30.9.08

Postales desde Shanghai (con ligero retraso)

Previo

El Congreso no terminó tarde. Los chinos cenan temprano y ordenadamente, así que la cena de clausura estaba programada de 18h00 a 20h30. Y así fue. Llegué un poco tarde, por aquello de la vanidad. Había vestido de clausura de Congreso en mi maleta y tocaba ponerselo y salir lista, como princesa. A decir hasta luegos y nos veremos el próximo año.

El asunto se extendió, entre discursos aburrídisimos y sesiones maratónicas de fotografías. Después, fuimos al hotel a cambiarnos – pretendía conservar un poco más el glamour, pero era imposible. Todo mi cuerpo pedía a gritos unos jeans y tenis. Ya vestidos de civil – pero maquillada y todo – nos fuimos a buscar un bar. Acabamos en un sitio llamado Alice donde habia bailarinas en poquísima ropa. Un par de las chicas del grupo, musulmanas, estaban incómodas. Eramos tantos que logramos que nos abrieran un privado. Y estuvimos bebiendo un rato pero después nos fuimos a bailar – con esa sensación de olvido, de bailar en absoluto anonimato. Con esas risas. Parecía que hubiéramos tomado más. Yo me tomé dos Long Island Iced Teas… pésima idea. Tan mala que cuando regresamos al hotel, estuvimos bromeando con fotografías y pasteles de luna pero yo no pude hacer la maleta.

Miércoles


Despertar tarde y empacar contra reloj – literalmente. La peor maleta de la historia. Todo a presión, todo corriendo. Todavía necesitaba hacer el checkout y ya era la hora de que llegaban por mí. Hice el checkout y pretendían que solucionara algún problema local. Pero yo ya estaba off duty. Por lo menos por unos días.

En mi auto privado – esto de ser VIP – salimos con Vlada y Greg. Todos íbamos para Shanghai. Al final, mi viaje en solitario no iba a ser tal y me sentí tan, pero tan tranquila de saber que no iba a lidiar yo sola con la locura de otra ciudad. Nos reunimos en el aeropuerto y tuvimos unas últimas risas – Greg que no se iba con nosotros, Sebastian que intentó pasar su perfume y lo mandaron a documentarlo, la pata de pollo (trofeo de karaoke) que arrancó las carcajadas de los guardianes en el punto de seguridad.

En el vuelo, hablábamos de la vida: de si uno está satisfecho o no, de si se pudiera o no morir mañana. Y en eso, una aproximación en falso a la pista de Shanghai. Vlada y yo nos miramos entre aterrorizados y divertidos, esperando que pudiéramos llegar al fin.

Una vez en tierra, los alemanes se impusieron: tocaba subirse al tren rápido con tecnología alemana que es tan caro que sólo se ha construido en Shanghai. Es cierto: alcanza los 420 kilómetros por hora. Quedamos de dirigirnos a nuestros respectivos hostales y regresar al mismo punto a las 6 de la tarde, para cenar y eso.

Mi hostal – una antigua fábrica de toallas reconvertida – era perfecto. Mi habitación doble justa para mí. Incluso me ayudaron a llevar mis cosas. En cuanto las dejé sobre la cama, me senté… y me dormí. Durante las siguientes cuatro horas no hubo poder humano que me despertara: ni siquiera la perspectiva de ver el panorama shanghainés.

Me levanté a tiempo, me bañé y alcancé a los chicos, que se cocían en la humedad imposible de Shanghai. Caminamos hacia el restaurante donde nos veríamos a tomar algo con una amiga de Vlada. Una terraza en la Concesión Francesa que podía, perfectamente, estar en la Colonia Roma de la ciudad de México o en el Eixample. Un bar australiano. Tomamos ahí el primer trago y luego nos fuimos a un típico restaurante shanghainés donde, gracias a los esfuerzos de Olga, tuvimos una de las mejores cenas del viaje… por unos 30 yuanes por cabeza.

De ahí caminamos a otro bar de expatriados a esperar más amigas de Olga. Estábamos cansadísimos, obviamente agotados. Y ellas llegaron perfectas, recién maquilladas, como si fueran Barbie Australia y Barbie Wisconsin. Barbie Australia tiene sangre china y habla algo de chino. También tiene unas tetas impresionantes y llevaba un vestido de cóctel. Pocas veces en mi vida me había sentido tan underdressed en frente de alguien… pero estaba tan cansada que tampoco importaba tanto. Barbie Wisconsin es morena, delgadita y mona. Estudia bioquímica o algo muy así. Está a punto de irse a trabajar a Holanda y luego a estudiar a Barcelona. Pero está preocupada: habla un poco de mexicano porque su familia es mexicana, pero no sabe si va a entender el español de Barcelona (sic – or should I say sick, really sick). Demás está decir que yo ya no dije nada y mejor me fui a dormir. La tarjetita con la dirección de mi hostal fue mi mejor amiga en estos días.

Jueves


Nos quedamos encontrar tarde, para desayunar. Nos encontramos más tarde de lo esperado porque yo no pude comprar los boletos a Hangzhou – la fila era horrible – y porque Sebastian dejó su tarjeta de crédito en el cajero. Pero todo solucionado, nos tomamos un café en un Starbucks (carísimo, como en todos lados) y luego nos fuimos al Instituto de Planeación de Shanghai. Tuve unas vacaciones temáticas de lo más simpáticas – nada de arte ni shopping: arquitectura y planeación. Me encantó, pero me cansé, y me fui a buscar otra oficina de boletos de tren. Nada. Regresamos y fuimos a comer a una zona de “artistas”. Tiendas monísimas con ropa imposiblemente cara. Como en Barcelona. Además, no tenía ganas de probarme.

Luego caminamos y caminamos y caminamos a ver un par de parques y luego una zona “renovada”. Es un centro comercial. Y parece Disneylandia. Nos quedamos ahí 20 minutos y salimos corriendo de ahí. Nos fuimos primero hacia el Bund, a ver la zona donde estaba el hostel de los chicos y el skyline del Pudong. En el bar del hostel nos tomamos una cerveza antes de salir hacia la recomendación de la noche. Después de media hora perdidos, terminamos en un restaurante Uygur donde Vlada habló en ruso con los meseros y todos teníamos una cara tan, pero tan larga que daba miedo. Acordamos de ir al día siguiente a la ciudad antigua. Primera hora otra vez.

