27.1.06

Epifanía

Fue en un bar, en la calle Comtessa de Sobradiel cerca de Avinyó. Era cumpleaños de E, lo que hacía que ir a un concierto en jueves, en una semana horrible, tuviera algún tipo de sentido. Y yo no puedo entender porque me gusta imaginar las películas para la música que escucho. Es como si tuviera un sentido extraño del uso de los soundtracks. Y me ví, caminando por las calles de Barcelona, enamorada de éste y de áquel, ahogada en calor y en arena, congelada, bebiendo chocolate con churros, preguntándome si será este el momento, o mejor el siguiente. Entendí entonces que la película de Barcelona está por terminarse. O por lo menos esta parte de la serie. Y me llené de añoranza de lo que vendrá y de los días que extrañaré un bar a media luz, lleno de humo de cigarro, en donde mi vodka se acabó junto con la última nota de un típico vals venezolano.

25.1.06

La comida misteriosa

Contra las ideas más ortodoxas, a mí me gusta comer en los restaurantes chinos. Tienen una ventaja fundamental: son baratos. La segunda y clarísima ventaja es que te sirven varios platos y sientes que comiste, que realmente te alimentaste. Cuando trabajaba en Xinhua aprendí que no se vale preguntar qué es lo que está en el plato. Simplemente hay que comerlo. El sabor es bueno - en términos generales, casi siempre - y no hay problemas posteriores.

Hoy comí algo raro. Seguro. Pedí el menú - el más barato - con un rollo primavera, arroz frito y unas costillas con un apellido chino adjunto. Mi mesera, una chica recién llegada, no atinaba a explicarme algo sobre el plato. Al final, feliz de haber encontrado la palabra dijo: "tienen salsa". Yo no supe si intentaba disuadirme o sólo era una afirmación. "Sí, está bien", le respondí. Sonrío, inclinó su cabeza y se fue diciendo "sí, sí, sí".

Las costillas tardaron más de lo normal en un restaurante chino. Supongo que era algún tipo de plato especial. Yo, como estaba leyendo, ni me dí cuenta. Las costillas, doradas y cubiertas con una densa salsa color púrpura, llegaron. Su apariencia era ciertamente sospechosa - como la sonrisa perpetua en la cara del camarero - pero en general tenía buena pinta. Y comencé a comer.

Como buena mexicana les puse un poco de soya. Después del tercer bocado empecé a darme cuenta que TODOS los 20 meseros que trabajan en el restaurante [es grande] pasaban por ahí y me miraban. Me arremoliné en la silla, dejé de lado el libro y seguí comiendo con disciplina. Casi para terminar, uno de los chicos se acercó y me preguntó en su perfecto español: "¿Está todo bien con costillas?". "Sí, gracias..." "Ah... es que como puso soja..." "Sí, es que me gustan con soja". Sonrío, hizo su proverbial inclinación de cabeza y se fue. Se fue sonriendo.

Termine de comer, con tranquilidad, con postre y café y todo. Al final, cuando me ofrecieron un licor - cosa bastante común en los restaurantes chinos en España - acepté. No sé... supongo que siempre me ha parecido que el alcohol es un buen desinfectante en caso necesario.

23.1.06

Buenos días, Kafka

Ya es extraño escuchar historias en boca de Jane, británica afincada en Barcelona desde hace décadas que da clase de inglés al joven Manager. Mientras me tomo un café con leche y un bocata de fuet comienza a describir a su madre: "Mi madre es ridícula. Tiene 80 años, está encorvada y tiene el pelo blanquísimo, peinado en un moño siempre. Pues así, parece la iaia (abuelita en peninsular) clásica" Y así, vestida de abuelita de la Warner, la atraparon. Estaba paseando su perro, un caniche, en un parque enfrente de su casa. Decidió quitarle un poco la correa para que caminara libre y entonces, de detrás de unos arbustos, sugieron dos hombres.

Iban de civil. Se acercaron a la asustada mujer y le mostraron sus placas. La multaron. Por haber dejado suelto al perro. La multaron y además la reprendieron, le pidieron sus datos. "Yo pensé", contó Jane, "que quizá eran unos ladrones que estaban vigilando a las personas mayores que salen a pasear sus perros todos los días para asustarlos y luego robarles". Con esta historia en mente, habló al Ayuntamiento. Y la mandaron a otro Ayuntamiento (su madre vive en el límite entre dos). A la segunda llamada le confirmaron que no era nada extraño: que había agentes de incógnito en los parques cazando a ciudadanos incívicos que ponen en peligro a los otros al dejar libres a sus perros.

