31.10.08

Envidia (de la buena)

Se pelean, sí. De vez en cuando. Suelen discutir todos los días, supongo, en promedio, una media hora. Por cosas sencillas como la temperatura del agua o la localización de un cuadro. Pero eso me gusta - me hace pensar que todavía tienen cosas que decirse, energía para llevarse la contraria, cariño para enfrentar al otro en las opiniones que les parece que no son las más adecuadas.

No puedo decir que mientras era niña los oí discutir muchas veces. Se cuidaron mucho, durante mucho tiempo, de que todo pareciera bien. Dicen que tuvimos momentos económicos difíciles - yo no me acuerdo. Todo lo hacian parecer un juego, una diversión. Eso de ir a ver sólo los escaparates era normal. Y siempre tuve vacaciones y juguetes y libros. Yo no recuerdo pobreza.

Recuerdo con mucho cariño los 30 de octubre. Era siempre un día especial. Nos ponían guapos y salíamos todos de paseo - usualmente a las Fiestas de Octubre, una feria enorme en Guadalajara. Paseábamos por los pasillos del recinto Benito Juárez, comíamos antojitos, nos subíamos a los juegos y hasta nos tomábamos de esas fotos que te ponen en un llavero de plástico, en forma de corazón o de cuadradito. Nos llevaban a celebrar con ellos que estaban juntos, que se seguían queriendo, que éramos una familia.

Ayer, mientras teníamos las manos llenas de mejillones y copas con sangría de cava, me contaron cómo su fiesta de boda fue un hito - como se gastaron todos sus ahorros en algo que recordaran todos. No se acuerdan quién fue y quién no. Se acuerdan que se emborracharon con vino de consagrar durante la misa porque no habían comido, de que un amigo de él tocó en vivo con su grupo, de que estaban inseguros pero contentos de haber tomado esa decisión.

Eran unos niños. Hace 32 años, cuando se casaron, mi madre tenía 21 años y mi padre 24. Y, aunque han pasado tantos, de pronto se miran a los ojos y se traspasan, o se dan besos llenos de ternura. Y me da envidia - de la buena, si es que existe. Envidia, y una felicidad loca de que estén aquí, conmigo, juntos, como los recuerdo siempre.

26.10.08

Toxicidad

Desde niña, me han tratado con homeopatía mis múltiples males y sé entonces que funciona bastante bien aquella idea de "poco veneno no mata". En realidad el principio de combatir lo malo con lo mismo que lo causa es, me parece, de lo más interesante.

Así como toda sustancia en una cierta medida es tóxica, todas las personas en cierta medida podemos serlo. Para nosotros mismos o para otros. Es claro - transparente - cuando lo vemos en la vida de nuestros amigos: la amiga recién divorciada que se lía con el banquero patán que le promete llevarla a India. El tío es divertido y simpático, pero no tiene (ni tendrá) ganas de decir la verdad. Quiere pasarlo bien. Pero ella le va a creer la parafernalia. Tóxico, pues. Y no podemos quitarles el veneno de la boca - basta verlo a lo lejos y comenzar a buscar antídotos porque sabemos que regresará, cansada, a decir que le duele el estómago, la cabeza y detrás de los ojos. Con la esperanza de que regrese - aunque sea noqueada. Porque la toxicidad puede tener niveles mortales.

Pero todos podemos ser tóxicos. Y una de las sensaciones más raras en la vida es quizá el mirarse al espejo y darse cuenta que sí, es cierto, que quizá la que se porta mal es una misma, la que hace daño. Delicia para cualquier psicoanalista: pero es que no queremos pedir perdón. Es que finalmente, hacer lo que uno hace se siente bien. Pero se pregunta si se vale que la toxicidad - aunque haya estado claramente indicada en el empaque desde el primer día - les toque a otros. Los sacuda.

Qué puedo decir. Sólo que creo que advierto. Y que lamento cuando hago daño. Es, de verdad, sin querer.

22.10.08

Rápido estado de la cuestión

En mi libreta que me mira reprochosa desde la esquina izquierda de mi mesa, están los borradores para por lo menos cuatro entradas a este ancianito blog que hace unas cuantas cumplió las ¡700!. Pero no tengo demasiado tiempo. Pero ya me desquitaré.

Vayan desde aquí un abrazo a mi ángel catalán que está en el hospital, a los que crean primaveras con ramos de tulipanes electrónicos y a mis padres, que están en mi casa, haciéndola más cálida y más hogar.

He dicho.

