18.1.06

27, va

Lo más relevante que me quedó del día de mi cumpleaños es un moretón en mi nalga izquierda. Llovía. Yo tenía trabajo. Desperté un poco más tarde de lo esperado gracias a los tragos de la noche anterior. (Mi madre me llamó y me preguntó que si las costumbres gastronómicas en España me están volviendo alcohólica. ¿Será?) Salimos a la calle, al cine, a ver una película que resultó tan mala que es gris. Que se me va a olvidar. Afortunadamente.

Después, llovía. Para comer quise ir un sitio que me habían dicho que era buenísimo. Pero caro. Alcancé un taxi en el que viajé con tres mudos. Llegamos frente al restaurante y me encontré con una carta tan cara como me la esperaba. Pero a mí se me antojaba mucho franquear esas puertas, pasar dentro y comerme algo sabroso, diferente, de cumpleaños. Los tres mudos dejaron de serlo cuando nos paramos enfrente de la carta cuando comenzaron a utilizar todos los tonos distintos que uno manipula para decir: "esto es carísimo". Me molestó. Y mucho. Pedí entonces que fuéramos caminando a otro sitio. Caminando para joder, porque yo tenía tenis y ellos no. Porque ya no quería comer más nada. Me hubiera resultado lo mismo comer cualquier cosa pero los hice caminar manzanas y manzanas a manera de callada penitencia. Llegamos al sitio. La comida X. No nos avisaron que cerraban en media hora por lo que comimos con la música de fondo de las escobas y el jefe de meseros dando vueltas constantes por nuestra mesa: miraba los platos como las institutrices inglesas en las películas, esas que obligan a los niños a comer.

Salimos de ahí y la siguiente parada fue en una pequeña tienda cercana a casa donde venden galletas y pastelitos individuales. A sugerencia de la dueña - Cristina, una mujer con los genes divididos entre New Jersey y Grecia - elegí como pastel de cumpleaños un bollo de chocolate con salsa de frutas del bosque. Regresamos a casa. Me puse a trabajar en mi trascendental tarea que me había traido de la oficina para la reunión del lunes. Lo cerré rápido. Había que ir a imprimirlo cerca de Plaza Universidad.

No me daba la gana cruzarme con la gente. Entonces, en lugar de caminar a Princesa fuimos por las calles de atrás, hasta salir a Vía Laietana. Cruzamos por la plaza de la Catedral, seguimos hacia plaza Catalunya por Portal del Ángel pero en Canuda doblamos a la izquierda para acercarnos a las Ramblas. Más conocedora que mis acompañantes de esas calles - por ahí regreso de la universidad - planteé que fuéramos por Tallers hasta Ronda Universitat. Qué susto tenían. Pero caminamos, disimulando su alerta ante algunos poco comunes habitantes del Raval.

Al final, llegamos al cielo abierto. Cruzamos la plaza Universidad y llegamos al pequeño local locutorio/café internet/centro de impresión que está en la Gran Vía. Atendido por argentinos, tienen muy claro las urgencias de fin de semana. La zona de impresión está en un piso -1, al que hay que llegar bajando por una escalera resbaladiza, de metal. Los Converse quizá sean los zapatos menos adecuados en el mundo para evitar una caída.

En realidad, no podría explicar qué fue lo que pasó. Sólo sé que quería decirle algo al Duque, miré hacia arriba, sentí que mis pies resbalaban y que todo mi peso caía justo en el borde de la escalera de metal, en mis eufemistas "pompis". Me paré inmediato. Juré que no me había dolido y me aventé la media hora hablando y sacando las copias como si nada. Como diría Guille - el de Mafalda - lo que más me dolió fue el orgullo.

Esa noche, antes de dormir, me pasé por el único espejo en mi casa y me dí cuenta que tengo una marca perfecta del escalón. Perfecta y de un morado que varía hacia verde, café, amarillo y rojo. Hasta ese momento, el más colorido de mis regalos de cumpleaños.

"¿No te sientes viejísima?", me preguntó alguien ayer. No, viejísima no. Me siento tan desorientada que pareciera que tengo 15 otra vez. La única diferencia es que cuando tenía 15 sabía más o menos hacia donde quería ir. Ahora estoy más perdida. Mi pastel de chocolate con salsa de frutas del bosque sigue en casa. Supongo que mi cumpleaños no se acaba hasta que no coma la tarta. Y en algún momento tiene que mejorar.

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