29.5.03

Desasosiego

Sin querer, me la encontré de frente. Fue una vuelta y ahí estaba. Se paró en seco, igual que yo. Me quedé mirándola despacito, sin ganas de que se me fuera un solo detalle. No podía explicarlo, pero había algo que me molestaba profundamente en ella: la curvatura de su nariz, la manera en que sacaba la lengua para humedecerse los labios, la apenas imperceptible raíz que se veía en el partido de su peinado. Sus ojotes, mirándome. La odié minuciosamente, al minuto. Es algo que no entiendo en mí: juzgo muy rápido. Entonces, mientras miraba sus cejas despeinadas, tuve un deja-vú. Y me dí cuenta de una cosa. Esa mujer, esa detestable mujer enfrente de mí, tenía un reloj de pulsera rojo. Como el mío. Y una argolla de acero como la mía. Y no... no estaba viendo un espejo.
Ignorancia, segunda parte

¿En qué momento de la existencia se habla de la buena alimentación dentro de los programas educativos de la primaria? Si alguien lo sabe, será muy lindo.

28.5.03

Ignorancia

Yo no sé por qué no puedo trabajar de corrido hoy. No sé por qué si está el día tan lindo - nublado, con amenaza de lluvia - no se puede ni salir porque hay que estar en la oficina. No sé por qué La Jefa se pone triste. No sé por qué no me gustan los merengues pero tengo dos sobre mi escritorio. No sé por qué no me concentro. No sé por qué las nectarinas son "frutas de verano". No sé porqué no puedo abrir el blog de Fadanelli hasta el cuarto intento. No sé por qué ya no se me antoja leer el periódico. No sé por qué se me olvida cómo se dice andén en inglés. No sé... lo único que sí sé es porque me tocó marchar hoy por plena Reforma... por aquello de que uno se muerde la lengua...

23.5.03

Borgoña

Quizá todo es culpa de Benjamín, un buen amigo mío que está en Japón y hace poco relató en su blog la suprema maravilla de ir a cortarse el cabello en aquellas tierras lejanas. La verdad es que yo también sentía que necesitaba un cambio. Algo en mí no estaba dispuesto a invertir más de lo estrictamente necesario en ello, pero quería verme distinta. La semana fue espantosa y estaba cansada de la misma imagen en el espejo, en la que eran evidentes los estragos de mi último experimento güeroso - y no, no me gusto, ni poquito, de rubia.

Total que decidí que quería ser pelirroja de nuevo. Busqué más o menos al azar una estética cerca de mi casa - no tenía ánimos ni bolsillo para pagar las cuotas que se estilan en Polanco o en los centros comerciales - y me metí decidida ayer entrada la tarde. Me recibió el dueño del lugar, un chavo por demás simpático que estuvo decidiendo conmigo los colores "adecuados" para mí. "Pues mira... podría recomendarte muchas cosas muy padres... pero no sé en qué trabajes..." De pronto, me paré en seco. Otra vez. Es cierto. Tengo que arreglarme el cabello de manera que no sea DEMASIADO nada, porque luego mis jefes... En fin. Le expliqué qué hacía de la vida y él me ayudó a discernir después de una pequeña prueba de color. Me sugirió casi diez tonos de rojo que no me convencían para nada... me parecían demasiado tristes...

Seguía tratando de decidir entre los distintos y aburridos tonos de rojo-ejecutivo cuando de pronto ví en una de las paredes el cartel de una chava muy blanca con el pelo muy rojo, intenso, borgoña. Qué lindo rojo. Qué lindo. "Oye... ¿y ese rojo cómo se me vería a mí?", pregunté. El miró hacia la pared y contestó sin regresar la vista hacia mí. "La verdad, muy padre porque eres muy blanca, pero no te lo sugerí por lo que habías dicho de tu trabajo...".

Olvidé mi trabajo. Me sugirió que decoloraramos un poco mi cabello antes de ponerle el tinte, para que fuera aún más rojo. No sé qué cara puse, pero descartó la idea de inmediato (todavía es un misterio para mí misma porque hay ciertas cosas que no tolero ni pensar). Entonces puse mis condiciones: "Ok. Me encanta, estoy de acuerdo con lo que me cobras, pero me lo tienes que hacer ahora". "Pero... ¿por qué? ¿no tienes tiempo a otra hora? mira que si quieres yo puedo venir un domingo a atenderte especialmente a ti..." "No, no es eso. Es que si no lo hago ahorita que me animé no lo voy a hacer nunca". Se me quedó viendo con sus profundos ojos negros y se sonrió. "Ándale pues, siéntate".