13.10.08

Dada

Zurich es una de esas ciudades en el mundo que no me había planteado firmemente visitar. Pero un día - resultados de ese trabajo que todo el mundo quiere - me encontré en el aeropuerto de Barcelona con la maleta lista haciendo una cola infinita para documentar en un vuelo sobrevendido de Swiss. Horas después, tras haber pasado varios controles migratorios (para salir de la UE, para entrar en Suiza), haberme perdido en una estación de tren y descifrar apenas el sistema de tranvías, estaba aquí. Caminando, tengo unos 20 minutos hasta el centro histórico. La semana, como suele suceder en este tipo de trabajos, no promete muchos días libres, así que decidí utilizar al máximo mis cuatro horas de libertad.

Como ya lo había experimentado en Ginebra, no entiendo prácticamente nada. El alemán me es ajeno, aquí hablan menos italiano y el inglés no es tan omnipresente como uno pensaría en el país neutral. Para evitarme bochornos, fui a comprar mi comida a un súper mercado. Salí con un té verde con menta, patatas con paprika y un sandwich de salmón con wasabe. Absolutamente suizo. El sol caía sobre las calles como si fuera mayo - empeñado en quedarse. Sin embargo, el cambio de paleta es evidente. Hay una calidez triste en las hojas que caen y anuncian la llegada definitiva del otoño.

Comí sentada a orilla del río Limmat. Me observaban un par de cisnes quienes supongo tenían la esperanza de que "accidentalmente" dejara caer la mitad de mi sandwich. Pero nada. Caminé entre los suizos y los turistas por el casco antiguo. Había una cosa que quería ver: el Cabaret Voltaire, el sitio aquel donde nació el Dadaísmo. Pero dejé el hotel sin un mapa ni direcciones.

Quienes han viajado conmigo, sin embargo, saben que tengo una especie de brújula integrada. Por una extraña razón, encuentro las cosas, tropiezo con ellas. Y algo así me sucedió con el Cabaret Voltaire, dando la vuelta a una calle. Estaba tan contenta que pude haber empezado a brincar de gusto pero, justo en frente, había alguien que estaba más contenta que yo. Al otro lado de la calle del Cabaret Voltaire hay una tienda de jabones. Los empleados, para promocionar el sitio, habían diluido un bloque de jabón rosa en un montón de agua y metían sus manos, hacian un círculo con el índice y el pulgar y soplaban a través de ellos, dejando caer enormes burbujas de jabón a la calle. Una niña había conseguido permiso de sus padres para meter la mano en el agua jabonosa y los tres hacian burbujas casi con una sincronización de orquesta.

Afuera, burbujas. Adentro, el Cabaret Voltaire. Observé a los burbujarios un rato más y luego me metí al edificio, convertido en una especie de tienda-sala de exhibiciones en la planta baja y un café-teatro en la parte de arriba. Eran las cuatro de la tarde, así que no había espectáculo. Unas seis personas tomando café. Un barman rubísimo. Y un montón de bocinas que tocaban, de toda la música del mundo, "Falta Amor" de Maná. Y luego el resto de las canciones de ese disco.

Le tomé una foto al busto de Voltaire, a las paredes, y luego interrogué al barman sobre la selección musical. Resulta que, según me dijo, tiene un amigo que le manda mp3 de todo el mundo y estuvo en México durante muchos años. Supongo que era el mismo amigo que había puesto a la venta en la tiendita unas máscaras de luchador.

Lamento decir que el espacio no me dijo mucho más. Había unas piezas de una colección de relojes de edición limitada que había hecho Swatch del cual compré uno para alguien hace años. Había una instalación que decía muchas cosas en alemán. Había un montón de objetos inútiles y carísimos para ser comprados. Había una ventana y a través de la ventana se podía ver a dos vendedores de jabón haciendo burbujas en la calle.

Me salí del Cabaret Voltaire y le tomé una foto. Y luego le tomé una foto a los burbujaires. Toda la mezcla de recuerdos, odios, dolores, sonidos e inconsciencias serán, supongo, a partir de ahora, mi dada particular.

