Y uno, sumido en crisis, tiende a tomar decisiones y acciones.

Anuncio: a partir de este lunes, esta escribiente es sólo empleada de si misma y se concentra en su tesina y sus textos. Se acabaron los trabajos glamourosos pero jodidones. He dicho.

(Sí... la verdad es que sí estoy brincando de felicidad).

Sobre la inutilidad de los poemas de amor

En esta casa, en esta recámara, se cambian las sábanas todos los lunes. Es una cosa de esas que se quedan desde la infancia. Me recuerdo media dormida, con el uniforme oliendo a sol - a limpio, a recién planchado - sacando las sábanas y metiéndolas en la funda de la almohada, en el bote de la ropa sucia, antes de irme a la escuela. Es algo así como una especie de ritual que, al contrario de la misa dominical, no ha ido espaciándose con los años. Hay que reconciliarse consigo mismo de vez en cuando - y uno lo hace cuando deja limpio y nuevo el sitio donde quiere dormir.

Desde hace años pertenezco a una especie de lista de correspondencia entre antiguas "promesas" de la literatura mexicana. Una lista más bien flaquita y sin chiste. De hecho, el que pertenecer a ella sea un honor o un desencanto todavía está por definir por la historia. Pero la lista sigue. Hemos conocido incontables historias de amores y desamores, conflictos académicos, mudanzas trasatlánticas y demás. Desde hace meses rara vez respondo. Me limito a ver el ir y venir de pequeños dramas cotidianos. Hace un par de semanas, sin embargo, una de las promesas que se han concretado en algo - vamos, que tiene libros publicados e incontables becas - comenzó a hablar de cuán orgullosa está de que está escribiendo "poesía de verdad". ¿Cómo? Sí, básicamente, según explica, está orgullosa de que ya no escribe poemas de amor sino de otras cosas - lo cual, afirma, la convierte en una verdadera poeta.

Yo, poeta de pacotilla, me quedé pensando en la vergüenza que debo ser para los que me consideraban, también, una especie de poeta en potencia. A mis 30 años sigo escribiendo poemas de amor de vez en cuando. Qué verguenza. Pero no sé, supongo que es esa estúpida manía mía de volver a leer de vez en cuando a Neruda, a Auden o hasta a Cioran y a Wolfs. La tontería esa de encontrar que los grandes superventas siguen escribiendo - sí, que verguenza - canciones de amor. Es que somos un verdadero lastre para las grandes letras. Pero qué se le va a hacer.

Es lunes. Y en esta casa, los lunes se cambian las sábanas. Se sacan a la terraza para que nada huela a nada más que a detergente. Uno se baña antes de meterse a dormir para que el cabello no huela a cigarro ni el cuello tenga sensación de besos de alguien que no está. Se cambian las sábanas, se lavan los recuerdos, se duerme con un par de libros de AM Homes y algunas canciones de Fiona Apple, a ver si el cinismo y la rabia hacen desaparecer una cierta tristeza y la sensación de que la cama es enorme, como un océano o un larguísimo trayecto en carretera.