25.2.15

Teoría (y práctica) de la cocina (y el amor)

Y en un lugar de Gràcia...
Los publicistas lo saben: los mensajes que ponen en las esquinas de las ciudades están hechos para sentir que son para ti, que los has escuchado antes, que te los has dicho a ti mismo. Grandes o pequeños (publicistas, mensajes) - lo importante es que parezca, que el lector crea, que los ha visto en su sueño. McLuhanamente algunos leemos los mensajes, los pasamos por la tela del medio, regresamos al mensaje y a veces queremos verlos en el mismo espejo. A veces.

Camino por las calles de una ciudad tan mía que ahora a veces siento que necesito salirme de ella para verla mejor. Y me pongo los ojos del turista, del viajero, del que vive en las afueras, del que se ha ido y ha vuelto, para encontrar la maravilla en cada esquina, en la luz que toca las puntas de la catedral apenas rozándola, en los mensajes que se han puesto en las puertas para que alguien como yo los lea.

Me encuentro aquel que dice: "cocinar es como amar: hay que hacerlo sin miedo". Tomo la fotografía y me la guardo en el bolsillo, como quien se guardaba antes una piedra muy redonda, un caramelo robado, unas gotitas de mar. Y recuerdo quién me ha enseñado a mi a cocinar: los olores en la cocina de casa de mis padres, de mis abuelos, de mis amigos, de mis amores. Cómo los mejores días han sido aquellos en los que cocinas para hacer feliz a alguien. Cómo, a veces, cuando cocinas, te dejas una parte de la vida entre los fogones y los huecos de la nevera. 

Cierro los ojos y me veo cocinando con una lista y luego, también, cierro los ojos y veo a la persona que es capaz de cocinar como un alquimista, ese experto en el Método Lavoisier ("la materia - y los contenidos de una nevera - no se pierden, sólo se transforman") que con una sonrisa y unas gotas de aceite picante sabe cómo hacerme sonreír.

Siempre me he considerado afortunada. Y los mensajes, hoy, me hablan a mi. Cuando cocinas (o amas) sin miedo, aprendes que cada cosa necesita su tiempo. Sus comienzos, sus finales, sus despedidas, sus continuaciones, sus decisiones, sus mudanzas, sus procesos a fuego en bajo o en una olla exprés. Aprender se trata de arruinar y arruinarte un poco en el proceso: pero la mejor olla, el mejor plato, es el que alguna vez se te ha quemado. Que esto que hacemos se trata no de enunciar los ingredientes perfectos, ni de conocer de memoria los procesos y mucho menos de escribir una línea adecuada: se trata de aprender, de intentar saber qué pasa por la cabeza, el estómago, los deseos. Cuando cocinas (o amas o escribes) sin miedo, cuando aprendes la cadencia del fuego es entonces - y sólo entonces - cuando sabes que en realidad, nunca vas o vienes de ningún sitio: casa es el sitio en donde eres alimentado (y amado a conciencia).

17.2.15

Con B

De Búho. De Blues, Banda, Bajo, Bongo y Bandoneón. De Brisa, Bruma y Bullicio. De Barcelona, Bogotá, Brasil, Berlín y Belén. De Blanco, Brazo, Borrego, Buñuelo, Boniato. De Brillante. De Brújula. De Barco, Bravo, Bosque, Bello. De Borbotón, Bólido, Bus, Bulldog, Bollo. De Barrio, Basta, Biombo, Boreal, Barro, Barba, Brazo. De Buceo, Brasa, Beso, Bahía, Bucle, Bambú, Bañera. De Biblia, Bigote, Bocanada, Bejuco, Boleto, Buzo, Brahmán, Bruñido, Barriga, Beligerante, Bicho, Batallón. De Bueno, Bienaventurado, Bendito, Buscado, Bonito, Bebé.

De Bienvenido.

De Bruno.

(Gracias, compadres, por compartir la luz de sus ojitos puros).

2.2.15

Alarma

Allá, la lluvia -
y las alarmas y la promesa del sol
La primera vez que lo escuché, me asustó tanto que estuve a punto de salir corriendo de la casa. Y, cómo muchas otras personas me han contado, mi reacción fue asomarme a la calle, a ver si alguien estaba en pánico. Doce del día del primer lunes del mes y una especie de alarma general recorre las calles de Rotterdam, sonora, potente, inexorable. Aquella vez, la verdadera primera vez, sentí que el alma se me iba a los pies. Creí que quizá había hecho alguna cosa incorrecta: que había abierto alguna puerta, dejado alguna cosa en el fuego, que mi edificio se estaba quemando, algo... Pero no. La alerta no era como de algo pequeño que tú hayas podido hacer: la alerta era de algo que estaba fuera de tu alcance.

Encendí la televisión - imaginé que si algo grave estuviese pasando, podría ver por ahí. Pero no había noticias de alerta. Eran las doce del día y la programación infantil y de cocina continuaba con absoluta tranquilidad. La programación infantil y me acordé de aquella foto de Bush leyendo un libro infantil de cabeza en pena crisis del 11-S.

Pero hoy no era nada de eso: era la alarma. La que ya me habían explicado que se ha quedado como parte de la educación holandesa pero que hace 50-60 años era la antesala de la destrucción absoluta en esta ciudad que tercamente, insistentemente, se fue quedando viva. Fue reconstruyéndose de sus cenizas, cimentándose de nuevo - cada vez que caía una bomba, alguien parecía decir: no nos vamos. Ni hoy ni nunca. No dejaremos nunca de ser lo fuertes que somos.

Aquí estoy. Mirando a través de la ventana - otra ventana diferente de la primera vez, otra vida diferente después de aquel primer acercamiento a las alarmas. Porque de los destrozos que hubo, de aquellos bombardeos, de la negativa a rendirnos, han surgido nuevas cosas. Y observamos, entre la intermitencia del sol y de la lluvia, lo que puede ser, lo que llega cuando nos atrevemos a construir entre/para/contra/con las ruinas de lo que hubo antes. Y reconocer las alarmas sirven - aunque no sea tiempo de guerra - para recordarnos que hubo y podría haber destrucción y renacimiento de esas cenizas.