31.8.10

Perlas de congreso I

(Escuchadas por ahí...)

+ ¿Te has dado cuenta que tu propuesta doctoral implica un problema ético inmenso?

+ Te ves muy linda con ese color de blusa.

+ ¿Y a tí quién te paga el viaje para venir aquí?

+ Bueno, tengo que decir que tu proyecto me parece... bueno... muy interesante, ¿no?

+ ¿Tienes 31 años? ¡Hubiera jurado que tenías 26!

+ Si quieres triunfar en la academia sólo tienes una opción: ser mucho más competente que tu director de tesis.

+ "What you have are case stories not case studies"

+ Quizá si modificaras todo tu marco teórico y buscaras otra población para probar tu modelo...

+ Lo que tienes ahí no es un tema de tesis doctoral: es un plan de vida.

+ Imagina que ya hiciste la investigación y puedes darle, no sé, a un chico en India toda la información para que te escriba un paper y logre que te lo publiquen en el journal más importante de tu área. ¿Cuánto le pagarías? Yo creo que yo comenzaría como en seis mil euros y estaría dispuesto a negociar.

+ Odio que me hayan contratado como investigadora y me den trabajo de secretaria.

24.8.10

El agua del mar y la cicatrización

Hace más de cuatro años, si no es que tal vez cinco. Al principio del verano, me operaron de la nariz, para lograr que por fin respirara más o menos de una manera decente. El resultado fue que me pasé el verano hinchada, huyendo del sol y sufriendo del calor como nunca.

A mediados del verano, la doctora me dijo que podía ir al mar, a bañarme, para ayudar a la cicatrización. Peeeeerooo... tenía que ser o antes de las 9 de la mañana o después de las 6 de la tarde, para que no me diera el sol. Y lo más lejos posible de Barceloneta, para no bañarme con toda la basura de los turistas.

A mí me da una pereza espectacular. Levantarme temprano no. Salir en la tarde menos. Pero lo bueno es que Alex estaba aquí. Lo conocí en la preparatoria y tuvimos nuestro año más intenso cuando vino a estudiar a Barcelona. Cocinábamos juntos, íbamos a comer a la calle, a ver a la gente, a hablar de lo que éramos y lo que queríamos ser. De su entonces novia y mi entonces marido. De la playa. De la ciudad, la hermosísima ciudad.

Él lo tomo como una tarea particular. Y todos los días, alrededor de las siete, me llamaba para que me fuera hacia el autobús. Quedábamos de vernos cerca del cementerio de Poble Nou y caminábamos a la playa, en las últimos horas del día.

Mi nariz cicatrizó mientras hablábamos de la colección de música imposible que había en su iPod, sus discos en producción, los aviones que pasaban sobre nuestra cabeza y mis ganas de hacer algo, aunque no sabía qué.

Ayer estuve toda el día escribiendo y a las siete de la tarde, algo de lo que ya no me acordaba salió. Me puse el traje de baño, y metí en mi mochila, ropa limpia, una bolsa de plástico, cinco euros y mi tarjeta de transporte. Sólo el teléfono sería un drama si me robaban. Al final, dos paseantes que están en casa fueron conmigo. Llegamos a la misma playa que iba con Alex cuando la luna llena ya se veía clara, pero aún no era noche.

El mar está en una temperatura perfecta y tiene esta capacidad de acariciar la espalda y el cuello como el mejor de los terapeutas. Todas esas letras angustiosas, esa pelea contra la pantalla del ordenador pareció desaparecer por un momento. Salí del mar. Nadie me había robado nada. Tomé una ducha y me metí a los servicios a cambiarme. Con Alex descubrí que una de las razones por las cuales no soy una gran adepta a la playa - me pica la sal y la arena - se evita fácilmente enjuagándose y poniéndose ropa limpia. Sí, soy un poco una princesa, pero qué vamos a hacerle.

Dormí mejor que en muchos días. Ni siquiera los mosquitos pudieron despertarme. Y sólo me quede con ganas de darle las gracias a Alex y al mar, por ayudarme a cicatrizar todas las pequeñas heridas que me hago, día tras día.

León enjaulado

Dos días escribiendo. Un poco más de diez mil caracteres en texto listo. Ocho entrevistas. Incontables horas de lectura de material. Llamadas teléfonicas. Revisión de mis recuerdos. Otra vez a escribir.

Me gusta lo que hago. Hace mucho tiempo que decidí que nada podía hacerme sentir más llena que escribir, contar. Pero... ¿cómo hace uno para no enojarse, angustiarse, perder? Toco temas que me son delicados y tengo miedo de perder esa sana distancia.

