26.6.13

La chica que bailaba

Estaba vestida como alguien que viene o va del gimnasio. Llevaba una coleta alta y un fleco que le cubría un poco por debajo de las cejas. Movía la cabeza, constantemente. Pero no por el fleco. Se estaba mirando en el reflejo de una tienda de colchones en algún punto de Avenida Meridiana. De cuando en cuando se llevaba las manos a los auriculares, para escuchar más la música, para enfatizar un movimiento. Intentaba ser discreta, pero quien la mirara con cuidado encontraría los signos de su cuerpo delatándola:  estaba ensayando algo, un baile. No ponía toda la intención, sino que simplemente marcaba en corto cada desplazamiento, cada levantamiento de rodilla, punta, talón.. parecía como que diera pequeñísimos saltos de un sitio a otro. Movimientos diminutos que esperaran agua, espacio, tiempo para crecer.

A veces miraba hacia la avenida, hacia el parabús desde donde yo la observaba. Ella también estaba esperando. Pero aprovechaba el tiempo para mirarse en el reflejo e imaginarse, seguramente, en otro sitio. Bajo el primer sol inclemente de un verano tímido, ella se transportaba a un teatro, un escenario, enfrente a un público.

Y bailaba. Bailaba sin parar.

Entonces llegó su autobús. Y yo decidí irme en el metro - viéndola bailar en mi cabeza.

21.6.13

El verano

se parece tanto al amor.

comienza sin querer, sin mostrarse del todo - pero lo intuyes en todas sus dimensiones. te besa cuando estás descuidada. llega hasta a tí cuando más lo estabas llamando. te suelta una tonelada de mariposas en el estómago - y las recuerdas cada vez que piensas en él. es el día más largo, la noche más corta. todas las noches con él te parecen cortas. te apetece pasar el tiempo desnuda. pasearte por la casa disfrutando de la manera en cómo te mira, cómo te toca cada milímetro de la piel.

te hace reír. está lleno de promesas, de imaginaciones, de esperanzas, de viajes, de proyectos. es como un mar: en calma a veces, otras lleno de olas y desvarios. es un libro por leer, un cuaderno blanco que llenar de letras. un bosque para perderte.

saca lo mejor y lo peor de ti, de tu cuerpo. tu dulzura, tu pereza, tus olores, tus crisis, tus trayectos. te hace mirarte al espejo y descubrir lo que habías estado escondiendo durante tanto tiempo, bajo las ropas, bajo las dudas. te hace desear ser mejor para ti, para él. te hace pensar en eso que aún podrías ser y a veces te olvidas.

sabes que, aunque lo parezca, no durará para siempre. sabes que te hará muy feliz - tanto que sentirás que no cabes en el cuerpo. y, por la misma ecuación, sabes que sufrirás cuando termine. que lo añorarás. que alguna lágrima caerá por él en más de alguna esquina.

pero también sabes que, si eres paciente y tienes un poco de suerte, comenzará de nuevo. que nunca será el mismo, nunca vendrá de la misma manera. pero tienes esperanza de vivirlo otra vez.

como el amor.

20.6.13

Cocina Internacional

Afortunada, me toca viajar cada par de meses a una ciudad europea diferente para discutir un proyecto común que - con suerte - verá la luz en 2014. Soy algo así como la adoptada del equipo, así que me invitan de una ciudad a otra, a donde llego sin muchas expectativas de turismo (viaje relámpago), pero sí de conocer algo de la cultura local... por lo menos la cerveza o la gastronomía. Pero eso, sin embargo, es lo que de alguna manera improbable siempre evitamos. O por lo menos la noción clásica de gastronomía local.

Todo comenzó con la primera reunión, en Berlín. No sé por qué pensé que terminaríamos comiendo chucrut, salchichas o algo así, pero la organizadora nos llevo a un muy cool restaurante vietnamita. Siendo absolutamente sinceros, en esa ciudad tan hip la comida oriental era de rabiosa actualidad y muy, muy de ahí. El resultado de aquella primera noche fue que acabamos tomando cervezas en el bar de hotel, porque nos quedamos con la curiosidad de la cerveza local (en el restaurante, sólo tailandesas o chinas).

Meses después, en Londres, la elección fue aún más curiosa. La cena de trabajo fue en un restaurante italiano justo enfrente a una estación de tren. A medio camino entre el restaurante, la estación y el sitio donde nos reuníamos, hace años yo había comido en un restaurante etíope. O sea que, en realidad, también todo era muy londoner. Pero en el italiano sólo había cerveza italiana. Por lo tanto, ese día las últimas cervezas cayeron en un pub al lado del hotel, de donde nos sacaron con la habitual campanita.

