14.12.11

The last girl in first row

Podría perfectamente ser una canción de Morrissey. Y lo fue. Ayer, contra todos los pronósticos, no sólo escuché el concierto de Moz en Guadalajara sino que estuve con mi mejilla derecha apoyada sobre el escenario mientras lo veía cantar. Y todavía no me lo creo.

* * *

A Morrissey y a los Smiths me los presentaron, como suele suceder, uno de esos amores relevantes de adolescencia. Recuerdo tardes a media luz con Viva Hate o The Queen is Dead como música de fondo. Siempre ahí. Pude terminar con los novietes, pero me llevé a Morrissey como herencia justa que me acompañaba de un lado a otro. De Guadalajara al DF, del DF a Barcelona. No siempre el gusto musical fue compartido con quien estaba conmigo. Igualmente, yo escuchaba mis discos por activa y pasiva, sintiéndome un poco menos miserable en un mundo de miserables. Como diría Alex, los emos, en realidad, nos han hecho siempre los mandados aunque los que escuchábamos esa música no vestíamos perennemente de pantalones de pitillo.

*  *  *

Fue hablando con un amigo que me enteré que Morrissey tocaba en Guadalajara. Me parecía un poco increíble volver a mi ciudad natal y ver aquí a un cantante que había perseguido por varios escenarios del mundo. Al primer concierto no llegaría pero al segundo sí. Ví si había boletos y sólo aparecían algunos que me sonaron demasiado caros. Alex me convenció de que ya conseguiría algo de mejor precio: "no te preocupes. Es cuestión de esperar". Yo, honestamente, temía la espera. Pero si algo tengo es que confío ciegamente en algunos amigos - especialmente en los que sé que no me decepcionarían y saben lo importante que son para mí ciertas cosas.

Regresé de viaje y Alex confesó que, aunque había movido cielo, mar y tierra, no había logrado conseguir boletos: ni caros, ni baratos ni nada. "Pero igual... vamos a la reventa a ver qué encontramos". Un poco enfurruñada, pero aún esperanzada me bañé, me puse jeans, converse y una camiseta negra y me puse a esperar. Pero el subconsciente nos había jugado una mala pasada: Alex se había ido hacia el sur de la ciudad, donde yo vivía con mi abuela hace años, mientras que ahora yo estoy en el norte en casa de mis padres. Entre ir y venir en la principal vialidad que cada vez se hace más complicada - Av. López Mateos - tardó más de una hora y llego cuando mi reloj decía que estaba empezando el concierto.

Sin saber que hacer, volví a confiar en él cuando me dijo que nos fuéramos hacia el concierto. "No empiezan puntuales, traerá telonero, y seguro los boletos estarán más baratos después del inicio". Llegamos, no pagamos el estacionamiento (porque no sabíamos si nos quedaríamos, y la mujer que cuidaba estuvo de acuerdo en cobrarnos después) y fuimos hacia la entrada del teatro. Éramos unos diez los que deambulábamos en espera de una entrada, de cualquier localidad. "Espera... ya veremos...", seguía tranquilizándome Alex.

Yo miraba el merchandising, las camisetas, la gente tomando cerveza afuera y no entendía nada. "Debe estar el telonero... además, mucha gente viene a los conciertos porque es cool venir, no porque realmente les guste la música". Mi envidia comenzaba a crecer por los que estaban ahí, tomando cerveza, en lugar de ir a oir la telonera que Morrissey había elegido para ellos. Tontos. Y yo, sin boletos.

Cuando comenzábamos a discutir cuál sería el siguiente paso - ir a cenar, pero qué - salió un chico y caminó directo hacia mí con una entrada extendida. "¿Quieren entrar? Me sobra este boleto. No lo vamos a usar. Te lo regalo.". Yo no sabía si tomar el boleto, en shock. Alex, más rápido, le tomó el boleto al ver que otra gente se acercaba. Yo miraba alternativamente la entrada, al chico, el boleto, a Alex. "Es un buen lugar, es que un amigo no vino... y de que se desperdicie a que alguien lo use...". Aún sin respuesta en mi cerebro. Hasta que el chico se dió la media vuelta y caminó hacia el teatro. Alex me sacudió un poquito y me acompañó hasta la entrada: "entra ya. Yo me las arreglo. Y sé lo importante que es para tí".

Ni lo besé ni nada. Sólo entré corriendo detrás del chico.

*  *  *

Iba a ser mi tercer concierto de Morrissey. El primero era parte de una serie que dió en el Auditorio Nacional - su primera vez en México. Yo era entonces lo que podíamos llamar una "neófita" pero conseguí ir al concierto junto con el novio - el novio que me lo había presentado. Yo recuerdo haber llorado todo el concierto. Recuerdo que duró mil horas. Y que estábamos los dos tan felices que no dejamos de hablar del concierto en toda la noche.