Viernes

En el punto de encuentro a las nueve de la mañana. Casi todos tan puntuales – Florian, que es sabio, nos mandó literalmente por nuestras cocas y se fue él solo en su ruta. Nosotros comenzamos a caminar lentos, entre cafés, casas de cambio y mi malísimo mapa que no dejaba nada en claro. Después de un rato, cruzamos una frontera estética que nos gritó que estábamos en el pueblo viejo: la moda pijama (andar en la calle con pantalón de pijama y chancletas) se extendía por todos lados. Sebastian compró dumplings de no sabemos qué por cuatro yuanes. No nos los pudimos comer de asquito. Cuando llegamos al templo que buscábamos, pagamos dos yuanes por entrar y nos dieron nuestras varas de incienso. Entre buda y buda nos explicaron cómo rezar. Y yo di las gracias a los cuatro puntos cardinales por esos rincones de tradición en medio de tantos edificios enormes.

Seguimos caminando hacia la zona de los mercadillos de antiguedades. No compré nada antiguo – nada más unas bolsas de seda. Siguiente parada: el mercado de insectos. Los chicos no entendían nada y no me creían que los grillos y saltamontes son mascotas. No me creían hasta que vimos a unos hombres entrenándolos y analizando un video con peleas de grillos. Así. Salimos acicateados por el ruido y los olores, a seguir callejeando entre los paupérrimos restos de la muralla. Desembocamos en el mercado Yuyuan donde están unos magníficos jardines --- que nadie visita. Me indigné cuando ví un Starbucks a la mitad de la zona más tradicional. Comimos rápido y decidimos ir al fakemarket. Duramos tres horas recorriendo edificios con ropa, pésimas imitaciones y gente que quería vendernos TODO. Yo compré en la segunda parada una maleta, que originalmente costaba 500 yuanes, por 220. Y regresamos a la ciudad. Quedamos de vernos más tarde, pero yo ya no estaba para los chicos ni para las Barbies, que tenían plan conjunto. Así que me fui con Zeynep y su esposo a dar una vuelta por el Bund y luego los llevé a cenar al shanghainés magnífico de la primera noche. Increíblemente, logré ordenar casi lo mismo y hasta conseguimos un tenedor para Tallat. Estaba exhausta, así que me despedí de ellos y otra vez, utilicé mi súper tarjeta del hostal para llegar a casa con menos de 20 yuanes.

Sábado


El día anterior mi chino había probado ser bueno, pues logré comprar los boletos para Hangzhou. Les había entregado a los chicos los suyos y saldríamos a las 7h40. Pero nunca me enteré de qué estación. Entré en pánico --- pero luego le enseñé a un taxista mi boleto y me llevó raudo y veloz. Avisé a mis tres compañeros de viaje pero nadie se enteró – y los alemanes perdieron el tren.

Yo me imaginaba en Hangzhou una ciudad lindísima, tranquila, natural. Nada. Son seis millones de habitantes y tiene un súper lago que es la atracción. Desayunamos occidental (McDo) mirando el lago, las tiendas carísimas que lo rodeaban, su transformación en una especie de Epcot Centre. Vlada quería subirse a una bicicleta, pero yo no puedo con esas cosas. Así que quedamos de vernos en dos horas. Y comencé a caminar alrededor del lago. Pero no me había dado cuenta qué tan largo era. Total de que caminé sola durante cuatro horas y media sin parar hasta darle casi toda la vuelta. Avisé por teléfono que me olvidaran e hicieran su propio día. El mío fue lindo y productivo: finalmente, tengo métodos griegos de reflexión y fui arreglando el mundo mientras veía a todos los turistas chinos y yo escuchaba música en mi ipod. Era tan rara estando sola, ese día ahí, que los niños se tomaban fotos conmigo. Luego me subí a un barquito, fui a los islotes y regresé. Justo a tiempo para correr – literalmente – el par de kilómetros que me separaban de la estación.

Llegué al tren, me senté… y me dí cuenta que los chicos no estaban. Y, efectivamente, nunca llegaron. Regresé sola, medio dormida, medio planeando qué hacer. Olga me recomendó que fuera a un massage o a que me hicieran las uñas. Al final me decidí por lo último, pero se tardó más de lo esperado. Los chicos fueron al restaurante recomendado, ordenaron, mientras yo terminaba en el salón, tomaba un taxi al hostal, me cambiaba y regresaba al restaurante. Cené rápido – eran las 10 y media y la gente se duerme temprano, así que nos estaban apagando las luces. La última noche tocaba ir a un bar más mono y fuimos a uno totalmente indochinesco. Es más: nos sentamos en una cama (sin zapatos mis uñas se veían más bonitas) y tomamos tragos con ron. Todo muy sofisticado. Besos a Vladimir y a Olga (que es tan bonita como un cuadro pre-rafaelista) que se iban al otro día a Beijing. El plan de mi último día era ver arte – los planners querían irse a ver los suburbios de Shanghai. Pues adelante.

Domingo


Pensé que iba a dormir hasta tarde, pero no lo logré. Hasta contesté correos y todo antes de desayunar propiamente en el hostel y limpiar el exceso de papeles en mi portafolio. Después salí de nuevo a la concesión francesa, a buscar la fábrica de algodón azul de Shanghai. Y la encontré. Y qué peligro. De ahí, al distrito del arte. Toda la mañana y parte de la tarde viendo la nueva cara del arte en Shanghai en una antigua fabrica. Compré unas fotos y fui invitada por un fotógrafo a su estudio, donde me regaló mi nombre en chino (algo así como una mezcla de una letra que representa a Shanghai y la expresión “belleza serena”) y me pidió permiso para tomarme fotos. Ya qué hacia yo. Le tomé fotos a él y a su asistente en pura reciprocidad.

