24.10.16

Un vecino invasor

Lo escuché maullar - me sorprendió porque los gatos que viven en el vecindario rara vez maullan. Ni siquiera cuando está de visita el gato que cuidamos: se pelean, si acaso, a través de las ventanas pero nada de maullar. Y mientras mi cerebro y oídos despertaba de su soponcio, el holandés ya se había levantado del sillón y le había abierto la puerta. "¿Tú quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué pasa?". Ante la puerta abierta y la voz, el vecino entró. Dio cuatro vueltas al salón y nos miró para saber si éramos de confianza. Maulló un poquito más. Comenzó por restregarse contra mis piernas, la pata de la silla, la esquina de una puerta. "Mientras no le demos de comer, todo está bien".
Le gusta el fuego de la chimenea, el calor del suelo. Creo incluso que le gusta el sonido y la luz de la televisión, porque se quedó un rato grande mirando, como si las noticias financieras le dijeran algo. Lo he perseguido para tomarle fotografías y después de un rato, ha posado mirándome. Como si esperara que con eso lo dejara en paz.
Hace un par de minutos subió las escaleras sin ningún tipo de temor hasta encontrar un vaso de agua, donde lo encontré bebiendo. Me acerqué a él e intenté razonar, quitarle el vaso. Sin miramientos, me mostró los dientes y me acorraló.
Escucho a mi holandés intentar razonar con él en holandés para que salga de debajo de nuestra cama - yo le estaba hablando en español, y quizá era eso. Multilingüe no es, pero creo que está convencido de que esta es su casa.
Ahora pienso en tomarme yo una foto enfrente de la televisión, sólo en caso de que un poco más tarde baje a informarme de que ya no soy bienvenida porque los dueños de esta casa tienen que dormir.

3.10.16

Domingo de negativas

Han dicho que no. Que no se olvida. En las calles, en las manifestaciones, en los diarios. Han hablado los que se acuerdan de qué y cómo aquel dos de octubre en Tlatelolco. También los que no saben, los que no se acuerdan, a los que poco les importa. Igual han dicho que no porque en Tlatelolco el dos de octubre un poco huele a pólvora en la memoria y un mucho quizá a desesperanza. Porque a veces sirve recordar la indignación, sólo por hacer uso de un músculo que ha perdido por completo su entereza. Sólo por acordarse que todavía en mi país eso de hablar en voz alta a veces atrae, como un imán, a la violencia.

Han dicho que no. Bastantes colombianos han dicho que no querían el acuerdo de paz y otros tantos, muchos más, han dicho que no salían a votar. O no lo han dicho pero se han quedado en casa, asustados del huracán que llegaba, o del miedo que tiene muchos años - quizá demasiados - descansando en una esquina de un sofá. Junto con la rabia. Junto con muchas otras cosas que no conozco y no sé nombrar. Junto a lo mejor, otra vez, la indignación esa que me parece que es un animal gelatinoso también en lugar de hacernos mover nos hace quedarnos, y señalar con dedos flamígeros, y tirar la primera piedra como si nunca hubiéramos querido que nos preguntaran nada.

Han dicho que no. Eran menos del 40% de los húngaros llamados a las urnas pero han llegado en masa a decir que no quieren la cuota de refugiados que acordó la Unión Europea. Que no entre ninguno de esos, que no sabemos qué quieren, que no podemos y no nos da la gana abrirles las puertas de nuestro país, ni a los adultos, ni a los niños, ni a los que lloran, ni a los que pudiesen ayudar. Y dice el presidente húngaro que qué importa que el referéndum no sea válido: que a él ese no ya le vale, ya le es victoria política, ya le legitima para actuar en consecuencia.

Ha dicho que no. Luis González de Alba no lo dijo, pero lo pensó y lo hizo: no quería despertar un día más. Preparó todo, escribió hace más de un mes una columna críptica pero llena de sus verdades que se publicaría el domingo a Milenio, hizo un tweet de madrugada para aquel amor de su vida, y apagó el switch de su vida con "el último acto de su salvaje libertad", como lo describió Aguilar Camín.

Y con tanta negativa yo amanecí este lunes un poco escaldada, fría, desconcertada. Con la sensación de metal en la boca que deja masticar tantos dolores acumulados. Pero era lunes y hacia sol y había que seguir. Porque para todos los demás esto sigue y con recuerdos, dolores o temores, a veces hay que decir que sí.

21.6.16

Equinoccio, sentido por sentido


En Guadalajara, los veranos también tienen un poco sensación de monzón. Uno sale de la escuela en medio del calor para encontrarse envuelto en pocos días en tormentas que duran todo el día, toda la tarde, toda la noche. Y es una cosa que se asume como normal, como natural: los niños tapatíos nos volvemos expertos en juegos de mesa, en juegos de interior… a veces, uno podía escaparse de la mano vigilante, del ojo protector de nuestras madres y acabar bailando bajo la lluvia: con el temor al regaño o al resfrió, pero la certeza del gozo del agua corriendo sobre los brazos y las piernas desnudas.

Y ahora en Rotterdam, sin saber que iba a ser así, había pasado demasiados días de monzón. Salgo a caminar sí, pero cuando se va la lluvia. Y cuando llueve ahora prefiero mirar el agua desde el interior, con un libro. Prefiero, como cuando era niña aburrirme: quedarme mirando a un punto en la pared hasta que de la nada brota una historia, un recuerdo, un cuento.

Y esta tarde después de la comida, después de la siesta, después de leer, después de aburrirme… tenía que salir a algo. Al aire. Al verano ese que no se termina de definir como tal. Es el día más largo del año y hay que aprovecharlo.

Salí con un suéter y un abrigo de entretiempo para descubrir que, como en Guadalajara, nublado no significa frío. Pronto mi cuerpo exigió que me quitara el abrigo y siguiera caminando sólo con el suéter de algodón, que era suficiente para cubrirme. Y entonces descubrí que quizá tenía muchas horas en el interior de mi casa – tantas, que mis sentidos estaban medio dormidos.

