14.7.10

Pablo, el que iba a ser presidente municipal

En el pueblo, la gente lo quería. Algunos pensarían que era difícil quererlo, dado que hablaba golpeado, era casi agresivo y, encima de todo, dentista. Pero un dentista que atendía a toda la gente del pueblo (y de otras poblaciones a más de tres horas a la redonda) y les cobraba siguiendo aquel dicho de "según el sapo debe ser la pedrada". Además, cada año organizaba las fiestas del pueblo y con el dinero recolectado fungía como capataz para seguir construyendo el camino de piedra que llevaría a la cruz (el punto más alto de peregrinaje, en un montecito cercano). Tenía un proyecto para llevar agua potable al pueblo, con unos amigos ingenieros que había conocido tiempo antes.

Una vez le propusieron ser presidente municipal. Todo parecía perfecto, hasta que le explicaron el tipo de "acuerdos" y "favores" que tendría que hacer. A los que le ofrecían el puesto y le pedían los favores los puso patitas en la calle. Típico de Pablo. Lo que no era derecho, no era.

* * *

La verdad es que nunca llegó a ser dentista con todos los títulos. Se fue a la ciudad a estudiar con un poquito de dinero que le había dado su padre - el hacendado, pero el hacendado del pueblo. Le alcanzaba para estudiar como técnico dental, pero no como dentista. Igual lo hizo, incluso cuando a veces le costó dormir bajo una escalera. Lo tenían peor los peluqueros que sólo habían recibido un poco de entrenamiento para sacar muelas.

Era un técnico estupendo. Trabajo en los mejores laboratorios de la ciudad, haciendo puentes y dientes de oro. Era buenísimo haciendo dientes de oro. Y buscando cómo salvar la mayor cantidad de dientes posibles a sus clientes, todos de poblaciones cercanas a los cañaverales y a un ingenio azucarero, donde lo favorito para comer eran los dulces y lo más desconocido la higiene dental.

Se regresó al pueblo a tratar a todos, sin diferencia. A veces los sábados y domingos, porque eran los únicos días que podían salir del rancho. Tenía los instrumentos más básicos, pero los más limpios. Daban miedo, sí... pero aprendió pronto a utilizar la anestesia.

Iba a congresos de dentistas en toda la región, donde nadie le reclamaba su falta de título. Antes bien, lo dejaban participar y comentar lo que veía en su región, como a cualquier decano de la profesión.

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No tuvo mucha suerte con las mujeres. Su primera esposa lo dejó de pronto, llevándose con ella gran parte de los muebles del hotel que tenían juntos en la misma casa donde estaba su consultorio. Sus hijos fueron y vinieron, a veces un poco espantados por la nueva mujer - que nunca nueva esposa, impedido por la ley de dios (ese dios tan en minúsculas que a veces nos cuentan que no perdona).

A los 92 años, su hermano el sacerdote lo convenció de que tomara en una tarde la confesión, la comunión, la extremaunción y el matrimonio. Lo casó en casa de su hermana (a punto de cumplir 90 años), rodeado por algunos de sus hijos y sobrinos. Les pidió a uno de los hijos de su hermana y a su esposa que fueran sus padrinos. Entre todos les compraron flores, regalos envueltos para novios y hasta unas argollas. Tomaron fotos. Y fue tan feliz que, por primera vez, no quería regresar a su pueblo esa noche.

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Se fue más o menos en cuatro meses. Era una especie de cáncer increíblemente agresivo para alguien tan mayor. Todos los médicos, incluída su nieta, acordaron que no era necesario hacerle más daño. Él no entendía qué pasaba. Quería más atención, pero luego la rechazaba. Se olvidaba de las explicaciones. La última vez se subió a un autobús para regresar del hospital a su casa - no quería dar más molestias - y cuando no estuvo de acuerdo con el tratamiento se salió del hospital y tomó un taxi, volviendo loco a todo el personal de planta.

Ya en su casa, estaba harto de no conocer a quienes iban a visitarlo, de no poder hablar, de no caminar por su casa. Dejó de comer. Le susurró a su recién estrenada esposa que por ahí tenía una botella de diésel: que por qué no regaban su cama y se quemaban los dos, para irse juntos. Ella le dijo que no la molestara, que estaba viendo el fútbol. Después, mientras no la veía, se soltó a llorar.