Cuando terminé, comencé a caminar hasta la siguiente estación. Otra vez sentí cómo la gente me miraba – estaba caminando por una zona nada turística, sólo guiada por mi mapa. Llegué al metro y me fui directo a Pudong, a ver el edificio más alto, con sus 100 y pico pisos. Hacia sol cuando llegué. Tomé fotos de más novias y más edificios. Todo creciendo como si fueran hongos – como si construir edificios de más de 100 pisos fuera el pasatiempo de alguien. Llegué y asumí pagar los 150 yuanes que cuesta subir al observatorio. Para lo que no estaba preparada era para dos horas de fila. Pero como los chinos son sabios, te hacen creer que ya vas a llegar… siempre. Hay una fila y luego te pasan a otro cuartito a hacer otra fila. Y así hasta el final. El punto es que ya me tocó ver Shanghai de noche desde arriba… y tampoco me quedé mucho. Ya estaba enfadada. Caminé un poco por el Pudong y luego tomé el tunel para cruzar hacia el Bund – que no vale nada la pena. Había quedado de verme con los alemanes a las 19h30 y llegué 19h33. Lo máximo. Hablé un rato con ellos y decidimos lanzarnos a la aventura a un restaurante que Lonely Planet marcaba como “barato”. Las sorpresas fueron dos: estaba cerrado por renovaciones y era casi tan caro como cenar en el Hilton. Así que caminamos hacia la Concesión Francesa – again – y nos metimos en el primer restaurante que vimos: en realidad lo que vimos fue la cocina y tenían tales carcajadas que pensamos que era una buena opción. Cenamos bien, pero raro: sobre todo por un pescado frío que pidió Sebastian, un arroz con cangrejo apelmazado que pidió Florian y una cosa que pedí yo que era como un arroz con leche en agua rarísimo. Lo siguiente, lo obligado, ir a un bar de expats a tomar un trago y decir adiós casi flemáticamente. Es lo que tienen estos europeos, son prácticos. Yo sería capaz de montar dramas infinitos cada vez que me despido de alguien a quien ya no sé si volveré a ver en mi vida y me cae bien (como fue el caso). En fin. Llegar al hostal, hacer maleta y dormirse unas horas.

Lunes (previo al vuelo)


Me levanté temprano, pero sin prisas. Salí y me despedí de la chica de la recepción, quien amablemente me escribió el nombre de la estación del tren rápido en un papelito. Taxi casi en la puerta. Nada de tráfico (día festivo). Tren rapídisimo, pero no tanto – ahora no alcanzó los 430 km, sólo como 380 -. Larga cola para check in mientras el nervio del sobrepeso. Nada. Escribir postales sentada en el suelo del aeropuerto gastándome con ello mis últimos 50 yuanes. Pasar el arco de seguridad y dar explicaciones por los dosmil cables y extensiones en mi oficina portátil. Mirar en las tiendas del aeropuerto y no comprar nada, por necedad, por falta de ázucar, porque tampoco necesito comprar nada. Comenzar a darme cuenta del tipo de vuelo que sería, con tantos niños. No pensar que me voy y no sé cuándo – o si – regresaré a este país.

29.9.08

Viñetas de vuelo en un lunes desde Shanghai

Cuento tranquilamente una docena de niños chinos, siendo lentamente importados a España gracias a los afanes transportadores de una compañía holandesa. Hay parejas que viajan también con sus otros hijos – los propios. Hay otras que viajan sólo con su niño chino. No estoy segura de que las autoridades hayan hecho una elección muy Buena al respecto de las parejas: especialmente me preocupa la de atrás de mí, con una niña que parece tener un pequeño problema de aprendizaje. Pero no son del todo cariñosos. Le hablan de pronto agresivamente. Y de verdad me pregunto cómo es que se hace la selección o qué tan frustrados están estos nuevos padres después del proceso – que debe ser lento, largo, doloroso.

No sé a dónde quiero llegar. Literalmente. No sé si quiero ir a mi casa, a mi cama en Barcelona o hacer otra parada técnica en Rotterdam, en La Haya, en México, en Beijing. Se estaba bien en esos sitios. Se estaba bien en Rotterdam. Pero hay que regresar a la vida normal.

En la misma fila que estoy yo, a dos asientos, está sentado un “chico” de unos – imagino – 36-38 años. En la pnatalla, están pasando Kung-Fu Panda (muy apropiado regresando de China). No es que esté atento, no. Atento es un verdadero understatement. Está absolutamente absorto en los muñecos animados, y sonríe. Acaba de salir mi frase favorita de esta peli – porque tengo una frase favorita en esta peli, que he visto en aviones. “Today is history, tomorrow is a mistery and the only thing we have is today. That’s why it is called the present”. O algo así.

La familia que está enfrente de mí, con una niña china muy morena, parecen unos padres casi perfectos. Tienen unas gemelas de unos cinco años que los siguen a todas partes. Y que de vez en cuando acarician a su nueva hermana. Su nueva hermana que ya está cansada después de dos horas de vuelo --- pensar que nos quedan nueve.

Lo más divertido de este post es que no se publicará inmediatamente – tendría tiempo de enmendarlo si fuera necesario. Lo cual en realidad podría ser ya que, cortesía de una copa de vino blanco y un poco de Bailey’s, estoy estupendamente mareada (por no decir alcoholizada). Esta esperanza vana mía de dormir en el vuelo…

Tengo la sensación de que me faltan regalos, de que no compré lo suficiente. Y sin embargo, tengo tantas fotos maravillosas, tantas imágenes que se me quedaron grabadas y no puedo dejarlas ir. Y luego los olores. En algún sitio se quedó un suéter directamente apestoso con mi perfume – me gusta ponerme mucho. Me llamaron para avisarme. Y entramos en la discusión de qué sucede cuando puedes o no reconocer un perfume en otra persona. Y resultó, como por asunto de gracia, que alguien cercano a mí en mi aventura china usaba un perfume que yo ya daba por prohibido. Y le dí permiso de quitarle lo prohibido. Estuvo bien, he de decir. El exorcismo del aroma.


