Lo escuché maullar - me sorprendió porque los gatos que viven en el vecindario rara vez maullan. Ni siquiera cuando está de visita el gato que cuidamos: se pelean, si acaso, a través de las ventanas pero nada de maullar. Y mientras mi cerebro y oídos despertaba de su soponcio, el holandés ya se había levantado del sillón y le había abierto la puerta. "¿Tú quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué pasa?". Ante la puerta abierta y la voz, el vecino entró. Dio cuatro vueltas al salón y nos miró para saber si éramos de confianza. Maulló un poquito más. Comenzó por restregarse contra mis piernas, la pata de la silla, la esquina de una puerta. "Mientras no le demos de comer, todo está bien".
Le gusta el fuego de la chimenea, el calor del suelo. Creo incluso que le gusta el sonido y la luz de la televisión, porque se quedó un rato grande mirando, como si las noticias financieras le dijeran algo. Lo he perseguido para tomarle fotografías y después de un rato, ha posado mirándome. Como si esperara que con eso lo dejara en paz.
Hace un par de minutos subió las escaleras sin ningún tipo de temor hasta encontrar un vaso de agua, donde lo encontré bebiendo. Me acerqué a él e intenté razonar, quitarle el vaso. Sin miramientos, me mostró los dientes y me acorraló.
Escucho a mi holandés intentar razonar con él en holandés para que salga de debajo de nuestra cama - yo le estaba hablando en español, y quizá era eso. Multilingüe no es, pero creo que está convencido de que esta es su casa.
Ahora pienso en tomarme yo una foto enfrente de la televisión, sólo en caso de que un poco más tarde baje a informarme de que ya no soy bienvenida porque los dueños de esta casa tienen que dormir.
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