Estaba despierto el oído, a fuerzas, con los audífonos en un podcast extraordinario sobre el derecho a salir del armario como gordo. Camino sonriendo y la gente, me parece, me sonríe. Hay una cosa en la luz de las tardes lluviosas: es como si tuvieran un filtro de suavidad que hacen todos los colores más nítidos. Y al pasar por el parque, mi nariz, por primera vez en el día, se despierta violentamente. Debe ser el agua, debo ser yo, pero casi siento que podría distinguir el olor del agua sobre cada una de las flores, de los diferentes tipos de césped, del suelo, de la tierra. Y el olor es tan intenso que casi, a ratos, lo puedo probar en la punta de la lengua. Las nubes pasan, rápido, y de pronto la lluvia comienza de nuevo: tan fina como una cortina, la siento en las partes de mi cuerpo que “sobresalen”: mi nariz, las puntas de mis dedos que se mueven, mis pies y mi frente… Intento seguir, ir al mercado, y mientras explico que quiero dos kilos de tomates no dos tomates, se suelta el diluvio universal. Como en un monzón. Y camino con un paraguas hasta un punto de refugio.

Estoy sentada en un café, con mis pantalones un poco mojados, mis zapatos y mis pies también. Las puertas están abiertas pero no entra viento, entra fresco. Hay una canción con una percusión estable y dulce que parece hacer contrapunto a la lluvia. La página blanco parece mucho menos terrorífica: a mi alrededor la gente, a pesar de la lluvia, sonríe. Tengo un café con leche a la mitad (la taza manchada con mi pintalabios) y en mi boca todavía permanece un poco la textura de una galleta de chocolate que me dieron para acompañarla. Sentido por sentido, el día más largo del año está completo en este minuto.

10.5.16

Ma-ma-mayo

En España, el día de la madre se celebró este año el 1 de mayo - sí, el día del trabajo. Nada extraño porque, según la mayoría de las madres que conozco, es el trabajo más intenso al que se puede acceder. Entonces he tenido diez días - hasta el 10 de mayo que es el día de las madres en México - para reflexionar sobre el hecho de la maternidad, los instintos maternales y todos los colaterales.
Al ser una mujer de treintaymuchos recibo con bastante frecuencia la pregunta de cuándo y cómo voy a ser mamá. Si quiero ser mamá. Si me lo planteo. Desde mi ginecólogo hasta mi familia, pasando por gente a la que es la primera vez que veo en mi vida y, sospechosamente, siente que tiene tanto derecho a preguntarme si quiero o voy a ser madre como si tomo agua con o sin gas.
Últimamente mi respuesta estándar es no lo sé. Y a partir de entonces cierro las orejas porque sé que una buena parte de la población comenzará con el pero tienes que apurarte porque ya tienes una edad o es una cosa que tienes que saber pronto. No lo sé.
Me pasa la pregunta por la cabeza todos los días cuando miro a través de la ventana y veo a mis vecinos jugando con sus familias en el jardín. También cada vez que veo a mis hermanos con sus hijos, a mis primos, a mis amigos del alma. Cuando tomo en brazos a alguno de los bebés cercanos a mi. Cuando leo algún artículo elegido para mi por Facebook o veo a los personajes de la televisión o la literatura preguntándose si quieren o no hijos. No lo sé.
Quizá es una cuestión de prudencia. Conforme va pasando el tiempo soy más consciente - si se puede - de la responsabilidad tan grande que implica ser mamá. Y cómo es una cosa para toda la vida, todo el tiempo, siempre-siempre. Quizá entonces no es prudencia. Es simple y sencillo miedo o cobardía.
Mis mamacitas: mi madre y la suya, posando
Me gusta ver a las familias de las que me he rodeado, tan dedicadas a su maternidad/paternidad moderna, comprometida, preocupada. Me gusta ver a través de sus ojos las alegrías que representan los pequeños avances, grandes logros. Tengo una fortuna: tener muchas madres a mi alrededor que están encantadas, felices, realizadas con su opción de tener hijos.
Pero no es a lo que les pasa a todas: también he visto, veo, madres amigas que aunque aman con locura a sus vástagos están cada vez más cansadas, más fastidiadas, menos ellas, más tristes. Las veo diluirse con todo y angustias en las agendas de los niños, de las múltiples obligaciones educativas, formativas, lúdicas. La vida nunca será la misma una vez que tengas un hijo: me dicen una y otra vez... y no sé si es una promesa o una amenaza.
El camino de las madres pues, no es fácil. Las no-madres lo sabemos y quizá por eso preferimos mirar desde la lejanía. No temo a la ausencia de instinto materno sino quizá la sobresaturación de mi instinto filial: para ser hija me he estado entrenando toda la vida, encima, con una mamá protectora y un poco bruja que sabe llamarme exactamente cuando algo no va del todo bien. Así las cosas, es difícil ponerse a pensar en lo de ser madre: sobre todo cuando estás rodeada de tantas que lo hacen tan bien. Felicidades pues a todas las que saben, han sabido, han elegido ser madres. Las abrazo con todo mi corazón y admiración, aún sin saber si voy a unirme o no a ese club .