Tengo que reconocer que el servicio no fue tan excelso como el que cuentan se da en las tierras niponas. Sin embargo, estuvo bien. Me gustó. Sentí ese vértigo que tenemos las mujeres cuando vemos nuestro cabello amarrado arriba del cuello en una maraña de color que no sabemos exactamente qué resultado tendrá. Al momento del enjuagado, sufrí un poco los jalones y el agua un poco demasiado fría. Pero pasó.

Una vez con el cabello seco, el estilista me lo mostró. Tanto él como yo quedamos asombrados. Se veía rojo, brillante, desafíante, grosero... simplemente hermoso. Tan hermoso. "La verdad... pensé que te iba a quedar bien... pero no tan bien", sonrió. Yo también sonreía.

Mucho más adelante la noche, el Duque se asustó un poco al encontrar una mujer de pelo borgoña en nuestra cama. Pero, a su vez, tan sólo sonrió. Ya sabe que así son los cambios. Y que me hacen feliz. Muy feliz.
Errores

Increíble. Prácticamente ya había terminado el post para hoy y por tonta lo borré de un teclazo. Qué se le va a hacer.

22.5.03

Tristeza del Cronopio

Hay un hermoso cuento de Cortázar que añoro hoy. Quisiera tener tan buenas terapias como la de los ramos de rosas. Cierto, uno nunca sabe si éstas acabarán revirtiéndose contra uno mismo. Pero qué más hacer.

Entendí que una de las personas que más quiero está enferma. Todo el día estuve leyendo sobre la enfermedad y la verdad es que duele. Me duele saber que no hay mucho que yo pueda hacer. No mucho más que recomendarle un médico y un medicamento. Con la esperanza de que funcionen. De que las terapias - cortazarianas o no - le den el descanso que necesita. A cruzar los dedos, entonces. Sea.

Ayer, por la tarde, fuí a realizar un experimento sociológico y gastronómico. Elsa, una compañera de trabajo, vino a sacarme de mi ensimismamiento y me preguntó si salíamos a comer juntas. Yo, que harta del calor, estaba casi dispuesta a hacerla de faquir, decidí cambiar mi encierro por su compañía, siempre interesante. Me llevó a comer tacos de carnitas. Muy buenos. Para vacunarme, ella misma dijo. La verdad es que los disfruté a mares. Hasta se me antojaron ahorita de volverlo a contar. Después, en una tiendita, compramos mazapanes caseros. Sí, más caros que los de La Rosa, pero definitivamente más naturales. Toda una comida completa, je.

En la comida, comentaba con ella lo absurdo que me parecía el asunto este de las marchas: miles de personas salen a las calles a exigir condiciones laborales que son - a mi parecer - ridículas. Quizá el aumento - aunque sea del diez por ciento - lo puedo entender pero... ¿plazas a perpetuidad y hereditarias? ¿más de 100 días de descanso al año?. Dios. Entonces ella me contó otra historia. Como estas "plazas", herencia maravillosa del sindicalismo moderno, no sólo se heredan, se venden. Y cómo una persona es capaz de pagar íntegramente más de lo que ganaría en un año por la misma plaza. "Pero..." - todavía me atreví a preguntar - "¿de qué se trata? ¡obviamente no están capacitados para hacer el trabajo!". Con esa voz maravillosamente calmada y sus obscurísimos ojos volvió a verme un tanto burlona: "Por supuesto que no. Nadie que compre una plaza está capacitado para ningún trabajo".

Caminando de regreso a nuestra cálida oficina, me hizo reflexionar sobre una cosa más. Qué bueno. Qué bueno que haya gente que se conforme con llenar una plaza, trabajar de 9 a 5 y descansar la mayor parte del tiempo. Si todos aspiráramos a crecer, a tener cada vez mejores trabajos a través de nuestro desempeño, la competencia sería feroz y el odio incontenible. El mercado simple y sencillamente muy incapaz de contener tantos deseos. Y bueno, la revolución llegaría en otras maneras más sofisticadas.

Quizá también sea conformismo aceptar esto con tanta tranquilidad. Pero, no puedo evitarlo, tengo esa extraña consigna de todos los días ser un poco egoísta.

20.5.03

Agradecimiento chueco

A James, a Bef, a Chema, por obligarme a escribir. Por reclamarme. Gracias.

Al Duque, por escribir el cuento. Gracias. Por contármelo para dormir. Miles, miles de gracias.
Las viejas y mismas palabras de siempre

"Es que lo embellece ser feliz". "No hay novia fea". "El embarazo es el estado ideal de la mujer". Las viejas, las mismas palabras de siempre. Estamos tan acostumbrados a escucharlas que ni siquiera nos damos cuenta. Hace un rato me miré al espejo y me dí cuenta de una cosa: se me había olvidado lo feliz que soy. Sí, es cierto, estas afirmaciones son peligrosas. "Lo que proclamas es lo que adoleces". Pero no esta vez.