Hace tres años, Moz era parte del cartel de uno de esos festivales de verano cerca de Barcelona. Intenté ir sin éxito. Comentándolo con Laura, que vive en Londres, me dijo que estaría en Hyde Park, que si quería ir ella se encargaba de los boletos. Y así una tarde de julio pasé con Laura echadas en el parque central de Londres escuchando, entre otros, a Beck. En la noche, cantó Morrissey. Y yo seguía casi llorando. Como siempre. Encantada de la mezcla de gente que estaba ahí, de que todos nos sabíamos las canciones y tan felices.

Y ahora aquí, en mi ciudad natal.

*  *  *

Entré y efectivamente el sitio era magnífico. Primer piso, primera fila, de lado. Veía perfectamente el escenario. Todo que agradecer. Comencé a mandar mensajes para avisar que estaba ahí, con mi celular mexicano del pleistoceno que sólo manda mensajes y hace llamadas. No llevaba cámara ni el bendito blackberry que me acompaña a todos lados. Tampoco creía necesitarlo. Estaba ahí, para escuchar. Seguía tocando Kristeen Young, la impecable telonera. Poca gente escuchaba. Ví a algunos fans y otros tantos que más bien seguían la descripción de Alex - fueron porque tenían boletos, porque podían ir. Tanto me daba. Yo estaba ahí.

El siguiente mensaje recibido fue de Alex: "Dime dónde estás". Me alegré de que hubiera podido entrar, sobre todo porque había dos lugares libres junto a mí. Le mandé el mensaje con las coordenadas y lo ví correr hacia mí: "conseguí un lugar abajo, ¿te quieres ir? ¡Vete!". De nuevo, casi me tuvo que empujar. Yo leía la entrada y, como no conozco el teatro, no entendía qué era fila AA lugar 10. Cuando llegué, después de pasar más controles de seguridad - incluido uno en el que me dijeron: "¿dónde está el chavo que traía este boleto?" "allá arriba - es mi amigo y me lo cambió" - llegué a mi lugar. La fila AA era la primera fila y el lugar 10 estaba prácticamente el centro. No iba a ver a Morrissey. Iba a respirarlo.

El chico de al lado me preguntó que cómo había conseguido el boleto y le conté. Él a su vez me dijo que originalmente el boleto era de un amigo suyo que el día anterior, gran fan, se había subido al escenario para darle un beso a Morrissey. Seguridad del tour pidió que le dieran una cortesía arriba y le regresaran el dinero del boleto. Alex estaba ahí cuando sucedió y uno de los de organización - conocidos - le ofreció el boleto a precio de taquilla. Lo pagó y entró a dármelo. Y ahí estaba yo.

Me acuerdo de que abrió con "First of the Gang to Die". Que en algún momento tocó "When last I spoke to Carol", "There is a light that never goes out", "You have killed me" y "Everyday is like Sunday". Que sus músicos eran cuatro guapísimos sin ropa - sólo con un traje de baño - y uno trasvestido en maestra. Que su cinturón estaba ribeteado en rojo y no combinaba con el pantalón. Que está panzoncito, pero poco arrugado. Que tiene los ojos azules casi grises. Que escupe a veces cuando canta. Que me tomó de la mano derecha y me la sostuvo lo que a mí me pareció una eternidad. Que estuve con la mejilla posada sobre el escenario viéndolo cantar. Que en algún momento se le aflojó el micrófono y se sonrío. Que tenía una bandera mexicana con su cara colgada atrás. Que cantó "Meat is murder" con imágenes de granjas de pollos y vacas - su evangelización personal. Que mandó una camiseta para un niño que gritaba cerca de nosotros. Que tocaron para terminar "I know it's over". Que no llevaba cámara, pero tampoco quería una - porque pude concentrarme en verlo, en estar, en respirar todo. Que lloré. Un poquito pero lloré.

Y ese es el cuento de la última chica que llegó a la primera fila. Y hoy todavía no lo puede creer.

7.12.11

Piel de gamba


Tenía que suceder. Mi tío me advirtió que tuviera cuidado, además de con los cocodrilos del manglar, con el sol. "Réntate una sombrilla para que puedas estar tranquila, leyendo, sin quemarte". Cuando llegué, hacia sol pero estaba envuelto en las nubes del caribe y el viento de diciembre. Caminé durante una hora, cambiándome de lado de cuando en cuando la bolsa en donde llevaba un libro de Paul Auster, el móvil, un bañador seco, la toalla, algo de dinero. No hacía calor. Sabía, intuía el sol de caribe reflejado en la arena de caribe, pero decidí obviarlo.