9.5.16

#Vinader: las cosas que perdimos

Hace quince días, Casa América Catalunya y el Colegio de Periodistas de Catalunya organizaron un homenaje-recuerdo para Xavi Vinader a un año de su muerte. Fue un momento muy emocionante para mi porque me tocó estar en la mesa, hablando no sólo del Xavi periodista y maestro sino del Xavi humano, familiar, que influyó en las vidas de muchas personas (incluida la mía). En el acto, de forma sorpresiva, Casa América Catalunya además otorgó a Xavi el premio póstumo a la Libertad de Expresión en Iberoamérica 2016. Sé que Xavi, con sus muros llenos de libros sobre América Latina y sus comidas internacionales, estaría ancho de la emoción.
La foto es de Isaac Meier / Nació Digital

El día del homenaje (que se puede ver completa en video aquí) me tocó honrar entonces la vida familiar. Y, citando a Voltaire, desde que se fue le debemos ya no respeto, sino la verdad. La verdad es que nos falta cada día y es difícil explicarnos que no esté. La mejor explicación sin duda la tiene uno de sus nieto y además ahijado, David, que una noche semanas después de la muerte de Xavi declaró: "¡Mamá! ¡Ya sé por qué Xavi no puede venir! Se fue con la silla de ruedas a las estrellas y las estrellas esas no tienen rampa... por eso se quedó allá".

Y es que Xavi estaba con nosotros en la vida cotidiana. Nos falta su risa, su silla, todo él. Malena, otra nieta, me envió horas antes del homenaje este poema (la traducción es mía) que explica cómo se siente.

Xavier quan tu vas morir                            Xavier cuando moriste
no va a ser el millor moment per mi.          no fue el mejor momento para mi.

Sé que em vas a estimar                             Sé que tú me quisiste
però el teu cor me'l vaig quedar.                 y tu corazón me lo he quedado yo.

El teu cotxe vermell                                   Tu coche rojo
jo sempre el tindré.                                     siempre lo tendré.

I a tu, el Xavier Vinader                             Y a ti, Xavier Vinader
sempre et recordaré.                                   siempre te recordaré.

Quizá con esas dos imágenes, dadas por los niños, quedaba claro lo que estábamos sintiendo los adultos. Pero yo me había preparado también algo que reproduzco aquí - y se queda aquí, como Xavi se quedará igual.

* * *

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Entre las muchas cosas que perdimos el día que Xavi se fue está nuestra casa. Y digo nuestra casa porque ese piso de Plaça Tetúan era suyo, pero también lo más cercano a un hogar común para muchos de nosotros. Hace apenas un par de semanas, leyendo la columna de Francesc Viadel que marcaba un año de ausencia, me di cuenta una vez más cómo somos muchos los que tenemos un recuerdo compartido y no sólo una pérdida común. Al leer sus palabras imaginaba que muchos, al hacer un esfuerzo y cerrar los ojos, podríamos ver con claridad de nuevo la última imagen que tenemos de este lugar: franquear la pesada puerta de la entrada, contar el número de escaleras hasta el tercer piso o escuchar el lento quejido del ascensor, trazar los pasos que hay de la puerta de entrada a la puerta de la biblioteca, observar la sombra que dibujaba el ficus sobre el salón o la galería, saludar a los héroes de guerra de papel de chocolatina que colgaban de las paredes del comedor, escuchar la tetera crepitar sobre el fuego o sentir el olor de la menta mezclada con el té… Entrar a esa casa era como traspasar las fronteras hacia una especie de tierra de todos (nunca tierra de nadie) donde todo era posible: un espacio donde igual se resolvían conflictos internacionales; entraban ladrones y policías; se fraguaban planes para banquetes pantagruélicos o se planificaba con cuidado y alto sigilo la ruta que tendrían que seguir Papa Noel o los Reyes la próxima navidad.

Ahí, entre todos esos libros, cartas, archivadores y discos compactos también estábamos todos: clasificados en medio de ese caos aparente del que nadie tenía ni idea, nadie más que él. Porque además de papeles y objetos varios, Xavi se había rodeado de un banco de referencia viva, cambiante, intensa. Algunos visitantes eran documentos de referencia de uso puntual y otros, por voluntad o por sorpresa, nos quedamos ahí, como una especie de inventario fijo. Y así como los libros de Xavi o sus archivos tienen sentido como una colección, como un todo, así nosotros tenemos sentido reunidos entorno a él y a su memoria. No es que sin él no podamos existir, es que sin él no nos hubiésemos encontrado. Sin sus oficios, sin su interés por casi todo y en todos sitios, no se hubieran creado alianzas imposibles que podían tanto delinear una exclusiva periodística como resolver un caso policial o sanar un corazón roto. Porque en esa casa, detrás de esas puertas, podía pasar cualquier cosa.

Y entrar a la vida de Xavi era un poco como entrar a su casa, por estancias. Primero en los espacios del trabajo, después en las cenas, en el Xampu Xampany, en las tertulias con los amigos compartidos. Nos une en torno a él el asombro compartido ante un hombre que tenía una mirada y unas preguntas más efectivas que cualquier suero de la verdad. Nos une en torno a él su capacidad de encontrar gente que supiera contar una historia, o tener una historia o ser una historia: humanos que ejercieran de humanos, con contradicciones, miedos, logros, esperanzas. Con secretos por descubrir.

A Xavi le encantaban los secretos – las balas en la recámara, que decía. Su casa era un paraíso de escondites y sorpresas: lo saben mis sobrinos que encontraron algún día debajo de su escritorio los chocolates buenos, lo sé yo que encontré ahí la familia que me faltaba. Lo saben los muros, que deben de haber escuchado más historias de viva voz que las que esconden los libros que se recargan sobre ellos.

Me invitaron hoy a participar en este homenaje como parte de la familia extendida, elegida que tenía Xavi. Cuando me escribió Toni Travería para que le explicara mi vinculación con él, me quedé un poco muda. Y me dio por reír porque me gustaría preguntarle a Vinader. En sus palabras, yo he sido su exalumna, la encargada de telefonía, audiovisuales y nuevas tecnologías, la delegada de cocina mexicana, una zascandila que debería dejar de hacerse la loca con la vida académica y la crónica de vida cotidiana para comenzar a hacer periodismo del de verdad; e incluso su hija, en una broma que luego se convirtió en leyenda urbana. Y me gusta pensar que era un poco su hija – la que llegó crecida del otro lado del mar para discutir con él, enseñarle slang y cocina mexicana y buscarle libros y películas del Santo. Y me siento un poco su hija porque tuve la fortuna de que las estancias de la vida de Xavier, como la casa de Bailén, se me abrieran una tras otra. Tuve la extraordinaria suerte de que le hiciera gracia adoptar a una mexicana autoexiliada a la que le hacían falta rituales familiares. No sólo me dio un lugar donde pasar los domingos y festivos, sino una familia completa: madre, dos hermanas, sobrinos, una cantidad extraordinaria de amigos y conocidos y una sensación de segunda patria a la que volver. Porque, él lo sabía, si Barcelona era mi casa mucho tenía que ver con la posibilidad de dejarme caer frente a él en el sillón cuando sentía que me faltaban las fuerzas, o debatir hasta resolver algún asunto que no parecía tener final.