La mujer - la madre de Jane - duró cuatro días sin dormir. Lo que más le afectaba era tener problemas con la justicia - "¿no será que me van a deportar ahora, verdad?" - y la posibilidad de que le quitaran a su perro. Un mes después, llega a su casa un citatorio. Le debe 30€ al Ayuntamiento por su falta y tiene que presentarse a declarar. Jane escondió la carta, le dijo que era un error e irá ella misma a solucionar el problema. "¿Pues que no tienen nada mejor que hacer que vigilar parques públicos vestidos de paisano a media mañana?, pregunta la buena de Jane. Eso es lo que quisiera yo saber.

20.1.06

Cinco hábitos extraños

- Mirar fijamente a un punto hasta que me lloran los ojos
- Poner la canción más triste del mundo cuando me encuentro tristísima
- Pararme y ofrecer mi ayuda a cualquier turista con pinta de perdido y un mapa en la mano
- Guardar en un cajón de mi escritorio dulces, alimentos varios, un bowl para comer cereal y un juego de cubiertos
- Conservar durante el día los volantes que me dan en la calle, porque me da la sensación de que ayudo a alguien a trabajar

18.1.06

¡Ya sé lo que tengo!

Cortesía de German Dehesa - los designios del Señor son inescrutables - descubrí mi mal en palabras de Pessoa (más bien lo recordé, porque ya lo sabía): esa saudade, esa "presencia de la ausencia".

Lo peor de la distancia

- La ausencia de los abrazos
- No formar parte de la vida de quienes tú todavía crees parte de la tuya
- Los bancos por Internet
- La falta de ingredientes para cocinar
- El costo de la larga distancia
- El estar lejos y saber que, aún así, no puedes huir de tí.

27, va

Lo más relevante que me quedó del día de mi cumpleaños es un moretón en mi nalga izquierda. Llovía. Yo tenía trabajo. Desperté un poco más tarde de lo esperado gracias a los tragos de la noche anterior. (Mi madre me llamó y me preguntó que si las costumbres gastronómicas en España me están volviendo alcohólica. ¿Será?) Salimos a la calle, al cine, a ver una película que resultó tan mala que es gris. Que se me va a olvidar. Afortunadamente.

Después, llovía. Para comer quise ir un sitio que me habían dicho que era buenísimo. Pero caro. Alcancé un taxi en el que viajé con tres mudos. Llegamos frente al restaurante y me encontré con una carta tan cara como me la esperaba. Pero a mí se me antojaba mucho franquear esas puertas, pasar dentro y comerme algo sabroso, diferente, de cumpleaños. Los tres mudos dejaron de serlo cuando nos paramos enfrente de la carta cuando comenzaron a utilizar todos los tonos distintos que uno manipula para decir: "esto es carísimo". Me molestó. Y mucho. Pedí entonces que fuéramos caminando a otro sitio. Caminando para joder, porque yo tenía tenis y ellos no. Porque ya no quería comer más nada. Me hubiera resultado lo mismo comer cualquier cosa pero los hice caminar manzanas y manzanas a manera de callada penitencia. Llegamos al sitio. La comida X. No nos avisaron que cerraban en media hora por lo que comimos con la música de fondo de las escobas y el jefe de meseros dando vueltas constantes por nuestra mesa: miraba los platos como las institutrices inglesas en las películas, esas que obligan a los niños a comer.

Salimos de ahí y la siguiente parada fue en una pequeña tienda cercana a casa donde venden galletas y pastelitos individuales. A sugerencia de la dueña - Cristina, una mujer con los genes divididos entre New Jersey y Grecia - elegí como pastel de cumpleaños un bollo de chocolate con salsa de frutas del bosque. Regresamos a casa. Me puse a trabajar en mi trascendental tarea que me había traido de la oficina para la reunión del lunes. Lo cerré rápido. Había que ir a imprimirlo cerca de Plaza Universidad.

No me daba la gana cruzarme con la gente. Entonces, en lugar de caminar a Princesa fuimos por las calles de atrás, hasta salir a Vía Laietana. Cruzamos por la plaza de la Catedral, seguimos hacia plaza Catalunya por Portal del Ángel pero en Canuda doblamos a la izquierda para acercarnos a las Ramblas. Más conocedora que mis acompañantes de esas calles - por ahí regreso de la universidad - planteé que fuéramos por Tallers hasta Ronda Universitat. Qué susto tenían. Pero caminamos, disimulando su alerta ante algunos poco comunes habitantes del Raval.

Al final, llegamos al cielo abierto. Cruzamos la plaza Universidad y llegamos al pequeño local locutorio/café internet/centro de impresión que está en la Gran Vía. Atendido por argentinos, tienen muy claro las urgencias de fin de semana. La zona de impresión está en un piso -1, al que hay que llegar bajando por una escalera resbaladiza, de metal. Los Converse quizá sean los zapatos menos adecuados en el mundo para evitar una caída.