No puedo creer que esta noche estaré en casa. No puedo creer que haya pasado más de mes y medio fuera, haciendo cosas. No puedo creer que hasta ayer noche me comunicaba en inglés y en chino mínimo. No puedo creer que estoy regresando.

Voy a hacer como que escribo. A ver cuánto me dura la batería de la compu o la energía para escribir. --- mentiras… estoy viendo las fotos. Quiero más.

Ahora estaré en los recuerdos de muchas familias, sin quererlo: apareceré asomada, en sus videos, en los que muestran el vuelo en el que están llevando a sus hijas (no veo niños) a sus nuevas casas catalanas. Me preguntó qué pensarán el resto de los orientales que nos acompañan en el vuelo – cuál será su opinión de esta exportación tan particular. Y no puedo dejar de acordarme de Maca y de su blog que afirma que en China se regalan niños como iPod. Vamos, todo a cambio de una módica cantidad.

Faltan tres horas de vuelo y la gente se está poniendo pesada. Y me queda un 26 por ciento de batería. Comienzo a tener miedo. Según la pantallita, estamos pasando por San Petersburgo. ¿Y si me bajo a ver qué encuentro? Total, que al cabo con mis maletas tengo suficiente para amortiguar la caída – tanta angustia para encontrarme con que a los chinos de la aerolínea holandesa ni siquiera les funcionaban las básculas en el aeropuerto…

Yo quería comprar más cosas en el aeropuerto. En concreto, necesitaba comprar y sustituir un regalo que me dieron mis anfitriones chinos – era una funda para el móvil, pero mi cámara cabía perfecta. Mi cámara de la cual ya había perdido la funda en una de las borracheras post-congreso. Además, era perfecta porque tenía la mascota de las olimpiadas verde, la golondrina, la que se llama Nini – como me dice mi abuela. Me sentía identificada y todo. Y ahora seguro está tirada en algún sitio en Hangzhou, sin que nadie pueda regresármela.

Tengo sentados a mi lado creo que un par de alemanes, porque hay algo que me dice que no son holandeses. Pero quizá sólo son mis ganas de que no sean holandeses porque en general los holandeses me caen bien y estos son un poco sosos. O un mucho. Pero se quieren y se dan de besos. ¿Será sólo terrible envidia?

La chica china que está sentada al otro lado del pasillo se durmió. Antes de dormirse, sacó una especie de calcomanías con forma de estrella con las que cerró sus párpados. Era, cuando menos, rarísimo mirarla.

Tengo unas ganas locas de tomar fotografías pero me da miedo que la gente se enoje conmigo. Soy una pésima fotorreportera.

Ya casi acabo la relatoría de Shanghai. Lástima que también mi batería quiera morirse.

28.9.08

Grand finale


No puedo cantar victoria ni fin aún: y sin embargo, no tengo más qué pedirle al destino que un trago de vodka, té verde y litchi en una terraza de la Concesión Francesa, hablando en inglés con dos alemanes. No cabe duda que somos ciudadanos del mundo. No cabe duda de que siempre me equivoco al no tomar fotografías de muchos pequeños momentos - y eso que tengo el gen japonés. No cabe duda que me gusta, me encanta, parece que necesito, complicarme la vida.

Mañana, a mis 10 de la mañana, tomo un avión de regreso hacia las Europas. Desde ese avión se hará la crónica de Shanghai. Mientras tanto, 10 hitos:

- Comer y ordenar shangainés en un restaurante típico en Fumin Road.
- Aprender a pronunciar el nombre de la calle donde está tu hostal y guiar cada noche a un taxista hasta ahí.
- Descubrir entre las callejuelas el taller de algodón tejido en azul y comprar a señas.
- Salir asqueado del "fake market" con todo tu dinero en los bolsillos.
- Subir al piso 100 del Shanghai Financial Center y descubrir que no, así no le tienes miedo a las alturas.
- Ser fotografiada por un artista en el distrito artístico y tener traducción simultánea de la conversación gracias a su asistente de 20 años.
- Quedarte mirando una nariz enorme y unos labios gruesos y pensar que son hermosos, a pesar de todo.
- Ir al mercado de insectos con un serbio y un alemán y verlos escandalizarse ante las peleas de grillos.
- Tomarte una foto con una niña vestida de tradicional rojo chino en el islote a la mitad del lago de Hangzhou.
- Mirar las luces de uno y otro lado del río y pensar que sí, que a pesar de todo, eres muy, pero muy afortunada.

21.9.08

Bambalinas

Hace años, cuando seguía en la preparatoria, fuí parte de un espectáculo musical en el que, entre otras cosas, cantábamos "Africa" y "Fantasy". ¿Quién me iba a decir que casi diez años después iba a ganar un concurso de karaoke en una ciudad china con esas canciones? ¿Quién, que el premio iba a ser una horrorosa pata de pollo - foto pendiente? ¿Quién?

Sigo agotada pero no me puedo quitar la estúpida sonrisa de la cara. Hasta parece que el sol sale a mi favor.

19.9.08

Una imagen



(Pies cansaditos después de primer día de Congreso y cena de gala con todo y espectáculo chino-ruso-ochentero-comunistoide-ultraguay incluido. Ya se hablará de ello en próximas entregas. Por lo pronto, a escuchar musiquita en la tina. Ciao).

18.9.08

El Ciudad Valles del Lejanísimo Oriente

Me dio el silencio después de dejar Beijing porque me dí cuenta que no sabía para dónde me llevaban. Entre las cosas chistositas que tienen los Congresos en el mundo, es que luego paras en sitios en donde nunca, pero jamás, se te hubiera ocurrido poner un pie. Como Dalian, en China.

A decir verdad, me costó ubicarla en el mapa. Al principio lo que me parecía más atractivo era la posibilidad de venir de este lado del mundo, no importaba a dónde. Y ahora resulta que estoy en una pujante ciudad entre industrial, portuaria y turística. Lo cual, en realidad, nos ubica más bien en Tampico que en Ciudad Valles. Pero resulta que Tampico no conozco y Valles sí. Otra diferencia importante: la ciudad tiene cinco millones de habitantes. Y esta sensación loca de febril actividad que ya había detectado en Beijing – aunque no sea tan bonita.