Yo iba a ir mañana en la mañana a ver a Pablo, ese hermano de mi abuela alto y de voz fuerte que siempre amenazaba con sacarnos los dientes malos. El que daba abrazos apretados y tenía una silla de dentista como de Frankestein en su casa. Ese, al que todo el mundo conocía en Tecalitlán y lo trataban como si hubiera sido Presidente Municipal toda su vida.

Porque de alguna manera lo fue.

Íbamos, pero se nos adelantó. Voluntarioso como siempre, se fue hace unas horas. Mañana voy, pero a enterrarlo. Contenta de saber que se fue, por fin, como quería hacerlo.

13.7.10

De vuelta

Los muros son extraordinariamente blancos y las estancias extrañamente pequeñas. Hasta las escaleras me parecen más cortas. El jardín más reducido, y no sólo porque el guayabo fresa que planté en mi infancia y mi hermano nunca dejó crecer por los pelotazos que le daba ahora es un árbol de casi tres metros. Todo es distinto, pero es igual.

Llegué a esa casa cuando estaba a punto de cumplir ocho años - no había clósets ni cortinas, sólo un baño funcionaba, la cocina estaba a medio poner - y me fuí a punto de cumplir los 21 - por fin mi madre había comprado sus "muebles" perfectos, pero no contaba con que mandarían a mi padre a trabajar a otra ciudad.

Ahora, regresan a esa casa. Y me llevan a ver los baños nuevos, la cocina nueva, el jardín y el guayabo sobre crecidos. Mi hermano el menor se ha apoderado de la que era mi habitación - "es que me gusta más la luz que hay aquí". En la otra habitación, la que compartían mis dos hermanos, me han puesto una cama matrimonial "para cuando vengas".

He venido hoy. La única cama que hay en la casa es esa y yo tengo sueño de mediodía. Subo, me recuesto. La falta de muebles en el resto de la casa crea esta tremenda sensación de eco y los escucho hablar sobre la ropa limpia, sobre el granito de la cocina, sobre el resto de pendientes para el día. Mi padre enciende un aparato de sonido. Yo tengo los ojos cerrados y escucho el sonido de un arcodeón y remoloneo.

Vuelvo a tener doce o catorce años. Vuelvo a querer despertarme a las diez, a las once, a mediodía. Al fin y al cabo, son mis vacaciones. Pero mi madre no lo ve así: vacaciones o no, hay que levantarse a una buena hora, hacer lo mejor del día. A las nueve y media enciendo el radio, de ser posible en una estación de música clásica. De ahí que no haya mejor manera que ponerme de un humor de perros que despertarme con violines. Casi y hasta sonrío al oir el acordeón.

Después de dormir un poco bajo las escaleras y me dice mi padre que es tremendo el eco que tiene la casa sin muebles. Le contesto que es algo que ese ese eco está en las paredes y en los oídos de quienes hemos vivido ahí.

2.7.10

Clase magistral

Me lo dijo muy serio y con un pie en el umbral de la puerta. Sabe que a mí el futbol es una cosa que me divierte, pero no me apasiona. Pero estaba realmente serio: "esta tarde, a las cuatro, entra en un bar. Dime que vas a hacerlo. Tomarás la mejor clase de cultura holandesa de tu vida".

Todavía lo estoy considerando, pero en el fondo no me parece una mala idea. Me veo entrar en un bar fresquito (hace calor estos días en los Países Bajos) y disfrutar junto a un montón de gente vestida de naranja. Con lo bonito que es el naranja.

Lo que más me ha gustado hasta ahora es la televisión. Ayer, hasta las doce de la noche, incontables tertulias hablaban de las posibilidades, o no, de su equipo de fútbol de ganarle a Brasil. Increíblemente, una de las cadenas públicas hizo un corte de unos 20 minutos sacado de las televisiones de Brasil, para ver cómo allá se percibe al equipo.

Eso me gustó. Esa especie de desafección y frialdad que, de todas maneras, no termina de serlo. Esta casa, llena de libros de arquitectura, tiene de pronto un pequeño peluche naranja encaramado sobre una lámpara Ptolomeo.

En el fondo, todos tenemos muy cerca del corazón nuestras futboleras ilusiones.