18.4.15

Una en docemil

Soy la única hija de mi madre. Y ayer, a diez mil kilómetros, estaba haciendo hasta lo imposible por descubrir qué era lo que me estaba pasando. A través de la cámara, me pidió que me tomara la temperatura, que le enseñara mi lengua, que le contara mis idas y venidas. No sé quedó del todo tranquila, pero llegó a la conclusión de que lo que tenía era un resfriado y había que esperar a que me pasara.

Sé de muchas madres y padres que todos los días intentan saber, a como dé lugar, qué es lo que les está sucediendo a sus hijos. He visto la angustia en los ojos de algunos que los escuchan llorar por un cólico infinito o no saben muy bien por qué reaccionan sus pequeños como lo hacen ante ciertos ruidos, ante ciertos impulsos. Todos los que han sido padres, los que hemos deseado o imaginado ser padres, sabemos la angustia del no saber, la necesidad de hacer algo.

Judith, una de mis hermanas catalanas, trabaja haciendo una cosa maravillosa: es genetista y todos los días en el Hospital Sant Joan de Dèu, un hospital para niños en Barcelona, intenta saber más sobre una enfermedad rara: el síndrome de Rett. Una en cada doce mil nenas nacerá con este síndrome, una enfermedad neurológica grave de origen genético. Es la segunda causa de retraso mental profundo en niñas después del Síndrome de Down. Judith me ha contado cómo le llegan muestras genéticas de todo el mundo para analizarlas y también me ha contado del camino de madres y padres que hacen todo lo que está a su alcance para saber más de la enfermedad, para poder detectarla y saber que efectivamente es este síndrome el que tienen.

Esto es un anuncio: todos hemos pensado alguna vez en ayudar para algo. Ahora quedan tres días para alcanzar una meta de 15.000 euros que necesitan para seguir investigando el origen genético de la enfermedad. Me imagino a mi madre, que ayer necesitaba saber qué tenía y pienso en los padres de estas nenas, que todavía no tienen la oportunidad. Esta es la posibilidad de ayudarles en el camino.

Para donar a la investigación, haz click en este link. Para saber un poco más, mira este video donde sale Judith explicándolo. Gracias por leer.

12.4.15

Reporte desde aquí

¿Sabes de qué hace clima hoy, Vinader? De ceviche. El sol cae a plomo - pero lo alivia el viento. Es una primavera preciosa, que llama a cambio de menú: no más caldos ni potajes - ahora ceviches, cochinita, guacamole, limonada, tabulé, boquerones... cosas frescas.

Acabo de pasar por enfrente de tu casa y me quedé mirando a la ventana: hoy fue la Cursa y no fuimos ni Judith ni yo - igual, siempre me quedaré con la duda si veías cuando pasábamos, riéndote de nuestros esfuerzos puntuales por hacer ejercicio.

Me da un poco de pereza comprar el diario. ¿Y si me encuentro algo que comentar contigo qué hago? ¿A dónde te llamo? ¿Será que vas a convencer a San Pedro de darte una extensión directa acá abajo? Nos vendría muy bien, ¿sabes? Me quedé con muchas cosas que preguntarte. Y sé que se me acumularán más conforme pase el tiempo.

No te agobies: ya sé que te ponía nervioso vernos llorar y, mira por dónde, yo no he podido. Me río, me angustio, me mareo pensando en ti pero llorar, lo que se dice llorar, no puedo. No sé muy bien por qué... Supongo que ya saldrá.

Despierto sin tu llamada telefónica hoy. Paseo por el Turó de la Rovira, mirando las orillas de esta ciudad que amamos. Como con amigos en el Born, con vino y postre y risas como tú harías. Me quedo al sol, debajo del Arco de Triunfo, entre los guiris, con mis gafas de mosca. Esperando que el sol me llene el hueco este que siento a la mitad del pecho. Pero nada. Nada cambia.

Me parece increíble que te hayas ido. Hoy, justamente, que parece que todo empieza... hasta la temporada de ceviche.

1.4.15

El hombre que me regaló un caballo

Florencio con Beatriz, cuando cumplió 100 años (Foto: Josie Tavares)
Me parece que no tenía ningunas ganas de irse. Y es que a él no le gustaba irse, nunca, a ningún lado. Visto esta que este domingo de resurrección hubiese cumplido, cosa de nada, 101 años. Como una catedral, como una ciudad moderna, como un recuerdo infinito.
Me acuerdo que se iba a dormir por la premura de que al día siguiente había que hacer cosas... pero más bien se quedaba ahí, rodeado de gente, de risas, como siempre le gustaban. Mis recuerdos de entrar a su casa son entrar a un reino donde los animales, el sol, las plantas, las tortillas de maíz azul, la leche recién ordeñada y las carcajadas no se acababan nunca. A una casa con un portal abierto, con bancas para esperar y ver pasar el tiempo y la gente en la calle, una casa en la que recuerdo haberme sentido feliz.
Se parece mucho a su hermana, mi abuela, y algo me queda después de las mezclas de los dos. Me acuerdo también de él que cuando llegábamos en tropel a su casa todos los niños - los primos del "rancho" con los primos de "la ciudad" - se nos quedaba viendo con azoro. Y luego a mi me decía: "pues los demás de todos no sé... pero tú seguro eres la grande de Javi", dejando de manifiesto el parecido que tengo con mi padre.
Ir al rancho era la seguridad de que, por unos días, podía pasar todo. En parte porque mi tío Florencio a muy pocas cosas decía que no. Uno ahí no era un niño: era una personita que podía aprender y hacer cosas, como los demás. Y, a pesar de las nociones del machismo campirano, lo recuerdo contento de saber que yo quería ir a las vacas aunque fueran las siete de la mañana, y a enseñándome a ordeñar a los siete u ocho años. Recuerdo también que era el primero que nos regañaba si hacíamos alguna barbaridad - como tirar a propósito un nido de avispas a pedradas - pero también que su voz dulcificaba otras voces adultas. Siempre lo recuerdo con su cabello blanco, su sonrisa francota, su abrazo amplio. Así era el tío Florencio.
Hoy que se fue, amanecí acá (al otro lado del mundo, en un sitio al que él nunca hubiese venido porque "a él no se le había perdido nada acá") con la noticia de que el Volcán de Colima - su escenario perpetuo, el de toda su vida - está descocado estos días. Respira humo, fuego... algo me hace creer que era un poco Florencio mismo, desde su cama, sin poder comunicarse, el que respiraba humo, fuego, que quería seguir libre.
Me quedo con muchas cosas suyas, pero con tres postales especiales: Florencio de ocho años, corriendo tres horas a través del monte con una canasta preparada por mi bisabuela, para alimentar a mi bisabuelo secuestrado y a sus secuestradores ("el hambre da malas ideas, decía mi mamá"). Florencio de unos 90 años, después de quedarse viudo, pidiendo que alguien le presentara una novia ("ya me cansé de estar aquí solo"). Y Florencio, de unos 70 años, un abuelito poderoso y resultón, que se le ponía de tú a tú a mi propio abuelo (mucho más serio, mucho más de ciudad) y nos llevaba a todos los niños urbanos a caminar. A lo lejos, estaban los caballos. "Esos caballos... son de mi hijo Héctor... pero yo se los regalo mientras están de vacaciones. ¿Cuál quieren?". Y cómo nos peleábamos por saber quién se quedaba con el azabache y quién con el gris... Por lo que para mi, Florencio siempre será el hombre que un día me regaló un caballo.

Buen viaje.