Hoy, en Varsovia, al parecer la comida sí se sirvió en un restaurante típicamente polaco. La cuestión es que mi conexión de vuelos se retrasó y yo no llegué para comer. Pero la cena oficial fue en un restaurante turco. Los alemanes hicieron la broma obligada y alguien preguntó que si había mucha inmigración turca en Polonia. La respuesta de nuestro anfitrión polaco fue que no, pero que el sitio cumplía con las 3b's de bueno, bonito y barato que también habían cumplido en Berlín y en Londres los otros restaurantes. Así que gracias a una carta en inglés, comimos berenjena y cordero en un restaurante turco en Polonia. Era, de alguna manera, una buena forma de hacer honor a lo que pasaba en Taksim.

Dos cosas diferentes esta vez, sin embargo: una, que la cerveza polaca cayó directamente en el restaurant, así que nada de afterhours en un bar local. Y la segunda, que no tiene nada que ver, pero tiene todo que ver: el dueño del restaurante turco era, probablemente, uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida a distancia razonable.

No, no tomé fotos. Me conformo con pensar que su imagen no se irá de mi memoria.

18.6.13

El día que fui Lola

No sé si me tomaron el pelo, pero me dijeron que se llamaban Lía y Laia. No eran hermanas, pero sí del mismo tamaño y con un look muy parecido: camiseta color pastel, falda amplia y converse claritos. De esos converse que yo siempre he envidiado porque son botas y tienen cremallera. Cosa magnífica.

Eran parte de esa raza nueva que se ve cada vez con más frecuencia en los festivales: los hijos de los festivaleros, que pasean por ahí con o sin auriculares inmunizadores al ruido. Estas iban sin - y gritaban lo suficiente para desafiar al DJ de turno.

Las había visto un rato atrás, de la mano de algún adulto. Pero cuando se acercaron a mi, iban solas: "¡Looooolaaaaaaa!" gritaron y literalmente se me echaron encima. Una de ellas incluso me tacleó. Cálculo que pesaba unos 14 kilos, no más. "Hola, Lola", me dijo entre carcajadas. La otra dudó. "¿Eres Lola?". "No, no soy Lola". "Sí, sí eres", afirmaban dando saltitos a mi alrededor como duendecillos de la música electrónica.

De pronto la más tremenda - la que se me había abalanzado encima - miró a la otra y le señaló: "mira". Señalaban mi brazo. Y mi espalda. En un lugar donde la media de la gente lucía sendos tatuajes, descubrieron con sorpresa que yo tengo lunares. Muchos lunares. "¿Qué son?". "Lunares". Silencio. "¿Te los quito?", ofreció, solícita.

Se fue contra mi brazo derecho y dos lunares muy redondos. Mientras sus uñitas afiladas se encajaban en mi piel, yo comenzaba a preguntarme dónde estaban los papás de las modernitititas. Mireia le dijo que no me lastimara, que eso no saldría de ahí. Siguieron tocando mis pecas con franca desconfianza.

Entonces llegó una de las madres. A lo lejos, a unos veinte metros, les grito: "Niñas, vengan para acá. Digan adiós". No estaban muy convencidas, pero al segundo grito, claudicaron. "Adiós, Lola", dijeron mientras agitaban sus manitas y se iban brincando sobre el pasto artificial del Sónar, esquivando aquí una cerveza, allá a alguien que tomaba una siesta.

Pensé que quizá tenían ganas de hablar con un adulto. Y me quedé pensando quién será Lola. Quizá a mi también me caería bien.

14.6.13

Chafardero, chismoso

Adjetivo. Dícese de una persona/entidad que cuenta lo que sabe, lo más pronto y claramente posible.

El cuerpo lo sabe. Todo. Incluso lo que tú no quieres saber. O no te has preguntado. Y te lo dice: todos los días, a cada paso. Ese dolor, esa incomodidad, esa sensación de que falta algo. El cuerpo lo sabe. Todo. Y te lo dice.