Y hablando de cosas que parecen no tener final, acabo - sólo me falta reclamarle a Vinader haberme ganado hasta la última discusión: hace años, para hacerme rabiar, apostó a que él no vería que yo terminara la tesis doctoral, y que nunca me iría de Barcelona. La tesis doctoral la defendí en enero y me hizo mucha falta, como nunca antes. Y, aunque ahora no vivo en Barcelona, le concedo esto: cuando miro a los balcones del piso de Bailén o los recuerdo en la distancia, estoy convencida de que esta ciudad siempre será parte de mi historia. Que esa casa, la suya, siempre será la mía: aunque la conserve solamente en mi memoria.

22.4.16

Elegancia casual

Lo de volver al gimnasio es un reto completo: no sólo por el cuerpo, que se ha desacostumbrado a sudar, sino también por entender nuevamente las dinámicas sociales que se dan ahí, lo que puedes y debes hacer y a que hora. A mí, que lo del ir a hacer ejercicio no es necesariamente algo que esté en mi agenda desde siempre, me tocan las horas de la mañana - cuando estoy lo suficientemente dormida para que no me importe mi cara de papa, el sudor y el esfuerzo sobre la máquina.
Pero hace unos días se me hizo tarde. Me quedé en casa escribiendo y sólo salí por la tarde, cerca de las cuatro. Y resulta que mi gimnasio - que tiene unas vistas magníficas a la calle, al cielo, a la lluvia - se convierte en un lugar diferente. Si en la mañana hay algunos atletas dedicados y otros cuantos que estamos intentando mejorar nuestra situación física a cómo de lugar, en la tarde hay una población que se dedica a ser guapa en el gimnasio.
Ya lo había visto alguna vez, en un viaje a la tierra de guapos y los hermosos: cómo el deporte, los entrenamientos se convierten más bien en un pre-ritual de acercamiento. Y ese día, casi no pude concentrarme en mi esfuerzo por ver lo que se gestaba a mi alrededor: las chicas que en el vestidor se maquillaban y se peinaban expresamente para la sala de ejercicios, los chicos que continuamente están frente a un espejo para ver si su musculatura está en el mejor ángulo, las imposibles selfies durante clase de spinning que entran a un concurso que tiene el gimnasio de las mejores fotos en redes sociales.
Estaba tan divertida que, al principio, no me di cuenta de mi misma. Pero al terminar, mientras recogía mis cosas, fui consciente de cómo mis zapatos no combinaban con mi camiseta, cómo mi panza abultada resaltaba en esos fínismos y entallados pantalones, y mi cara era roja, más roja que cualquier tomate.
Y decidí acordarme de esto y continuar yendo en la mañana. Porque creo que me siento más cómoda entre los que, de cualquier manera, encontramos lo de sudar a ritmo constante un asunto más íntimo que atractivo.

18.4.16

Lunes, increíblemente, al sol


Este post casi comparte título con la película Los lunes al sol de Fernando León de Aranoa, que hablaba (entre muchas otras cosas) de aquellos que, al quedarse sin trabajo, pueden dedicarse el primer día de la semana a sentir cómo el calorcito y la luz les tocan la piel, mientras se preocupan, mientras buscan.

Yo busco y me preocupo - sí - también estoy a la búsqueda de la próxima oportunidad, de una vida nueva donde sobre todo escribo y me concentro y sigo eso que digo que es mi voluntad. Y parece que esas angustias llegan con más fuerza al inicio de la semana. El domingo era para descansar pero los lunes son para pensar, para ocuparse, para hacer. Hoy es lunes e, inesperadamente, de este lado del mundo también hay sol. Cada vez que le digo a alguien que vine aquí me preguntan por qué, se preocupan porque me hará falta el sol. Y yo también me preocupo por el sol, porque es una de las formas que toma la añoranza. 

Porque la falta de sol también me recuerda las otras cosas que me faltan, la gente que me falta, lo que quería hacer allá y ahora se quedó en intermedio. Pero sólo es un intermedio. No es el final de nada. Y abrir las ventanas y despertarse al sol es despertarse a las posibilidades... que están incluso donde crees que no las encontrarías.

Yo continúo con las posibilidades y las realidades del lunes - ya menos soleado pero igualmente prometedor. Y dejo por aquí una foto del socio, que también está disfrutando.



17.4.16

Caras familiares

Hay una línea muy delgada entre estar solo y sentirse solo - sobre todo cuando hace relativamente poco que cambiaste de ciudad. Todavía están muy cercanos los rituales de la otra urbe, en la que ya no estás, y si un domingo te encuentras inesperadamente distraída y acompañada sólo por el gato (al que además le caes un poco mal porque la comida que compraste no es la buena) y hace sol... es una buena idea salir. Sacudirte el domingo y salir, caminar, ver, ponerte las gafas, entrar a un mercadillo, no comprar nada, pero curiosear y pensar...

Y seguir caminando y decidirte a entrar al museo como quien entra en la casa de un viejo amigo: mirar por las ventanas, visitar las exposiciones temporales y dar una vuelta a una sala y encontrarte con esa cara familiar y sentir que ella te conoce como la conoces tú. Y mirarla de reojo. Sentarte un poco. Regresar. Volverla a ver. Respirar frente a ella. Descubrir que no te da miedo como te dio la primera vez que la viste: más bien, al encontrarla, recuerdas un poco quien fuiste, quién eres, quién te gustaría ser.