Después de mi caminata, encontré un lugar donde se veía bien el mar y extendí una toalla inmensa que me dio mi mamá con, por supuesto, un elefante estampado. Me tiré y hundí la nariz en el libro de Auster. Antes, sin embargo, saqué el bloqueador, me puse en la cara, en los hombros, en los muslos  y en lo que alcancé de espalda. Y al libro. Si por algo me gusta leer es porque me quedo sumergida en otro sitio en donde originalmente no estoy - en esa ficción, ahí. Cuando me dí cuenta, había dado ya catorce vueltas, me había movido un poco de sitio, había dicho que no quería ir a snorkelear ni un masaje como 800 veces y ya era la una de la tarde. Había terminado el libro. No tenía forma de verlo, pero estaba segura que a pesar de que el sol no me había molestado, algo tendría de consecuencia mi falta de cuidado. Me dí un baño rápido en el mar - temperatura perfecta, ni frío ni calor - y salí a tomar el autobús para cruzar del otro lado de la carretera - evitando el manglar y los cocodrilos.

Detrás de mí, se subieron unos 20 alumnos de la secundaria técnica local, que estaban saliendo de clases. Los miré a todos, tan morenos de sol, sin excepción. Me acordé de que mis hermanos se había vuelto mucho más morenos que yo cuando vivían en la playa. Durante los 15 minutos de trayecto hacia la colonia todo fueron hormonas, empujones, carcajadas y miradas cómplices del chofer que intentaba ir con más cuidado para que ninguno de los danzantes se le estrellara en el parabrisas. Alguien intentó sentarse junto a mí, un chico y comenzaron a cuchichear. Se movió. Justo cuando me bajé del autobús, los escuché comenzar a burlarse más fuerte.

Cuando llegué a casa, busqué una toalla limpia y justo antes de meterme a la ducha pasé por un espejo: descubrí que en mi espalda están perfectamente marcados mis dedos con bloqueador. El resto es rojo. Color gamba. Como los guiris que bajan por la Rambla. Lo mismo le pasa a la parte interior de mis piernas, a mi panza y al área de mis codos. Mi nariz y mis hombros, perfectamente protegidos y blancos (no como usualmente, pero blancos). El resto de mí, rojo turista, piel de gamba, que grita que no, en serio, yo no soy de aquí.

Ya me había pasado hoy que todo me lo ofrecían más caro cuando llegaba, hasta que esgrimía mi nacionalidad como razón de descuento. Me temo que con estas pintas tendré que pagar más mañana por rentar esa sombrilla o convencer de alguna manera de que yo no soy gringa, sólo distraida.

6.12.11

Intensivo de familia

Hace casi diez años que dejé Guadalajara y cada vez que vuelvo, recibo un curso intensivo de familia. Tengo la fortuna - no me quejo - de venir de una familia grande y relativamente unida. Resultado: tenemos complejo de muégano (un dulce muy pegajoso), pareciera que hay que estar juntos todo el tiempo. Yo, al parecer, tengo un buen timing para llegar para todas las grandes ocasiones y esta vez no fue la excepción.

El sábado, post viaje, nos levantamos temprano para recorrer los cien kilómetros que separan Guadalajara de Tepatitlán. Ahí una de las hermanas de mi padre, monja, es directora de un colegio. Es, por supuesto, de las mismas monjas con las que me eduqué yo. El asunto es que mi tía, de 65 años, cumplía 50 de haber hecho sus votos e ingresado definitivamente al convento. Una especie de celebración de bodas de oro. Vamos a Tepa cubiertos como esquimales (había una supuesta ola de frío) y nos encontramos con un sol esplendoroso y mi tía y otra monja esperando al sacerdote en la parroquia principal de pueblo. Tres compromisos, les recordó: castidad, pobreza, obediencia. Yo me subí y bajé por toda la parroquia tomando fotos. Después, a la hora de la comida, me tocó (pago por que me alquilen) darles el brindis. Después de todo, monjas como ellas fueron las que se cuidaron de que yo aprendiera a leer.

De regreso a Guadalajara, más sábado social: un baby shower de unos amigos felices por recibir a su primer hijo (mis padrinos, padres de él, con una sonrisa permanente por irse a convertir en abuelos) y luego una boda de la hija de una amiga de mi mamá. Encontrarse con que una amiga de uno ¡de la primaria! está comprometida para casarse con un primo segundo de uno al que uno nunca ve le recuerda que esta ciudad funciona en círculos concéntricos y, aunque tenga 7 millones de habitantes, a veces es como un rancho.

Al día siguiente, fiesta de la familia de mi madre porque mi abuela había cumplido 87 años y tocaba fiesta grande con música en vivo y tacos y todo. Otra vez, yo con la cámara. Otra vez, yo con mis primos. Otra vez, siendo la novedad y disfrutando de todo (quizá porque sólo estoy a ratitos, pero disfrutar).