Y ahora, ¿por qué me afectan los temas? ¿Por qué la adopción homoparental se está convirtiendo en una especie de cruzada para mí? No puedo abrir un diario sin descubrir algo que me llame la atención. Tengo miedo de Facebook. Tengo miedo de ver lo que he visto en la gente en la que lo he visto.

No es que me sorprenda. Es que ya lo sabía. Y lo confirmo. Y regreso. Como el león enjaulado.

(Y todo para que el famoso texto probablemente nunca sea publicado. Ya se verá. Viscisitudes del freelance).

18.8.10

Cuentos de trasatlántico: regreso

Reconozco que lo mío es puro masoquismo. O masoquetismo, como decía alguien por ahí. Corriendo alcancé la conexión del avión a Madrid y, como no sirve (aún) el sistema de entretenimiento, me puse a revisar las fotos de la última semana. De los últimos 10 días. De la familia, básicamente. Mi prima que se casó, mi abuelita que cumplió 90 años, mis novísimos primos gemelos. Todo regado por abundante tequila de ese otorgado por la aerolínea. Y chin. Casi me dan ganas de ponerme a llorar.

Voy en el último asiento del avión. Se mueve todo. Válgame con las turbulencias. Y la única que se puede tomar la mano y decirse que todo va a estar bien soy yo con yo misma. Qué farem. Es lo que hay.

Mi abuelita, la que está enferma, se quedó de buen humor. Prometimos vernos pronto, sin hospitales de por medio, con un mariachi y una fiesta general. Ojalá. Ojalá. Que los meses corran pero sean benévolos y nos permitan encontrarme. Mi otra abuelita, también se quedó de buen humor. Y me dijo que me quería. Con lo raro que es que los mayores digan que lo quieran a uno.

Y sigo con el tequila. Y con las fotos. Veo a mi prima, la novia, feliz. Al novio, orgulloso. A los padres de los novios, aliviados. Al resto de los primos, mayores, pero felices. Mis sobrinos. Mis papás, que ya quieren nietos, pero que mejor miran a mi hermano el del enmedio porque yo no soy muy confiable en esos menesteres. Que me ven con complicidad, con amor. Eso es lo que quizá más extraño. Las risas cómplices con mis padres. Las lágrimas cómplices, como las del aeropuerto. Las promesas nunca dichas.

Curiosamente – o no – siento que voy a casa. Me gusta Barcelona, me gusta mi vida. Y también me gusta y disfruto profundamente estar con mi familia. Con ese ejército de primos, tíos, abuelos, tíos abuelos, sobrinos, conocidos, vecinos, amigos, padrinos... Pero, como decían los anuncios de alcohol en México hace años (no sé si aún): nada con exceso, todo con medida.

Me voy a casa. Me voy a ver a mi nueva familia, la que me he creado en los últimos años. Me voy, con la maleta llena no de ropa, sino de botellas de tequila, dulces (pinole, damys, banderitas de coco, ate de guayaba...), libros para mi tesis doctoral y para mi calma linguística. Con la computadora y la cámara llena de fotos. Con el corazón calientito de besos. Con la sensación de tener dos patrias, dos vidas... y quererlas a los dos.

Ahora a dormir.

(Rescatado del vuelo de regreso, hace casi un mes. Estoy otra vez en un aeropuerto, esperando mi avión, para por fin llegar a Barcelona. Y esta sensación de lejanía, de nuevo. Dejando mi tercer destino frecuente, como si se pudiera dejarlo. Eso son las vacaciones - una larga sucesión de despedidas.)

17.8.10

Las orillas

Lo sabe quien se haya metido a una playa con una corriente fuerte: lo difícil es llegar a la orilla. Ese último tramo en el que tienes que dejarte ir o nadar como un loco para alcanzarla, para sentirte en paz. No es que dentro del agua no se esté bien: en realidad, puedes estar increíblemente bien pero sentirte un poco extraño, fuera de lugar - tener simplemente la sensación de que es pasajero y lo que necesitas es regresar a tierra firme.

También da miedo al revés. Cuando es la primera vez que te vas a meter al mar en el año y de pronto te parece que está demasiado frío, oscuro o agitado. Lo difícil es sobrellevar el miedo, pasar de las rodillas, sumergir la cabeza. Es la orilla, siempre la orilla.

Así cuando estás fuera de casa - cuando dejaste el lugar de donde eras y te fuiste al otro, cuando dejaste tu nueva casa y te aventuraste en otra vida. Lo más difícil son los últimos días (cerrar maletas, despedirte, comprar regalos, imaginarte qué es lo que te espera). Y luego llegar. Reconocer otra vez las almohadas, las llaves de la ducha para no quemarte o escaldarte de frío, recordar las líneas de metro o los cambios del auto, las expresiones linguísticas, esas cosas que puedes comer o no.

