24.4.11

Tras el volante

Me acuerdo bien que era sábado de gloria - me acuerdo porque era la razón por la que, finalmente, me atreví a conducir yo sola. La monja que se ocupaba de organizar los eventos en la parroquia cercana a mi casa ya me tenía fichada, desde hacia varias pascuas, para que leyera la primera lectura de la misa de fuego nuevo. Pasaba que las horas que había pasado yo leyendo en voz alta el seleccionesdelreadersdigest con un lápiz entre los dientes habían servido de algo: tenía voz fuerte y clara para leer, no muy desagradable - lo ideal para leerse toda la creación del Génesis.

Y yo había quedado muy formal con la monja a que iría ese sábado también - claro, no contaba con que las horas de cierre del diario se nos iban a retrasar y miconductor/novio/profesordemanejo no podría salir conmigo a tiempo. Me empecé a poner nerviosa hasta que pensé que quizá todo era una llamada metafísica y lo que tocaba era hacer mi esfuerzo.

Tuve que pasar por casa a cambiarme y a bañarme: llegué a casa cubierta en sudor. Casi me puedo recordar en la vuelta a la izquierda adelante del Experimental y en los múltiples altos de Federalismo. Cuando me encontré a mi padre afuera de la casa y me pidió ver cómo me estacionaba (examen de conducción reloaded). Y listo, se acabó el miedo.

De esto tendré que acordarme la próxima vez que me hagan el examen de conducir acá - que lo que necesito es paciencia y tranquilidad. Y contar hasta tres antes de pasar un signo de stop.

Ataque de pánico

Creo que fue el jueves en la noche - las semanas festivas comienzan a desdibujarse - que escuché en la barra de un bar una historia que medio me horrorizó. La contaba una psiquiatra de unos treinta años que trabaja en una clínica de desintoxicación. Decía que a la gente a la que se le quiere quitar la adicción al alcohol a veces se les da una pastilla que les causa, literalmente, ataques de pánico al mezclarse con el alcohol. Ellos incluso deciden tomársela voluntariamente para, en caso de que caigan en la tentación, tener un ataque de taquicardia que según las palabras de la chica "es lo más cercano a sentir que te estás muriendo. Se les acelera el corazón tanto que les dan ataques de pánico y no pueden respirar. Es horrible, pero es una situación como de perro de Pavlov".

Me quedé en eso - en la capacidad de provocarte pánico si bien no a voluntad, si por razones de "control". Me pareció una historia tan horrible que no pude reirme a gusto del controlador de boletos del metro que es adicto al sexo con trasvestis y a la cocaína - tan adicto, que a sus 40 años la madre le tiene las cuentas de banco bloqueadas. Su ataque de pánico parece que se desata cuando amanece a las seis de la mañana en algún lugar con una deuda enorme por pagar y tiene que hablar a su madre y pedirle que le haga una transferencia para pagar sus prostitut@s.

Menos químico y menos sofisticado, ayer me acordé de una sensación de desconsuelo y terror que me sobrecoge cuando de pronto un día - otro más - descubro que mi capacidad de análisis y trabajo no son las de un Xmen y no puedo, aunque quisiera, cubrirlo todo. Me mido mal, me confío, me ataranto (tan bonita y tan mexicana esa palabra). Y entonces a 48 horas de una fecha de entrega hiperventilo y lloro, maldiciendo mi maldita gana de hacerlo todo y mi poca capacidad de pedir ayuda.

Y luego me voy al ordenador y me pongo a ello, a hacer una versión menos histérica que sea legible para que me alcancen a dar comentarios. Aunque no duerma toda la noche. Aunque me quede, como ahora, agotada, y pensando cómo me quitaré yo esta adicción a la adrenalina del trabajo.

22.4.11

Lo que queríamos ser cuando creciéramos

Con una copa de vino, en la terraza, Vladimir cuenta el día que su profesora de dibujo hizo que sus padres fueran a la escuela. Les habían dado una hoja en blanco y libertad para poner ahí lo que quisieran y él comenzó a dibujar calles y edificios... plenos 80, había estado la noche anterior escuchando quizá las noticias que sus padres ponían siempre en el televisor. Cuando se acercó la profesora a preguntarle de qué se trataba, dejó de dibujar y la miró, con esos ojos de sorpresa y desprecio que sólo puede poner un niño de diez años que se encuentra de pronto incomprendido por los que deberían de estarle enseñando algo. "Pues mire... es la reconstrucción de Beirut...".

No hay sorpresa entonces en que, a veces, escriba ahora una tesis doctoral comparando intermodalidades en varias ciudades europeas. Ni que se pase sus vacaciones visitando parques y edificios nuevos.

Supongo que no hay sorpresa tampoco de que mis amigas las que querían ser cantantes amen los karaokes, o las que querían ser mamás planeen la mejor manera de tener un equipo de fútbol, o las que querían ser políticas vayan de traje sastre de oficina en oficina. No hay sorpresa, entonces, que pase yo tantas ahoras leyendo y viendo y escuchando. Yo, que lo que quería hacer de grande era contar historias.