Vivo en una ciudad que la mayor parte de las veces me es ajena. Hoy, por ejemplo, pase poco menos de cinco horas en un automóvil desplazándome hacia y desde una junta desde mi oficina. El chofer del taxi, harto del tráfico, cambio de vía doscientastreintaycuatro veces. Por lo tanto, visité muchos lugares de la ciudad.

El hecho de que me siento un poco mal y mi voz está más obscura que lo normal me arrulló un poco. Después, evité la ansiedad. Evite todos los clichés del congestionamiento. Me concentré en ver el odio, la ansiedad, la desesperación reflejada en los ojos de los otros automovilistas. Egoístamente, me convertí en espectador, en turista, en alguien ajeno. Miré con curiosidad a la mujer que prendía un cigarro con el que se apagaba, el joven que subrayaba unas copias sostenidas contra el volante, al hombre que se picaba la nariz hasta el fondo escudado en el vidrio de su automóvil de lujo. Los miré y les imaginé otras vidas, otros lugares más humanos para que vivieran sin tener esa cara de dolor de estómago. Les pinté un futuro mejor. Y me sentí bien. Llegué a la oficina cansada, cierto, de tanto tiempo de estar sentada en el sol. Pero llegué con un consuelo: aquí no pertenezco, no soy. Todavía sigo siendo turista de esta ciudad porque lo creo. Porque me siento turista.

Y eso, el ser turista, es en parte lo que me embellece. No puedo evitar - con el oído de tísico que tengo - de pronto copiar alguno de los acentos de la ciudad, cosa que odio. No puedo evitar algunos días amanecer con ojos de hastío y evitar la crónica porque me lastima su cotidianeidad. Pero tampoco puedo evitar el desconocimiento, el ánimo de turista. Tampoco puedo evitar sentarme de pronto en una esquina y suspirar entre dientes aquello tan cortazariano de "la hermosa ciudad, la hermosísima ciudad".

Soy turista de todos los destinos en los que caen mis ojos. Y eso es un regalo único. Algo de las muchas cosas que me hacen feliz.

Me hace feliz, también y por el contrario, pertenecer a un pequeño reino personal. Contar con refugios, amigos, con un cómplice. Con un pequeño reino - que podría mudarse a cualquier esquina del mundo - en donde puede predominar el caos si así lo deseo. Me hace feliz poder elegir quedarme, y quejarme, e imaginar nuevos mundos. Me hace feliz que compartan conmigo la buena ventura. Me hace inmensamente feliz saber que hay alguien para quien también soy motivo de felicidad. Y más feliz aún saber que, a pesar de las aglomeraciones, las marchas, los contratiempos, estará ahí esta noche para abrazarme.

(Sí, soy cursi. Y qué.)

9.5.03

Crónicas de viaje I

Después del puente, ha sido especialmente volver a la vida de todos los días. Sobre todo porque enloquecí y decidí llevar al pobre Duque casi arrastrando a las fronterizas tierras de Tijuana, Baja California. Lo peor de todo es que nunca lo llevo a Ensenada, nada más de Shopping.

Prometo seguir. Hay que ver Dogma. Es muy buena. Es realmente muy buena.

1.5.03

Farewell

Hoy me costará un poco más hablar de la ciudad
del otoño que se ha quedado grabado en tantas calles a pesar de la primavera
encima de esos gorriones olvidados por el sol que taladra

hoy costará un poco más salir a respirarme ese aire plomizo
el mantel del picnic al que asisten las pocas hadas que nos rodean
que no saben - nunca lo han hecho - jugar a tejer otra red

hoy me costará un poco más el teléfono, los semáforos y todas esas pequeñas cosas
que se vuelven un más poco amargas cuando atesoro recuerdos como suspiros
y los guardo entre las páginas de libros como si fueran reales

cual hojas de maple

- un avión se llevó dos de mis más cómodos refugios para el frío
la pequeña cueva en la que se imaginan bosques más verdes
donde los olores dan de nuevo
esa agridulce sensación de pertenecer alguna parte -

y saber que las flores son un adiós inútil
que sólo se marchitan para recordarnos la partida

pero de vez en cuando - a veces cuando cierro los ojos -
escucho sus risas que sabrán cada tarde
que aquí
siguen floreciendo las jacarandas en los patios comunes
y sabor un metálico que queda en la boca
al que llamaremos nostalgia.