Y así, salir del museo a las calles de la ciudad y hacerla otra vez un poquito más tuya. Con la fortaleza que da tener una cara familiar por ahí.

(El museo es el maravilloso Boijmans Van Beuningen de la ilustre Rotterdam. Mi amiga, la mujer que vive en De schiettent [La Galería de Tiro], pintada en 1931 por Pyke Koch y retratada por mi en su casa.).

8.4.16

Sobre lo flexible del tiempo

Todo era una locura hace un año, exactamente. Afuera del hospital, todo parecía un poco irreal - pero estaban ahí las cosas, había que resolverlas. Llamar a la gente, contestar las preguntas, ir a casa a buscar ropa (¿y zapatos? ¿Necesitamos zapatos?), lidiar con los asuntos de un entierro. Porque la muerte es una cosa tremendamente normal, en el fondo. Vamos, es anormal pero no puedes detenerte - la vida sigue. Es normal para quien la ve todos los días y te guía por ella como por una carrera en la ciudad en la que has vivido por años, pero que recorres con los ojos cerrados por razones lejanas a ti. El mundo sigue: se multiplican los mensajes, las llamadas, los abrazos, las preocupaciones, y además hay que recoger las cosas que quedan en el hospital, buscar una manera de hacer que todo eso tenga sentido. Incluso lo que no lo tenía.
Hace un año, y es como si hiciera unas horas, un día, un sueño, un suspiro. Desde hace unas semanas en esta casa nueva, en este país nuevo, tengo enfrente de mi escritorio una fotografía en la que aparezco con él y estamos contentos. Era una Navidad. La primera que pasé en su casa. Y estamos tan felices, tan ahí, tan mirando la cámara de Alex que nos retrataba como nadie antes. Tan eternos y tan impermanentes.
Imagino que, como yo, todos los que nos quedamos cuando alguien se muere nos sorprendemos al ver los calendarios. Me acuerdo del desasociego cuando había pasado una semana, un mes, y ahora un año. Sin oírlo. Cómo me falta oírlo. Cómo rasco en lo que todavía se queda en mi memoria de su risa.
Supongo que si me viera llorando por los rincones haría lo que siempre hacía cuando lloraba yo por los rincones: bajaría su cabeza para que no lo viera  preocupado. Me extendería la mano y tocaría mis dedos, para calmarme. Me contaría una historia tonta o me pediría té o un diario o algo para distraerme. Me gusta pensar eso: que si pudiera venir a abrazarme lo haría.
Hoy más que nunca me parece que el tiempo es flexible. Que el que haya pasado un año no significa nada. Quizá como me dijo otro de mis guías el día de la lectura de mi tesis, la gente no se muere mientras los recordemos. Y mientras miro esa fotografía, en la que somos tan felices, sé que si bien extraño su risa, su abrazo, sus locuras y sus desplantes, en el fondo no se ha ido. Me quedan los correos que nos mandamos durante años, los recuerdos que cuelgan de las paredes y las ciudades, y la sospecha - todos los domingos que me levanto tarde - de que en cualquier momento podría sonar el teléfono para despertarme con una carcajada... en ese tiempo flexible en el que él todavía está.

6.4.16

La paradoja del tiempo y las ofertas de vuelo

Nunca había tenido tanto tiempo libre en mi vida adulta. Las dos están en itálicas porque me encuentro justamente en uno de esos momentos en los que mi tiempo libre no lo parece y me da la impresión que soy menos adulta que nunca. Terminé la tesis y ahora lo siguiente es establecerme en u nuevo país lo cual me está tomando más tiempo de lo esperado - por lo menos en lo que respecta al asunto del trabajo. Y con mucho tiempo libre y casi ningún ingreso, llego a la paradoja del tiempo.
Como todos los humanos contemporáneos, mi correo electrónico me ayuda a tener la sensación de que estoy ocupada. De una manera que aún no consigo entender, mi inbox está constantemente lleno de mensajes que debería atender lo más pronto posible. Y aquí es donde toco la paradoja: nunca antes en mi vida me había dado cuenta que hubiera tantos vuelos tan baratos a tantos sitios maravillosos del mundo. Y cada día en mi correo hay por lo menos un par de ofertas de cosas que me encantaría hacer si tuviera... dinero. Porque tiempo - tiempo tengo.
La paradoja del tiempo y el dinero dice que hay cosas que uno haría si tuviera cualquiera de las dos, pero por lo general se trata de bienes escasos y mutuamente excluyentes. Es decir: si tienes dinero, no tienes tiempo. Y si tienes tiempo - ejemplo presente -, el dinero no es un recurso del que puedas disponer sin pensar tres veces sobre cómo vas a gestionarlo.
Y no se trata de creer o no creer que  puedes obtener un trabajo - o de encontrarlo. Se trata después del temor de que en cuanto encuentres un trabajo o proyecto nuevo y por lo tanto, tengas dinero, el tiempo se habrá esfumado. Y comienza la búsqueda, pero hacia otro extremo.
No cuento nada que sea desconocido para los autónomos ni para los que dependen de una nómina: parece que siempre estamos todos en el débil equilibrio de cuánto y cuándo...
Por el momento, ya borré por hoy todas las ofertas de vuelo (incluso aquellas ridículamente baratas a Japón). Ahora regreso a seguir escribiendo fuera del blog. Y a hacer uso, pues, de las cosas maravillosas que puede uno hacer cuando, aún sin dinero, tiene tiempo.

26.2.16

Lo tenemos escrito en toda la cara...