El lunes tomé un avión y ahora estoy en medio de la selva de Quintana Roo, en casa de mi tía y mi prima que no están. Comparto entonces con los dos perros y los múltiples bichos provenientes de la selva ("sí hay serpientes, pero no te preocupes... corren rápido", me dijo ayer mi tío para tranquilizarme). A unos tres kilómetros, tengo una de las playas más bonitas del Caribe mexicano. Aprovechando que mi reloj interno no sabe que son vacaciones y se despierta a las seis de la mañana, estoy por tomar mis libros e irme a tomar el sol. Siguiendo, sin embargo, las indicaciones de mi tío: "no está muy lejos, pero mejor tómate un taxi o el camión. Tienes que cruzar por un manglar. Aquí no es que haya ladrones, pero me preocupa que te salga por ahí un cocodrilo hambriento".

4.12.11

Dejà vu

Hoy es el último de la Feria Internacional de Libro de Guadalajara de este año. Me he despertado pensando en que a diferencia de ayer que me pasee por mis múltiples compromisos familiares en tacones, ya me vendría bien hoy ponerme unos zapatos más cómodos. Me toca hacer otra vez el recorrido de los pasillos.
El viernes, recién llegada, pedí ir en la noche. Pasaba una cosa que siempre me había hecho ilusión: en uno de los stands de las editoriales independientes, vendían un libro donde había dos textos míos. Había, pues, algo mío en la FIL.
Me sorprendió lo poco que cambian las cosas: quizá el decorado, quizá la piel de la Expo Guadalajara. Pero dentro, otra vez, un enjambre de personas recorriendo los pasillos, algunos con las manos llenas de bolsas con libros, otros tomados de la mano, otros gesticulando o con las manos en los bolsillos. Se arremolinaban las masas alrededor de los pocos autores que aún firmaban y eran mediáticamente conocidos (era tarde, era viernes, era último fin de semana de la FIL). Pero los pasillos eran los mismos - los mismos los programas inabarcables, los cientos y cientos de libros a mi alrededor. Eso y no otra cosa, me hizo sentir en casa.
Reconocí el espacio: me acordé de mi misma transmitiendo para Saltaperico desde la cabina de Radio Universidad hace quizá 20 años, de la misma caminando de un lado para otro intentando la mejor cobertura posible para el diario hace 12 años. Respiré con claridad que hacía por lo menos 10 años que no me pasaba por aquí y, sin embargo, no estaba extrañada.
Me sorprendió la cotidianidad con la que tomé la feria, lo bienvenida que me sigo sintiendo, los hábitos que nunca mueren (robar libros, dormir a los niños en la zona de descanso, acumular papeles de todas las editoriales). Por un momento, intenté imaginarme qué pasará el día que el libro electrónico tome la ventaja.
No pude. Estaba encerrada en los efluvios estremecedores de la FIL. Ese sitio donde parece que los libros siempre serán más importantes que cualquier otra cosa - aunque sea durante diez días al año.

38 años en vuelo

Aunque me hacía ilusión subirme un avión que me llevaría de un tirón a la ciudad de México, debo confesar que me fue descorazonando poco a poco el proceso: las discusiones en el check-in, la fila enorme e interminable para abordar el avión, la cobertura pobre en el aeropuerto de Barcelona que me dio despedidas con estática, el mismo avión quizá un poco demasiado descuidado, los sobrecargos quizá un poco demasiado orgullosos de si mismos, poco colaborativos, poco comprensivos.

Luego llegó mi compañero de asiento - un hombre con buena cara... pero cara de hablar. Yo necesitaba dormir, con urgencia. Él necesitaba hablar, con urgencia. Como sus necesidades eran tan importantes como las mías (y viceversa) pasaron ambas cosas. Cuando por fin estábamos a punto de despegar, sucedió un pequeño milagro: por el sistema de altavoces, el copiloto explicó que era el último vuelo del piloto encargado - que había volado durante 38 años para la compañía. Su familia entera iba en el avión para acompañarlo y, en colaboración con el aeropuerto de Barcelona y los Bombers de Barcelona, le habían preparado una despedida.

Antes de despegar, ví por la ventana del asiento 25J como 767-200 en el que volábamos era "bautizado" por una columna de agua tirada por un camión de Bombers de Barcelona. Era la manera de desear un buen futuro al piloto que ese día hacía su último viaje transatlántico - su última travesía comercial antes de entrar en el viaje particular de la jubilación.

No hay mucho más que contar del vuelo: mientras yo intentaba dormir y mi compañero intentaba ver las películas con el pésimo sistema de sonido a bordo, el piloto mantuvo un viaje sin mayores complicaciones que un par de turbulencias ligeras. Aterrizó en medio de la peregrinación continua de luces de la ciudad de México a las cinco de la mañana, de manera impecable. Aplaudimos.

Al salir, le dí dos besos. Por aquello de que es bueno compartir (y que te compartan) las cosas buenas.