Ella lo vió, en su cara. Usualmente es mala para escuchar a su cuerpo. Y ese día, poco antes de dar por primera vez una clase nueva, de tres horas, en un grupo distinto, todo parecía mal. No se sentía en su piel. Como si el aire, al entrar por su nariz, no oxigenara su cuerpo. Algo faltaba. Algo sobraba. Pánico. Comenzó a respirar profundo. A explicarse cómo no temer a la audiencia (cómo, si al público se le teme por default). Entonces, apareció la opción de ir a dormir y recuperar fuerzas - de decirle al cuerpo: "sí, te escucho, tranquilo, ya vamos".
Mientras caminaba hacia casa, a la mitad de la calle, enfrente de ella, un amigo de su ex. De ese ex, el que todavía duele. No le había visto desde que aquello terminó. Ella bajó la vista y rezó porque él pasara de largo sin notarla - que fuera solamente una mancha en el panorama. Pero no, sí que la vió. Y en cuanto sus ojos se encontraron  y se reconocieron, él comenzó a hablar sin detenerse:
"Ey, ¡hola! ¿cómo estás? ¿cómo va todo? ¿dónde está él? ¿estará en verano? ¿les apetece pasar unos días de vacaciones con nosotros? ¡hace tanto que no nos vemos! yo lo ví a él hace poco, pero no quedamos en nada. ¿cuándo lo veré?, ¿tú sabes?". 
Ella intentó pensar una respuesta rápida a todo, pero su cerebro iba lento ("Yo no sé nada... ¿que no íbamos ya a dormir un poco?"). Más que nunca, ella no estaba en su cuerpo. No había oxígeno. "No, no sé... pronto, ¿no? Quizá, sí..." "Bueno, me voy corriendo. ¡Hasta luego! ¡Nos vemos todos para comer!". Él desapareció calle abajo. Ella ordenó a un pie que se moviera y luego al otro. Uno, dos. No solo no estaba en su piel: algo pasaba que la hacía sentir que se ahogaba. Más. Se detiene en un cruce, frente a una luz roja. A un lado de ella, en una tienda de ropa, un espejo. Y no reconoció lo que vió: necesitó dar marcha atrás para mirar detenidamente lo que reflejaba el espejo. Una mancha roja, unos granitos incipientes, le salían por toda la cara. Todas esas cosas que había dejado de decir - "no, no sé dónde está. Ya casi no sé nada de él. No estamos juntos ya" - se pintaban, sílaba por sílaba, en su cara. En forma de sarpullido. De color casi púrpura, extendiéndose por las dos mejillas, por el cuello, por debajo de las orejas.

Los traseúntes cruzan. Ha pasado un ciclo de semáforo, pensó. Y también se dió cuenta que su cuerpo, ese que lo sabe todo, ese chafardero que todo lo cuenta, quería decirle algo. Quería decir algo.
Caminó hasta casa y, sin lavarse los dientes ni quitarse la ropa de trabajo, se tiró a la cama. Agotada, se durmió.

Al despertar de la siesta, su cara había vuelto a su color normal. Era, al parecer, tan sólo una advertencia, pero clara. "Dí lo que tengas que decir. O me enfermo". La clase - esa de tres horas, en otro idioma, con un grupo que no conocía - le pareció extrañamente sencilla. Y su cuerpo, es cierto, descansó.

11.6.13

Cambio a...

Los días pasan rápido: los de vacaciones y los de regreso de las vacaciones. Mientras estás allá, refugiado en otras cosas, en otro clima, piensas que es injusto que el reloj vaya deliberadamente más rápido. Sabes, sin embargo, que al volver hará otro tanto: que se habrán acumulado tantas cosas sobre tu escritorio y entre las páginas de la agenda que lo verás, casi físicamente, correr como un tumulto de agua.

Al volar de un continente a otro esperas - necesitas - que algo cambie. Por eso me sorprendió la falta de cambios de la semana pasada. Tomé el primer avión casi corriendo, en medio de un sol esperanzador. Primer vuelo, un libro, unas lagrimitas, una conversación con el compañero de asiento incómodo ("pero... ¿cómo es posible que no estés casada? ¿entonces qué haces allá?"), un café sin azúcar y una galleta de canela. Aterrizaje, inmigración, cuatro horas de espera vagando de una terminal a otra, para cansarte, para subirte al avión de largo recorrido y dormir. Subir al avión desde ese extraño centro comercial que llaman aeropuerto y, ya en el avión, encontrarte que hay una tormenta y que hay que quedarse tres horas en el medio de la pista - sin avanzar, sin retroceder, sin nada.

Cuando finalmente comenzamos a volar, yo sólo quería dormir. No pude. Por una vez, no me pude acomodar. Las películas parecían aburridas, todo parecía lento. Más lágrimas no. Sólo una sensación de incomodidad.

Y así llegamos. Y bajé del avión. Y había en esta ciudad un sol esperanzador. Inmigración, maletas, taxi. Barcelona parecía bañada por el mismo sol (estaba, lo sé) que había dejado del otro lado de la tierra. Parecía lo mismo, casi igual. Pero no.

Cambio de escenario.