Se nos nota. Somos esos. Y la gente, a lo lejos, nos mira con una mezcla de dulzura, fastidio y envidia. Envidia porque somos esos, los que descubrimos lo que ellos ya no pueden ver. Los que en lugar de refugiarnos debajo del paraguas, del gorro, de la puerta más cercana, nos quedamos ahí, en la esquina, en la mitad de la calle. Y vemos con asombro cómo el cielo se convierte en agua se convierte en hielo se convierte en una cosa esponjosa, que no hemos visto nunca - o que si habíamos visto, hemos olvidado a voluntad para redescubrirla. Y es como una pluma, pero más bien es como un susurro o un haz de luz o ese momento donde más bien retienes la respiración porque hay algo en la vida que se te está escapando y quisieras que por un par de segundos más se te quede entre pecho y espalda.

Sabemos, imaginamos, que no durará. En otras latitudes, en otros momentos, el temor podría ser a que esto continúe durante horas. Para nosotros el temor es que los copos que se caen al suelo y se desparecen terminen, de pronto, se acaben.

Los que nos acabamos de mudar a los países del norte llevamos en la cara, todavía, la sorpresa. Sacamos el móvil y tomamos fotografías inútiles. Queremos quedarnos afuera, mirar como por un segundo parece que la ciudad se volverá blanca. Tenemos el asombro escrito en toda la cara: nosotros y los niños, los perros, los que se emocionan fácilmente con las cosas sencillas...

(Al entrar a casa, como era de esperarse, dejó de nevar. Y yo, sin embargo, siento todavía la caricia tan efímera de los copos en mis pestañas y espero que siempre, siempre, me siga sorprendiendo).

19.2.16

Insomnio

No importa con qué frecuencia suceda, una vez que está ahí, instalado junto a ti en la cama, parece que es la peor de todas. Te despiertas y crees que, seguramente, podrás dormirte de nuevo. Porque es lo que usualmente sucede - lo que debería suceder. Pero hay días que no es así. No se puede. Porque en el momento en el que cierras los ojos de nuevo, aparecen frente a ti un millón de posibilidades. De cosas. Y no precisamente los borregos que deberías estar contando para quedarte dormida.

Hay pocas soluciones. Intentar calmar tu mente - pero cuando empiezas con eso, recuerdas que tus intentos con la meditación (y para el caso con el yoga, el jogging, o casi cualquier otra rutina) no han sido muy alentadores. Y escuchas en algún rincón de tu cerebro aquella técnica maravillosa que no falla nunca. Y recuerdas cómo te quedabas frita (o casi) rezando el rosario cuando eras niña. O aquello de que las notas de la clase de biología eran como el más potente somnífero, sobre todo cuando tenías un examen al día siguiente.

Por tu cabeza pasan, sin orden ni concierto, todas esas cosas que te preocupan: todoaquí, que diría Quino en una tira de Mafalda. Viajes, bancos, dietas, carreras, trabajo, falta de trabajo, artículos pendientes, la novela que nunca se escribió, el blog...

Y estás así dos horas en la cama, sin dar vueltas tampoco porque no quieres despertar a quien duerme junto a ti. Hasta que te escurres de la cama y sales de la habitación con una manta y una almohada a cuestas. Y comienzas a escribir. Como si fuera remedio para cualquier cosa.

3.2.16

IFFR: Martes de búsqueda

Cinco películas en un día son maravillosas pero difíciles de repetir. Desde ayer, algo me decía que el martes no sería tan pleno. Comienzo últimamente los días como quien abre un cuaderno en blanco para escribir: con un cierto pánico y una enorme emoción de no saber cómo terminarán.

Tuve una de esas mañanas de hacer cosas en casa, en pijama, hasta que ves a la vecina muy bien arreglada con visitas en su jardín. Lo de vivir en casas con grandes ventanales es lo que tiene - subir, ducharse,y seguir en el trabajo hasta que llega la hora de la primera... no, la segunda película que quería ver. Me distraje y perdí una de Ripstein, que anda por ahí. Intuí anoche mirando la programación que quizá sería mi día de México. Algo relacionado a las raíces. Después de todo, es día de la Candelaria (y de mi Martha querida).

Con un tamal en el estómago me fui a ver Yo (Matías Meyer, México, 2015). Sólo duraba 80 minutos y tenía muy buenas perspectivas: basada en un cuento de Le Clèzio, con un actor principal muy mencionado y muchos, muchos apoyos internacionales a la producción. Hay cosas en las que está muy bien: vi México, con sus restaurantes de carretera, con sus pollos frescos (que me parece más plausible que se maten como muestran aquí que como mostraba Babel), con su gente trabajadora a pesar de los pesares. Pero luego me hizo pensar en esta cosa loca que hay de mostrar a México siempre de una cierta manera: tengo que reconocer que me alivió no ver al narco por ningún lado, pero sí a la violencia, al maltrato, a la sospecha. Iba buscando demasiadas cosas en la película y encontré algunas sí, pero no se convirtió en mi favorita.

Me iba a casa - otra vez con lo mismo - pero en quince minutos más empezaba en el mismo cine algo que se llamaba Notes on Blindness (Peter Middleton, James Spinney; Reino Unido/Francia, 2016) y que no me puedo quitar de la cabeza. La película tenía un storyboard sonoro antes de comenzar: está basada en las grabaciones que hizo el teólogo y escritor John Hull para explicarse a sí mismo su ceguera. Los directores decidieron recrear las cosas que describe, con actores y un despliegue de imágenes exquisitas. No quiero olvidarme nunca, por ejemplo, de la escena en la que describen (y muestran) las bondades de la lluvia como traductora de la imagen. No estaba aquí, pero la película se acompaña de una experiencia de realidad virtual a fin de entender cómo los sonidos nos traen imágenes.

Mis dos películas del día hablaban de vivir diferente - de literalmente ver el mundo de otra manera que algunos llamarían limitado. En la pausa de la tarde, antes de llegar a casa, paseé por el centro pensando en lo que nos limita a los que no tenemos limitación física "oficial" - cómo a veces descuidamos el cuerpo y la mente también.