El intermedio es lo más fácil. Cuando estás ahí, cuando se te olvidó que llegaste y te tienes que ir. Cuando haces un esfuerzo para vivir al día y no atender al calendario que dice, implacable, que otra vez te tendrás que ir.

Las orillas, siempre, esas despedidas. Como si estuvieras dejando un pedazo de tí cada vez que te vas de un sitio y lo miraras despedirse de tí, agitando un pañuelo, sabiendo que nunca, nunca volverá el mismo que se fue.

16.8.10

Cuentos de trasatlántico: ida

La miro dormir. Junto a mi brazo, está su mano. De dedos larguísimos, como de pianista. Tiene las uñas largas, largas... pintadas de un rojo muy intenso. En la mano derecha lleva dos pulseras de perlas y tres de algún metal plateado. En la muñeca izquierda, un reloj color plata, clásico. Sobre su regazo, hay un toro de peluche que seguramente compró en el aeropuerto de Madrid. En realidad, creo que debe pensar que soy una antipática. Recién subimos al avión, una de sus amigas que está al otro lado del pasillo me pidió que le cambiara el puesto para irse juntas y yo no accedí. Me gusta estar junto a la ventana, sobre todo cuando sólo son dos asientos. Se enfurruñaron un rato, pero después se les quitó – cuando las intenté tranquilizar por la turbulencia tremenda que había sobre Madrid.

Vuelvo a mirarla. Siempre me he preguntado cómo lo logran las chicas como ella. Sospecho que quizá acaba de cumplir los 18 años, pero no necesariamente. Tiene el pelo perfecto, lacio, le cae hasta con cierto arte sobre la cara mientras duerme. Está mirando la pantalla y yo muevo un poco la computadora. Creo que la molesta mi tecleo.

(Y me doy cuenta que debería de volver al paper que me dí estas horas de avión para escribir en lugar de narrarla).

Se estira. Se cubre la cabeza y los hombros con la cobija azul de la aerolínea. Está amodorrada y parpadea. Tiene pestañas como de Minnie-Mouse y gestos como de femme-fatale. Como suele suceder con algunas chicas de su edad. Zapatillas de deporte y calcetas blancas. Jeans de tubo, azul claro. Una camiseta tank-top rosa, con el logotipo de alguna tienda de esas no muy caras en Europa, exclusivas en América.

Me odia. Está pidiendo un cambio de asiento a sus compañeros. No sé si es el hecho de que yo estoy trabajando y ella quiere dormir. O que quería a su amiga aquí. O qué.

(Toda mi capacidad de concentración está ahí, en sentirme menos. Pero ahora está siendo grosera. Se me está acabando el miedo. Lo que es es una adolescente malcriada. Y yo puedo ir hacer lo que me venga en gana).

* * *

Cerré la página de mi crónica y me puse a escribir mi paper para el congreso del mes próximo. Se durmió. Se despertó. Se quejó. Se acabaron las 11 horas de viaje.

Hubiera sido peor en autobús.

13.8.10

Un diálogo

- ¿Qué es lo que quieres lograr haciendo esto, yendo de un lado para otro? ¿Qué quieres conocer?
- No se trata de lo que quiero conocer. Se trata de lo que no quiero olvidar.

Ruido blanco

Llueve. Ha llovido toda la mañana. Me hace recordar mis veranos infantiles - esos en interior, con Maratón, Turista Mundial o Serpientes y Escaleras. Pero ahora no. Estoy sentada frente a la computadora y escribo notas de cosas que tendría recordar, agradecimientos a gente que ya no está en mi vida, cartas para intentar salvar proyectos deshauciados.

Se queda a un lado la lista enorme de cosas por hacer. Ir al banco. Buscar por enésima vez una maleta, porque en el último viaje se rompió la que tenía. Resolver bien qué vamos a cenar. Atención: ayer hice hasta un pay de manzana.

No es que esté mal, es que es diferente. Y me cuesta aceptar las vacaciones como un periodo de ruido blanco, de atención a otras cosas - de leer novelas policíacas y ver la televisión. Al final, a través de las páginas, siguen por ahí atacándome las preguntas de siempre, La Pregunta: "¿eres tú? ¿eres las que decías que querías ser?".

Por lo pronto, sigue lloviendo. El gato se acurruca contra mis pies y sale corriendo cada vez que se escucha otro trueno escandaloso. No sé si nos queremos, pero sé que disfrutamos nuestra compañía. Y que a él, más que a nadie, le duele que me haya roto las uñas con la maleta descompuesta - no le rasco igual detrás de las orejas.

Agosto se va a acabar. Y también la tercerca novela de Stieg Larsson. Y mis viajes vacacionales. Pero tengo por seguro que mis preguntas - esas, las de siempre - seguirán ahí, como ruido blanco.