Escribo esto sentada en una mesa de trabajo del verdadero negocio familiar – de la verdadera maquiladorita donde todos trabajan… como chinos. Son las diez de la noche. Mañana se inaugura el Congreso. Y en palabras de Chen, una de las chicas de logística local, en China “si el Congreso es un día, el programa no está hasta el día antes. O incluso sólo unas horas antes”. Me estremecí. Me acordé del “no se preocupe, guerita, que también de esta salimos”. Y salen, los condenados. Por eso, estamos en la casa del impresor, haciendo los posters de la exposición que ha cambiado de tamaño y forma ochocientas veces (ya me matarán mañana los expositores), un libro sobre planeación, más gafetes (porque no están todos los de la lista) y unas cajitas forradas de rojo para los gafetes, que tienen a mi compañera de afanes histérica.

Además de la línea de producción de productos gráficos – en un par de horas los he visto sacar varios tirajes de libros, un folleto de bienes raíces, tarjetas de presentación, los posters, una agenda – en el chiringuito de al lado hay una tienda de abarrotes. En realidad, primero creí que estaban conectados por atrás por ser una especie de familia, pero ahora me doy cuenta que se trata de una especie de zona de servicio común. Esto de los baños de aguilita me parece… de lo más higiénico, ja.

Como a media hora en coche, me espera una cama enorme con sábanas impecables en una habitación del piso 26 de un hotel. Lo simpatico es que es un hotel “chaparrito” comparado con los demás que se levantan a su lado. Y a mí ya me dá vertigo con ese elevador. La televisión sólo tiene canales en chino – bueno… uno de ellos es de culebrones (chinos) subtitulados en inglés. El buffet de desayuno es más bien malísimo y el decorado art-decó hongkonés es de un kitsch impecable con sus brocados rojos, sus adornos de crystal cortado y los remates dorados por todos sitios. Pero bueno… ahí estamos. Aguantando como unas campeonas.

Aquí sí podría estar completamente perdida. Tengo un teléfono móvil local con números de emergencia y la típica tarjetita con la dirección de mi hotel en chino. Aquí sí muy poca gente habla en inglés. Además, no me ha tocado encontrarme con los niños, que son los más aventajados y desvergonzados en aquello de hacer sus pininos con el idioma. La gente escribe un inglés bastante bueno, pero hablarlo es otro cantar. Yo no digo nada: creo que sigo sin dominar el “nihao” con la pronunciación correcta.

En medio de la locura, me doy cuenta de una cosa: me pongo más histérica cuando estoy solita. Aquí, en medio de un montón de histéricos, lo único que me queda es respirar profundo y poner una bonita cara. Por lo pronto ya sabemos – algo – de mi futuro. A ver si es cierto. Anoche, además, por primera vez en mucho tiempo, tuve con alguien una confusión de tiempos – me habló a las diez de la noche para descubrir que eran mis cuatro de la mañana. La culpa, parece, la tiene la compañía china de telefónos, que retrasa mis mensajitos. Pero ni me enojé de que me despertaran. En realidad fue bonito saber que siempre, en algún lugar del mundo, hay alguien que piensa aunque sea un ratito en ti.

17.9.08

Lo que me trajo hoy MTV China

Sometimes time doesn't heal
No not at all
It just stands still
While we fall
In or out of love again I doubt I'm gonna win you back
When you've got eyes like that
They won't let me in

Always looking out

(Jack Johnson - If I Had Eyes")

16.9.08

Y por cierto...

¡viva México!

De murallas, callejones y escenografías

Según una de las guías que Gaby y yo hemos estado leyendo en los últimos días, hubo una época durante la construcción de la primera fase de la Gran Muralla China en la que miles de chinos murieron de inanición porque los campesinos fueron obligados a trabajar en la construcción, dejando de lado la búsqueda del alimento. Esta noche, justo debajo de la plaza Tianamen, hemos visto a más de una decena de personas dormir sobre cartones, con sus pertenencias recogidas en bolsas de basura. Y no pudimos dejar de preguntarnos si eran ellos los damnificados locales. Si como aquellos que se murieron de hambre por culpa de la Muralla, no ellos están durmiendo sin techo en respuesta a otro proyecto de Estado como las Olimpiadas.

Salimos temprano. Era nuestro último día en Beijing y queríamos aprovecharlo al máximo. Junto a la plaza - ahora cerrada porque la están preparando para la clausura de los Paralímpicos mañana - está la estación de autobuses para tours. De donde salen todos los tours a la Gran Muralla. Todos los tours en Chino.

Como estamos hechas unas aventureras, envalentonadas porque nos cuidamos las espaldas, nos fuimos al tour. Elegimos uno que iba a las Tumbas Ming y a la parte "más turística" de la Muralla. Con todo y comida, el asunto eran 160 yuanes, o sea, poco menos de 16 euros. Y bueno, nos subimos al autobús - con otros cuatro rubísimos occidentales y 40 y tantos chinos.

Nada más arrancar, la chica que dirigía la expedición comenzó a hablar. Y a hablar. Y a hablar. Yo había logrado borrar ya su voz de mi mente cuando Gaby llamó a mi atención que la mujer tenía 35 minutos hablando sin parar, sin grandes variaciones en la voz, sin gesticular. No en balde varios de los oyentes se quedaron dormidos. La primera parada, cerca de las 11, fue a comer. Otra vez mi yo poco aventurero miró algunos platos y se puso a comer arroz y verduritas. En el sitio vendían toda clase de jade y medicina natural del estilo placenta de venado. No, no compramos nada.

La siguiente parada fueron las Tumbas - sin explicación en inglés. Nuestra "guía" sólo sabía decirnos a qué hora teníamos que estar de regreso en el autobús. Caminamos por el Mausoleo y lo encontramos mono, aunque un poco soso. Veredicto: todas las ruinas importantes en Beijing fueron repintadas hace no más de un mes. Estas no.