Después de la cena, quería todavía ver otra película. Le dije a aquel que si quería acompañarme, pero quería trabajar un rato más. Mis opciones eran una película mexicana y otra sueca: "Ve por la sueca. Con las mexicanas siempre eres más crítica", me dijo. La sueca resultó una película de coming of age (una más), bordada alrededor de la identidad sexual pero con un contexto de magia-ficción. Girls Lost (Alexandra-Therese Keining, Suecia/Finlandia, 2015) está basada en un libro juvenil que ha tenido muy buena recepción y me parecía, durante un rato, que era perfecta candidata para un remake americano. Podía imaginarme las hordas asistiendo a una película donde las chicas maltratadas de clase pasan por un cambio de sexo mágico... pero luego pensé que es demasiado postpostmo. Todo. El planteamiento y la forma en la que la directora no quiere que quieras a los personajes: quiere que los veas, así de complejos como son. Y eso, me temo, no es muy hollywoodesco.

Me senté a escribir esto bordeando la media noche - la disciplina no es lo mío en estos días, pero hay que buscarla. Buscarla como se busca el sentido de los sueños, de nuestra ceguera (a veces tan imperceptible), de nuestros cambios que no siempre logramos entender. Creo que antes iba al cine a escaparme un poco: ahora, cada película que veo, me regresa mejor digerido un pedacito de lo que me preocupa en general. No deja de ser una actividad lúdica, pero a veces uno necesita explicarse las cosas desde la ficción para entenderlas mejor.

2.2.16

IFFR - De domingo a lunes: de estar aquí, de ser mujer

Los caminos de la adaptación son insondables: hoy, mientras caminaba luchando contra el viento, recordé que cuando me fui a vivir a la ciudad de México fue cuando aprendí que sola o acompañada, las salas de cine me hacen sentir en casa. Ese lugar oscuro, esa especie de útero, donde podía descansar de todas mis ansías clavando mis ojos en la pantalla y mis esperanzas en las de los personajes. Ahí, en la oscuridad, me sentía acompañada: por el abrazo aterciopelado de las butacas, por el sonido surround, por quienes se tomaban el tiempo para ir conmigo al cine o por los que, como yo, iban solos y se sentían aún así, parte de algo.

Hoy comenzó una vida diferente en Rotterdam. Después de casi dos meses de visitas, una mudanza aún inconclusa, una graduación y un cumpleaños, ayer que les dijimos adiós a los compadres y a B, me dí cuenta que esto comenzaba, de nuevo. Que afuera había unas ráfagas de viento imposibles y también un festival de cine esperándome. A mi la idea de que una docena de las salas me queden a diez minutos caminando me mata de la emoción. Pero bueno... una persona sin trabajo y con cosas que escribir no puede comprar boletos así como así... pero puede aprovechar el 50% del lastminute.

La cosa es así: el IFFR- Festival Internacional de Cine de Rotterdam cumple 45 años y tiene programadas una cantidad tremenda de pelis buenísimas. Uno puede ser parte del festival y tener una identificación - o puede aprovecharse de que 40 minutos antes de cualquier función, si hay boletos disponibles, los rebajan al 50%. Y así, se pueden ver más pelis. Decidí entonces, dejarme hacer la programación por los boletos baratos disponibles en películas que pueda entender*.

La primera película la vi en domingo y la pagué completa: A Woman, A Part (Elisabeth Subrin, USA, 2016), sobre una actriz en sus cuarenta que duda sobre si quiere continuar actuando y se enfrenta de paso a algunos errores del pasado por acción o por omisión. La encontré fantástica y angustiante: a mi también me desconcierta que me llamen señora. A mi también me pasa que no sé si puedo seguir haciendo lo que he hecho toda la vida (i.e. escribir) pero cuando me pongo me doy cuenta que me es casi tan fácil como respirar. Yo también quiero encontrar el punto de quiebre.

El tema femenino se quedó conmigo el lunes: nos despertamos tempranísimo para hablar con el pintor sobre cosas que aún quedan pendientes y después me quedé yo recogiendo aún restos de las visitas - lavando sábanas, doblando camas inflables, guardando los medicamentos que me dejó mi mamá, organizando armarios. Hay mucho que hacer en la casa - y a ratos no quiero hacerlo o me siento rara por estar haciéndolo en lugar de dedicarme a cosas importantes. Pero era mediodía cuando sentí que podía irme al cine, corriendo, a ver una película que se llamaba Paradise (Sina Ataeian Dena, Alemania/Irán, 2015). Filmada en Irán sin permiso, la descripción era que trataba de los problemas que enfrentan las mujeres en el país. La película me gustaba visualmente: me recordaba una vez más lo mucho que se parecen algunas partes de México a esos países que no conozco. Pero por más que lo intentaba me fue imposible relacionarme con el personaje principal cuya cara de aburrimiento absoluto pudo conmigo.

Al terminar, salí corriendo porque había visto que en otro cine cercano daban Las Lindas (Argentina, 2016), otra ópera prima pero esta vez de una argentina, Marisa Liebenthal. También ahí se discutían los permisos: de los papás para salir, para vestirse de alguna manera, de los amigos para proyectar los vídeos que hemos hecho de ellos durante el tiempo. Pensé en las veces que he querido escribir algo y me he detenido a pensar qué pensarían las personas que se reconocerían vagamenteonotanto en mis textos. Es una peli jovencita, un poco cruda, pero me gustó - como el sabor de un mango verde, que podría ser mejor pero es sabroso tal cual está.

