Florencio con Beatriz, cuando cumplió 100 años (Foto: Josie Tavares) |
Me acuerdo que se iba a dormir por la premura de que al día siguiente había que hacer cosas... pero más bien se quedaba ahí, rodeado de gente, de risas, como siempre le gustaban. Mis recuerdos de entrar a su casa son entrar a un reino donde los animales, el sol, las plantas, las tortillas de maíz azul, la leche recién ordeñada y las carcajadas no se acababan nunca. A una casa con un portal abierto, con bancas para esperar y ver pasar el tiempo y la gente en la calle, una casa en la que recuerdo haberme sentido feliz.
Se parece mucho a su hermana, mi abuela, y algo me queda después de las mezclas de los dos. Me acuerdo también de él que cuando llegábamos en tropel a su casa todos los niños - los primos del "rancho" con los primos de "la ciudad" - se nos quedaba viendo con azoro. Y luego a mi me decía: "pues los demás de todos no sé... pero tú seguro eres la grande de Javi", dejando de manifiesto el parecido que tengo con mi padre.
Ir al rancho era la seguridad de que, por unos días, podía pasar todo. En parte porque mi tío Florencio a muy pocas cosas decía que no. Uno ahí no era un niño: era una personita que podía aprender y hacer cosas, como los demás. Y, a pesar de las nociones del machismo campirano, lo recuerdo contento de saber que yo quería ir a las vacas aunque fueran las siete de la mañana, y a enseñándome a ordeñar a los siete u ocho años. Recuerdo también que era el primero que nos regañaba si hacíamos alguna barbaridad - como tirar a propósito un nido de avispas a pedradas - pero también que su voz dulcificaba otras voces adultas. Siempre lo recuerdo con su cabello blanco, su sonrisa francota, su abrazo amplio. Así era el tío Florencio.
Hoy que se fue, amanecí acá (al otro lado del mundo, en un sitio al que él nunca hubiese venido porque "a él no se le había perdido nada acá") con la noticia de que el Volcán de Colima - su escenario perpetuo, el de toda su vida - está descocado estos días. Respira humo, fuego... algo me hace creer que era un poco Florencio mismo, desde su cama, sin poder comunicarse, el que respiraba humo, fuego, que quería seguir libre.
Me quedo con muchas cosas suyas, pero con tres postales especiales: Florencio de ocho años, corriendo tres horas a través del monte con una canasta preparada por mi bisabuela, para alimentar a mi bisabuelo secuestrado y a sus secuestradores ("el hambre da malas ideas, decía mi mamá"). Florencio de unos 90 años, después de quedarse viudo, pidiendo que alguien le presentara una novia ("ya me cansé de estar aquí solo"). Y Florencio, de unos 70 años, un abuelito poderoso y resultón, que se le ponía de tú a tú a mi propio abuelo (mucho más serio, mucho más de ciudad) y nos llevaba a todos los niños urbanos a caminar. A lo lejos, estaban los caballos. "Esos caballos... son de mi hijo Héctor... pero yo se los regalo mientras están de vacaciones. ¿Cuál quieren?". Y cómo nos peleábamos por saber quién se quedaba con el azabache y quién con el gris... Por lo que para mi, Florencio siempre será el hombre que un día me regaló un caballo.
Buen viaje.
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