Tercera y última parada: la Gran Muralla. Por más que me esfuerce en explicar cómo me duelen las pantorillas y los metatarsos, no puedo contar con exactitud la frescura del viento en esa cosa que serpentea por las montañas. Mis ojos se llenaron de piedras, de niebla, de carritos que suben con ruidos extraños como el trenecito del Parque Alcalde, de atletas paralímpicos bajándose de su silla de ruedas para subir (o bajar) a manos pelonas alguna de las cuestas. Y toda esta gente con sus cámaras, tomándose fotos. Riéndose tanto. Detiendo a los occidentales para fotografiarlos. Porque sí, aquí uno es el rarito. Por una vez.

De regreso, dormimos. Entramos a Beijing cuando estaba devorada por un intenso tráfico. A lo lejos, entre decenas de nuevos edificios de departamentos, ví las enormes pantallas que trasmiten las noticias y los juegos. Pensé que podría ser conveniente vivir cerca de una si no puedes comprarte un televisor. Me arrepentí al momento.

Cuando llegamos a la estación, aún llovía mucho. Tomamos un café refugiadas en un sitio cualquiera y después, en cuanto amainó, fuimos a visitar la calle Qianmen. La estaban renovando para las Olímpiadas, pero se tardaron un poco demasiado. Ubicada del lado contrario del Palacio Prohibido de la Plaza Tiananmen, es una antigua zona comercial. Pero la borraron. Construyeron una callecita que puede estar en cualquier parque temático del sur de California. Tan es así que las calles laterales están cerradas con candados y puertas de madera, como una escenografía perfecta. Encontramos una calle por la cual salirnos del set y llegamos a un sitio donde se venden zapatos baratísimos, y blusas de seda y gorras verde militar con estrellas. Y seguimos caminando. Y nos metimos en un Hutong, esos barriecitos-callejuelas que el gobierno recomienda visitar de día. Y eso era lo que había atrás del decorado: gente que vive en habitaciones, con baños comunitarios, con sonrisitas apenadas detrás de las cortinas.

Volvimos a la escenografía y luego hacia la Plaza. Caminamos hacia el hotel y cenamos en un modernísimo restaurante chino-japonés (nada parecido a los de Barcelona, por cierto - como comida rápida, pero versión local). Mientras seguía saboreándome la malteada de té verde que me tomé al final, no pude quitarme de la cabeza a los que murieron de hambre cuando la muralla, a los que duermen bajo la plaza con las olimpiadas y a los especuladores que quizá mueran de miedo esperando que la calle Qianmen no se quede por siempre convertida en un falso set que sólo atrae a los mirones y a los policías.

15.9.08

Parecería que estas puertas nunca estuvieron cerradas

Pero sí lo estaban. Y ahora miles de chinos y de extranjeros las cruzan todos los días, y se divierten en los patios que antes estaban cerrados sólo para los emperadores y sus más cercanos amigos. Quizá lo más romántico, lo más dulce, es ver a los ancianos que seguramente sabían de la Ciudad Prohibida como algo lejano entrar de la mano de sus hijos o nietos y llenarse los ojos de los techos con esmalte amarillo o de las extravagantes colecciones de palacio – los relojes, las teteras de jade, los jardines con cascadas falsas. Hay una sensación de Disneylandia trasnochada tras los muros y las enormes filas para comprar los boletos de entrada a los museos, en las tiendas de recuerdos y los sanitarios con “calidad cuatro estrella”. Hay un montón de sonrisas, y millones de fotos que se toman en cada esquina, en cada lugar bonito. Hay algo profundamente dulce en la Mirada del Mao Tse Tung que cuelga de la entrada de la Ciudad Prohibida. Algo que seguramente Warhol ya había visto. Algo que los guardias de palacio no entienden, porque no dejan a los turistas tomar fotos.

Parecería que en esta plaza nunca pasó nada, con sus enormes y coloridos adornos florales celebrando los paralímpicos. Con su museo con estatuas en favor de Mao. Pero entonces uno mira a la bandera – pequeña – que ondea en su orgullo colorado. Entonces uno ve a las decenas de guardias jovencísimos, vestidos de verde, que miran a los paseantes casi sin moverse, bajo el inclemente sol. Y entonces uno se acuerda que en esa Plaza – esa, que, de nuevo, se parece tanto al Zócalo y de pronto a Tlatelolco – un montón de jóvenes se quedaron, mirando hacia adelante, hacia un sitio diferente.

(“Sé crítica”, me dijo alguien antes de salir de Barcelona. Y soy crítica. Pero también sé que los pekineses – me pregunto si aún se dice así – merecían estas olimpiadas. Con sus sonrisas y sus intentos por entenderte (y hacerse entender), con sus super-pobladas líneas del metro, con sus parques donde la gente hace uso real del espacio público bailando, cantando opera, haciendo ejercicio, volando papalotes… quizá mi mirada sea demasiado dulcificada y mis palabras resuenen tras una cortina de vaselina que hace que todo parezca más romántico. Pero aquí la gente trabaja. Mucho. Y está contenta de tener unas Olimpiadas. Y estoy segura de que las merecían).

Menús: mi espirítu aventurero, resulta, es menos de lo que uno podría creer. Fui con G al mercado de “snacks” cerca de nuestro hotel y se nos revolvió el estómago de tanto olor a fritura… también es cierto que la vista de brochetas de serpiente no ayudaba mucho. Al final, cené pato Beijing. Bue-ní-si-mo. Y descubrí que para tomarse un café relativamente decente hay que ir, sorpresa-sorpresa, a un McDo. Y que las cervezas “normales” son de 800 mililitros. Vaya pues con este extraño país de la relativa abundancia

14.9.08

Sauces llorones, budas inmensos, sol lagañoso

Cuando abrí la ventana esta mañana-madrugada, desde el avión podía ver un montón de edificios altos de departamentos, de cuando menos 15 pisos cada uno. Pero los percibía a través de una densa neblina, como nata. Y me acordé de mi mamá que dice que cuando vivíamos en el DF me sacaba a que viera "el sol lagañoso".