Otra vez salir corriendo para "hacer las compras" y mirar entonces que está por comenzar el estreno de una adaptación de Jane Austen en otro cine. Y hacer de tripas corazón e ir hacia el teatro más bonito de la ciudad para ver la première europea de Love & Friendship (Whit Stillman, Irlanda/Francia/Países Bajos, 2016) quizá una de las películas más divertidas que he visto, una versión sensacional de Austen. Stillman, nerviosísimo, contó al final de la película que estaba feliz con la recepción a la película y confesó que durante la proyección de la última peli presentada en el IFFR (The Last Days of Disco) estaba tan angustiado porque mucha gente se salía del teatro que se rompió un dedo de la mano. Y sobre la película y las mujeres - Austen: siempre logrando que el amor triunfe, por sobre todos (o bien gracias a todos) los idiotas.

Fin del día - supuestamente. Fui hacia casa a comer algo que no fueran nueces y agua de botella pero, en el camino, descubrí que había una película gratis más tarde y otra que también me interesaba y tenía su última función. Abrí sesión nocturna con Waiting for B. (Abigail Spindel, Paulo Cesar Toledo, Brasil, 2015), una preciosidad de documental sobre los chicos y chicas que acamparon durante dos meses afuera del Morumbí en Sao Paulo para ver a Beyoncé actuar en primera fila. Creo que sin quererlo - o por lo menos el director no fue muy agraciado para describir su trabajo - es un alegato casi impecable en honor a la importancia de la música y los íconos pop en la creación de la identidad y la lucha contra las convenciones sociales.

Un poco de Q&A más tarde, cruzar la plaza principal - a pesar del viento, gracias a la luz - para ver otra peli en exactamente la misma sala que comencé hoy. Arianna (Italia, 2015), de Carlo Lavagna, que trata un tema que a mi siempre me ha fascinado: la intersexualidad. Una chica romana descubre en un verano que en realidad no siempre ha sido chica. Es una mezcla fantástica de película estival y coming of age que podría ubicarse en cualquier lugar y cualquier momento... con las ventajas de unas vistas espectaculares de la Toscana y un exótico guiño a la música mexicana (17 años de los Ángeles Azules). Hablé con el director para comentarle eso y me dijo que estará en el FICG de Guadalajara con todo y Arianna.

Aunque no me encantó la escena final, me gusta el final abierto que Lavagna le dio a su personaje: la posibilidad de entender y quedarse con un poco de todo. No sé si mañana la cosecha de cine dé para todo lo que dio hoy - pero hoy me dio para algo muy importante: volver a escribir aunque sea un poquito. Y eso, en si mismo, se siente como una coming of age movie.

Todo en el confort de una sala de cine.

* La primera vez que vine al IFFR compramos boletos sin fijarnos en el idioma... y vi un montón de películas subtituladas al holandés habladas en idiomas que comprendo aún menos. Es un buen ejercicio, pero no para esta vez.

8.1.16

Viernes - II

Hoy apenas recordé mi tradicional countdown a mi cumpleaños. No pienso en otra cosa. La tesis, tan formal, tan impresa, tan completa, me mira. Tengo que presentarla el martes y no se me ocurre cómo. No sé si ser formal. Si contarla como si fuera una historia. No sé si me faltara o me sobrará tiempo. No sé si escribir un alejandrino y recitarlo.

Mientras tanto, Barcelona está esplendorosa - en una falsa primavera, los amaneceres y anocheceres son hermosos. Vuelvo a mi ciudad y no sé si soy una turista ya que casi me he mudado o si en realidad seré turista en cualquier otro lugar del mundo.

Enciendo la televisión como quien enciende una compañía. Pero ahí está la presentación. Y aquí está el blog de los viernes y el suelo helado y el cambio climático en la televisión y la cama que me llama y todo lo que tengo que escribir. Y aquí seguimos.

2.1.16

Viernes Primero

Exactamente un año atrás, decidí que lo que era casa ya no lo sería: que había terminado un ciclo en la ciudad que había elegido como hogar y era momento de moverme hacia otro sitio. Me costó un año. Una mudanza de un año en la que - como en todas las mudanzas se han perdido muchas cosas, se han roto otras, no he terminado de desempacar. Sé que en unas semanas/meses/años me encontraré algo que no sabía donde estaba: sé también que el delicado equilibrio que había antes de esta decisión no volverá nunca

Entre las cosas que perdí estuvo un poco el hábito de escribir en este blog. De dejarme notas para reconocerme y para que otros me reconozcan ahora y en el futuro. En las últimas dos semanas, que hemos estado mudándonos a una casa que es de los dos, juntos, me he dado cuenta que no fue el blog: fue toda mi vida digital. Dejé de "estar" en las redes sociales, en mi teléfono, en mis puntos de contacto con el resto de la humanidad. Y no porque no exista y no viva - en realidad, porque estaba tan viviendo que no tenía tiempo para otras cosas.

Ayer llegaron mis padres a visitarme en Holanda. Hace "calor" para un invierno holandés y dentro de casa, con la chimenea, tenemos casi 24 grados. Anoche recibimos el año a la orilla del río, entre gritos en holandés y un conteo entre el viento. Cenamos algo que era tan holandés que aún hoy mi padre habla de ello: verduras olvidadas, mariscos, sopa de calabaza, mousse de clementina... Las verduras olvidadas son productos principalmente invernales, tubérculos, que hace años que la gente dejó de comer - quizá porque llegaron otras más apetitosas, "quizá porque a nadie le gustaban antes de que se volvieran hipsters", dice G. Era un placer ver a mis padres descubrir con asombro sus platos - era un placer abrazarlos después de tanto tiempo.

Porque hay cosas que, a pesar de las mudanzas, no se pierden. Los abrazos, los amores de la familia, las promesas de prosperidad, la compañía. Me faltó - como nunca antes - mi pedazo de familia que se fue para siempre este año. Y miré cómo mi padre miraba con tristeza mi duelo por ese otro que también había fungido de padre - cómo me acompañaba en mi dolor.

Es Viernes Primero y también el Primer Viernes del Año que Vivo Aquí. Quizá no haya mucho que contar pero hay que tener un orden. Y los viernes siempre son un día bueno para comenzar.