8.10.08

Soundtrack para un indeciso

Anoche, con cervezas y nachos, acompañé las dudas de alguien con música que clarifica. Como diría el Evangelio: "El que tenga oídos, que oiga"

Now youre standing there tongue tied
Youd better learn your lesson well
Hide what you have to hide
And tell what you have to tell

Youll see your problems multiplied
If you continually decide
To faithfully pursue
The policy of truth

Never again
Is what you swore
The time before
Never again
Is what you swore
The time before

(Depeche Mode- Policy of truth)

De plásticos, armarios y bibliotecas

Era, esencialmente, una coleccionista. Me concentraba en un tema y buscaba, buscaba, buscaba cosas relacionadas. Libros, discos, cuadros, vinos, ropa. Quizá no volviera nunca a leer aquella novela o escuchar el disco con la versión 840 de la canción de moda hacia 20 años, pero me gustaba tenerlos. Supongo que es un principio de animal casero. Entre mis colecciones, una que sigue creciendo es la de las tarjetas: de crédito, de cliente frecuente, de amigo de los perros de la colonia vecina... de tal suerte que mi cartera siempre es pesadísima y me ha provocado incontables broncas con amigos, novios y similares.

Pero resulta que de pronto te das cuenta que casi de nada sirven las colecciones. No es que te hagan más feliz ni te solucionen la vida. Conforme te mueves de un lado a otro, descubres que podías vivir sin ese libro que ni siquiera te acordabas que tenías, o sin ese otro plástico. En realidad, necesitas dos o tres cosas. Y están al alcance de tu mano, si tienes suerte.

Antes de irme al último periplo por el mundo, una de mis tarjetas de plástico - LA tarjeta de plástico que importa - se murió. Y me la pasé más de 50 días sin recurrir al sistema bancario. Debo reconocer que no me hacía nada de gracia cargar con dinero en efectivo. Pero no me morí, aunque creí que sería un desastre - y tampoco lo fue. Al regresar a Barcelona, fui a pedir un duplicado y descubrimos que la otra tarjeta (la de emergencias) también había muerto y había que pedir un duplicado también. Lo dicho, pasé cinco días sin las tarjetas de uso común. Saqué otra más (ah, las colecciones), pero no la utilicé. Me ayudó a no hacer compras de pánico. Y entendí que hay más razones que evitar múltiples cuotas de uso para no tener tantas tarjetas.

Luego, el armario. El viaje de 50 días por tres continentes representaba hacer una maleta de menos de 20 kilos para todos los mismos. Tenía eventos tan dispares que necesitaba vestidos de gala y zapatos para correr. Lo logré con la maleta: tirando de lavandería en los hoteles y demás, regresé con menos de 20 kilos facturados (y un equipaje de mano pe-sa-dí-si-mo). Cuando abrí el armario, insisto, me pregunté: "¿y yo como para qué quiero tanta ropa si puedo vivir con tres pantalones, cinco blusas, dos faldas, un vestido y harta ropa interior?".

Y finalmente (last, but not least) los libros. Ayer acompañé a alguien a comprar un libro y estuve tentada a comprar uno de Murakami que tengo que leer. Decidí buscarlo mejor en la biblioteca. Y deambulé por dos bibliotecas con la esperanza de encontrarlo, pero nada. A cambio, me traje un libro del mismo autor ¡en catalán! (¿seré capaz?), otro de una autora mexicana que me moría por leer y una peli. No me gasté ni un euro (todavía no tenía tarjetas) y tengo una fecha límite para entregar los libros y por lo tanto, leérmelos.

Ya lo decíamos el otro día: a veces lo más bonito es tener una vida que quepa en dos maletas de menos de 23 kilos cada una. Así eres libre de empezar otra vez cuantas veces quieras. Y salir huyendo cuando necesites.

3.10.08

Vuelta musical

Y de repente, estaba en cualquier sitio. La primera noche me desperté a las tres de la mañana y no reconocía la habitación - claro, estaba en mi casa. Por primera vez en casi cincuenta días.

Soy una privilegiada, lo sé. Por tener un pasaporte ajado y cambiar de maletas dos veces al año. Por haber llevado a estos ojos a dar tantas vueltas, a reconocerse ciudadanos del mundo en tantas caras. Y está mal visto que a veces diga que me gustaría tener una casa, un espacio, una rutina. Porque lo tuve. Pero qué le vamos a hacer... el ser humano es impredescible y caprichoso.

Ayer fui a la universidad, a ver a mi padre local, a encontrarme con un cariñito gallego, a ver un documental brasileño, a cenar fusión con mi hermana francesa y mi corazón colombiano. A acordarme de porqué me gusta estar aquí --- de por qué adoro la sensación permanente de cambio.

(Porque quiere decir que algo se mueve. Que estoy viva. Que sigo).

Bienvenida a Barcelona, Cin. Otra vez estás en casa.

(Everybody is changing - Cover de Lilly Allen - me encanta con Keane, pero si yo cantara, sonaría más bien como esto)