Beijing está cubierto por una nata grisácea que hace que los atardeceres sean espectacularmente rojizos. Específicamente hoy, fiesta de la mitad del otoño, de la luna, cuando una inmensa luna llena se asomaba entre los barrios obreros que mi compañera de viaje y yo tuvimos a bien visitar. Es cierto: estábamos semi-perdidas. Pero bajo la excusa de que todo es nuevo y nos genera un entusiasmo fuera de lo normal, caminamos entre callecitas estrechas pobladas por cientos de vecindades y vecinos que nos miraban casi como si fuéramos extraterretres. Supongo que es la misma mirada de extrañeza: con la diferencia de que, por una vez, nosotras con nuestros rasgos occidentales somos minoría.

Tengo el cuerpo entrecortado de dos noches sin dormir (más un inicio de fin de semana épico), pero necesito escribir para acordarme: escribir que esta noche en el parque Benhai, cenamos a la orilla del lago donde decenas de personas viajaban en barquitas, remando, todo iluminado en colores rojizos. Comí unas verduras muy picantes, arroz, un par de cervezas Tsingao. Los farolillos rojos están por todos sitios. Y las flores. Y la gente bailando en el jardín hasta antes que comenzara a caer una tormenta de verano. Alrededor del lago hay muchos sauces llorones que, justamente como se veía en las caricaturas de mi infancia, bailan con una elegancia particular ante los embates del viento.

Antes de llegar al parque, mi compañera de viaje y yo habíamos ido primero al Estadio Olímpico y luego al Templo Lama. Muchos budas se suceden en una conglomeración de pequeños templos donde la gente ofrece manojos (literalmente) de incienso. Me hubiera gustado poder tomar una foto a ese olor a sándalo que me colaba entre las coyunturas de la rodillas y en las manos. Al fondo, ya casi para cerrar, descubrimos un buda de 23 metros, hecho con la madera de un solo árbol de sándalo. No pude evitar pensar en el árbol en Tula e imaginarlo - entre terribles escalofríos - convertido en un Juan Dieguito o en un Marcos de veintitantos metros de alzada.

No es todo lo que se queda en mis ojos el día de hoy. Quizá lo más extraordinario, el parecido a la caótica Ciudad de México que encuentro en Beijing, lo lindos que son los niños cuando sonríen y la luna llena que iluminaba nuestros pasos (aún mientras andabamos un poco perdidas), también llevándose recuerdos para quienes tengo en la mente hoy y que pronto, en unas horas, verán anochecer.

8.9.08

Soundtrack de lunes raro

Que me estoy durmiendo, es cierto. Que los lunes no son días para tener ataques de buena onda, también. Que esta canción me persigue desde que me levanté, tampoco hay duda. Aquí, la Merchant, aún con los 10.000 Maniacs, con These Are The Days.

These are the days you might fill
With laughter until you break
These days you might feel
A shaft of light
Make its way across your face
And when you do
Then you’ll know how it was meant to be
See the signs and know their meaning
It's true
Then you’ll know how it was meant to be
Hear the signs and know they’re speaking
To you, to you.

7.9.08

Pequeños actos de fé

Aquello de aprender a mantener mi equilibrio en una bicicleta hace meses fue una revelación: sobre todo la sensación del viento en la cara y en mis manos. Y digo aprender a mantener el equilibrio porque después de pasar una semana en Holanda me doy cuenta que no tengo ni idea. Paso de ciudad en ciudad y me asombro y me aterro de la manera en cómo pasan de un sitio a otro, cargan la compra, a los niños... vamos, hasta a las visitas.

El viernes tomé un tren hacia Rotterdam. Tenía el cumpleaños de alguien querido allá. Al llegar, lo encontré afuera de la estación, muy sonriente, con alguien más. Ambos con sendas bicicletas. Ya me lo había anunciado pero le dije que yo pensaba caminar de la estación a nuestro destino, tomar un tranvía o en el peor de los casos un taxi. Llevaba una falda amplia y tacones. Pero, como me tardé y tomé el tren demasiado tarde, no había muchas opciones: o me subía en la parte de atrás de su bicicleta y cruzábamos no sé cuántas calles de la ciudad, o perdíamos la reservación.

Ya durante la semana mi jefa - que es tozuda como ella sola - me había hecho subirme en la parte de atrás de su bicicleta para ir de la oficina a su casa. Casi morimos de un ataque de risa. Además, yo temía que mi peso la sacara de balance. Pero no fue así. Ahora, en Rotterdam, dado que él es como 30 centímetros más alto que yo, realmente no me preocupaba ser pesada: me preocupaba caerme y romperme todo.

Pero respiré profundo. Y me senté en la bicicleta, me agarré del sillín y no cerré los ojos. Me fui dando mi primer paseo por la ciudad. Él pedaleaba y me explicaba dónde había estado la línea de fuego, la zona de los más nuevos rascacielos, los museos, los restaurantes asiáticos...

Al final de la noche, después de un par de copas de vino, me fue más fácil subirme. Y de pronto, a mitad del camino, me dí cuenta de que se trataba de un enorme acto de fé. Que no tenía miedo y que estaba disfrutando el paseo. Que confiaba no solamente como uno confia en alguien que conduce un automóvil - finalmente el automóvil es una coraza de metal. Esta vez confiaba en alguien que me llevaba literalmente cargando y quien se cuidó un par de veces de que mis rodillas no dieran contra algún muro de contención.

Mi única conclusión fue que es muy bueno poder confiar así. Y me acordé también que en alguno de mis cuadernos de notas había escrito resultado de una conversación o una película (esta memoria mía de corta duración): "son los pequeños actos de fé los que nos dan esperanza".

Tan cerca y tan lejos

El NYT publica hoy uno de los mejores articulos que he leido en mucho tiempo sobre las redes sociales y el uso publico-privado de Internet - estas cosas que a mi me encantan. Caiga esta perla, dicha por una twitterer y blogger "famosa": ‘You’re being very nice and trying to help me, but though you feel like you know me, you don’t.’ ” Boyd sighed. “They can observe you, but it’s not the same as knowing you.”