En realidad, no podría explicar qué fue lo que pasó. Sólo sé que quería decirle algo al Duque, miré hacia arriba, sentí que mis pies resbalaban y que todo mi peso caía justo en el borde de la escalera de metal, en mis eufemistas "pompis". Me paré inmediato. Juré que no me había dolido y me aventé la media hora hablando y sacando las copias como si nada. Como diría Guille - el de Mafalda - lo que más me dolió fue el orgullo.

Esa noche, antes de dormir, me pasé por el único espejo en mi casa y me dí cuenta que tengo una marca perfecta del escalón. Perfecta y de un morado que varía hacia verde, café, amarillo y rojo. Hasta ese momento, el más colorido de mis regalos de cumpleaños.

"¿No te sientes viejísima?", me preguntó alguien ayer. No, viejísima no. Me siento tan desorientada que pareciera que tengo 15 otra vez. La única diferencia es que cuando tenía 15 sabía más o menos hacia donde quería ir. Ahora estoy más perdida. Mi pastel de chocolate con salsa de frutas del bosque sigue en casa. Supongo que mi cumpleaños no se acaba hasta que no coma la tarta. Y en algún momento tiene que mejorar.

12.1.06

Fábula vergonzante

Interior. Oficina en el extrarradio, en un almacén de un parque industrial. Paredes blancas, pero un poco descascaradas. Muebles de madera, pesados. Mobiliario con por lo menos 15 años de antiguedad. Sentado en el escritorio, ejecutivo de mediana edad vestido en tonos cafés y ocre, que acentúan el tono amarillento-cetrinoso de su piel. Toma el teléfono.

- Hola, buenos días. Hum... ¿puedes bajar por favor?

Cuelga y continua trabajando sobre una hoja de cálculo. Las líneas entre celdas se le reflejan en los ojos y en la cara. Se escuchan dos golpes en la puerta. Entra una chica vestida con pantalones de mezclilla y un suéter negro. Lleva el cabello suelto, un poco revuelto y está resfriada. Estornuda constantemente. Se sienta en una silla frente al escritorio.

- Sí... dime...
- Ah, sí... espera un poco. - El ejecutivo permanece en silencio unos segundos, termina su operación sobre la hoja de cálculo y al final se arremolina y recompone sobre la silla. - Bueno, mira... estuve leyendo este documento que escribiste para los empleados sobre la venta de la empresa... [Pausa. Se lleva la mano a la corbata y la acomoda. Traga saliva pesadamente. Ella estornuda]... y la verdad es que no lo necesitamos. Ya hablaré yo con ellos y les contaré lo que me han dicho a mí. Esto no creo que sirva de mucho [Mientras dice esto, revisa un documento de varias páginas y las hace a un lado]. Yo lo que creo es que deberías concentrarte en otras cosas: la revista, buscar al impresor para que tenga los catálogos...

Los ojos de ella se centran en las hojas. La voz de él se transforma en un murmullo ininteligible, algo similar a la voz de la maestra de Charlie Brown. Cuando él termina, ella se para y sube a su despacho en el piso superior. Vuelve a estornudar. Se sienta frente a la computadora y abre una pantalla de Explorador. Obedece. Se concentra en otras cosas.

3.1.06

Deseos de año nuevo



Comienza el año. Algunos se comieron las uvas, las lentejas, barrieron hacia afuera en casa, estrenaron ropa interior nueva, vieron las campanadas en la Puerta del Sol... Otros no. Pero por un par de días todos quisiéramos mantener intacta la ilusión de que pasamos página, de que realmente puede ser borrón y cuenta nueva.

Todo tiene marketing. También la suerte. También la necesidad de que se termine la mala racha. Hoy entré al metro junto con decenas de personas que íbamos un poco cabizbajas ante la llegada del nuevo frente frío. Cubierto con una bufanda azul, un chico africano, alto y robusto, estaba repartiendo un poquito de suerte. Una manera para mejorar. Supongo que hay quienes quieren asegurarse. Pero no pude dejar de acordarme de aquellos momentos en que eso pasaba en la ciudad de México: cuando me invitaban a que me hicieran una limpia en Catemaco o me ofrecían hierbas en los pasillos del Mercado Corona. No pude dejar de pensar en las gitanas que habitan algunas esquinas de las Ramblas o los alrededores de la Alhambra. En toda la gente que puede desear, que puede ayudar a que alguien desee.

En fin. Yo dejo el recado del profesor Amine... por si alguien necesita ayuda para materializar sus deseos.