4.9.08

Inmovilidad

Según cuenta La Vanguardia de hoy, el Instituto de Estudios Catalanes ha llegado a la conclusión de que la población de Catalunya está "perpleja" ante tanto cambio tan rápido y por eso no sabe cómo adaptarse a él.

La perplejidad me parece una bonita excusa para vivir la vida desde la sala de la casa, mirando lo que sucede allá abajo como si sucediera en la televisión. Y no lo digo por los catalanes. Lo digo por todos los que, de un tiempo para acá, nos escudamos en que las cosas cambian y el miedo que nos dan para no hacer nada, para no decidir, no caminar, no arriesgar. Y entonces me acuerdo de aquel anuncio de Audi que decía: "now that we know that the greatest risk is not to risk".

Pues eso. Ya sé que sueno a las campañas estas de "únete a los optimistas", pero toca arriesgar. Un poco. Salir a la calle y mojarse. Literalmente.

3.9.08

Primer día de clases

Ella es preciosa. Sin lugar a dudas, una de las niñas más bonitas que he conocido en mi vida. Su cara es perfecta, es delgada, sonriente y, por lo menos para mí, simpática. Claro que ella es simpática conmigo (o para mí) porque tenemos una diferencia de 18 años y alguien en común. Pero no sé cómo sea con el resto de las personas.

Ayer hablábamos de su primer día de clases. Se quedó dormida y llegó tarde, casi con media hora de retraso. Y me contó que el primer día uno puede seleccionar con quien se sienta, con quien comparte la mesa. Me acordé de aquellas horas de angustia en las que uno deseaba que su amigo, el otro freak de la clase, llegara a tiempo para poder refugiarse juntos con tranquilidad en un rincón del salón. Y el horror que te tocara sentarte contra alguien más bajo en la "escala" social de la escuela que tú --- si es que esto existía.

En fin, que ella llegó tarde. Y los sitios ya estaban asignados. Y le tocó sentarse con alguien que no es "popular". Nos contó esto con un poco de horror. Su padre - quien supongo que como yo no era un niño muy popular - la miró y se quedó un poco en silencio. "Piénsalo así: para un niño no muy popular es una fiesta que tú te sientes junto a él. Así que deberías ser una buena compañera y disfrutarlo". Ella se quedó pensando. Yo también. Luego seguimos preparando la ensalada.

Ventanas

En casa de mi abuela, la última que fue mi casa en Guadalajara, yo vivía en una habitación con un gran ventanal hacia la calle. En términos de usos y costumbres, era el sitio ideal para que alguien llegara a dar una serenata, o hacer una canción de amor desesperada. L dice que mis relaciones anteriores no son válidas porque nunca, nadie, me ha dado una serenata. Yo le digo que no es cierto: a mis 15 años tenía un galán programador de radio que me llamaba y me iba diciendo cuáles eran las siguientes canciones en la estación. Eso me bastaba por serenata.

Lo contraproducente (o no) de ese ventanal es que se oye o se ve todo lo que pasa en la calle. Estuve el sábado pasado observando durante mucho tiempo, esperando que llegara alguien. Lo curioso es que no sé quién en específico. Y llegaron. Y los que llegaron fueron muy bienvenidos. Y son los que están y deberían de estar.

* * * * *

Estuve en mi ciudad una semana, trabajando. Tanto, que realmente no me pude sentir de vuelta ahí. Me despertaba y veía por la ventana de mi cuarto de hotel una calle que me era conocida, pero no familiar. Fui a la nueva ciudad, a la que creció sin mí. Y era como cuando ves a tu primo favorito y lo encuentras 15 centímetros más alto que tú.

* * * * *

Estuve en casa de la madre de una de mis mejores amigas. Diseñada por su padre, es un cubo blanco perfecto, con grandes ventanales que fueron cubierto con falsos esmerilados para que nadie pueda asomarse. Sólo el sol. Lo más bonito eran los patios de la primera planta, con vidrios sin esmerilar; o esa enorme ventana que está en la cocina y da al parque, donde había niños, y perros, y lluvia.

* * * * *

A través de la ventanilla de un avión, vi Guadalajara, Las Vegas y Nueva York. Intenté no llorar mientras miraba el llano donde se quedaba un pedacito de mi corazón. Me sorprendió cómo Vegas sale de la nada, en medio del desierto y cerca de una gran presa. Me emocionó descubrir Central Park desde arriba. Pero no me sentí tranquila hasta que comencé a ver la orilla de las dunosas playas holandesas. Ahí el próximo destino.

* * * * *

Vivo temporalmente en una pensión en la Van Somethingstraat. Mi habitación, en el último piso de una casa típica, "en una calle muy aburrida" según un crítico observador local, tiene una ventana pequeñita con cortinas azules, desde donde puedo ver quien pasa y quien no. A una media cuadra, hay una mujer que da clases de piano. Lo sé porque tiene un letrero afuera de casa y porque tiene el piano en la primera ventana, desde donde puede verse. La ví tocando y, horas después, escribiendo algo en una pesada Remington. Con sus dedos huesudos, largos y blancos, cayendo ligeramente sobre las pesadas teclas. Hubiera querido tomarle una foto, pero me dio verguenza. Si algo he aprendido en este país es que el vidrio debería ser suficiente protección para que no te miren - estás dentro de casa.

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Él es muy crítico con su departamento. Dice que es increíble que hace seis años que lo está arreglando y sea imposible terminarlo. A mí me encantó: lleno de plantas, y de ventanas, con dos gatos, con muchísimos libros. Mínimo, pero suficiente. Hay fotografías que él tomó y dibujos que la niña ha estado haciendo durante años. Quiere tirar uno de los muros que quedan y convertirlo en otra ventana. Es lo lógico, dice, mientras uno de los gatos se encarama en el borde de la ventana y se queda mirando hacia los ciclistas que pasan, rápido, para no mojarse.

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(No cabe duda, pues: cuando se cierra una puerta, se abren varias ventanas).