9.11.20

Sobre Florida, Trump, y ese tío que todos tenemos

 


Escribo bajo una cierta tranquilidad de que Donald Trump no seguirá gobernando los próximos años Estados Unidos. Reconozco la victoria de Biden en este humilde blog porque a diferencia de AMLO a mi no me lee casi nadie y tampoco tengo restos de angustia ancladas a el qué tal si sí las instituciones democráticas se van a la mierda y luego regresa el otro. A mi todo me dice que no será así. Y con eso también puedo ver con el ojo más abierto lo que pasó en Florida.

 PAUL HENNESSY / ZUMA PRESS

Desde hace cuatro años, cuando vi por primera vez los resultados del voto latino por Trump sentí una especie de sorpresa mezclada con dolor de panza. Una cierta estupefacción. No me lo podía creer porque de alguna manera para mi era muy transparente que Trump era bastante anti latino – no lo sé, quizá por sus discursos en los que llamó a los mexicanos migrantes de violadores y asesinos como quien llama a sus primos Pollito y la Tití. Yo digamos que al señor le tenía antipatía y desde mi islita pensé que otros también se la tenían. Pero anda que no. Que ganó. Y no sólo ganó – ganó con una buena parte del voto latino.

Uno de los escenarios distópicos para mi este 2020 (como si hubiese pocos) era que el voto en Florida se quedara parado como cuando Bush-Gore. Que pasáramos otra vez 36 días esperando a que los floridanos contaran voto por voto (casilla por casilla) para llevarse al final un fiasco. Pero no hubo por dónde. No hubo ni lucha. Luego leo por ahí que Biden, igual que la Clinton hace cuatro años, hizo confianza en ciertos lugares, estados, y un poco en Florida entre la población latina. Porque uno pensaría que un candidato que es claramente xenófobo, antiinmigrante y hasta un poco anti latino sería suficiente para que los latinos no votaran por él. Pero no, no… ese es el síndrome del tío que todos tenemos.

Me explico: yo sé que esto que estoy por escribir es muy simplificador de la realidad y todo, pero algo de verdad tendrá. Que yo sepa, en toda familia latina que se respete, hay por lo menos uno de esos tíos. Puede ser uno o muchos, pero tienen una serie de características ineludibles e intercambiables. Son como cartitas de la lotería que les salen a unos pocos y a otros todas: el emprendedor exitosísimo y visionario al que todos los negocios por alguna u otra razón siempre le salen mal y deja endeudada a media familia. El baboso toqueteador que se toma confiancitas con sobrinas y cuñadas por igual ante la mirada socarrona de sus hermanos: “ay, este, siempre tan manolarga”. El mentiroso compulsivo que va a negar todo, siempre, mientras le convenga. El teórico de la conspiración que incluso antes del internet ya sabía todo lo necesario sobre cómo hay alguien en este mundo que quiere controlarlo todo y cambiar el orden mundial. El maltratador. El gritón. El que no sabe bailar ni está guapo, pero se adueña de la pista de baile y se contonea como una ballena moribunda para la hilaridad general. Y así agreguen el suyo...

¿Y que pasa con el tío que todos tenemos que es una colección de monerías? Nada. Porque es el tío. Porque al final, como mafia italiana (dije latinos, eh), familia es familia. La familia entera lo deja que maltrate, grite, abuse, se desmadre… “ay, hombre, si ya sabes cómo es… pero es de la familia”. De alguna forma que no logro explicarme del todo, don Trump se convirtió en ese personaje imposible al que uno “tolera” porque no le queda de otra y luego acaba defendiendo… porque se parece a lo que somos.

Me rompió el corazón escuchar los reportes en radio y leer las noticias de cómo los latinos confiaban en que Trump iba a tener la mano dura que los Estados Unidos necesita. Cómo le creyeron que es un buen hombre de negocios, y hasta le aplauden su “hombría” por haber tenido no sé cuántas mujeres oficiales y muchas otras tantas no oficiales, incluidas incontables que lo acusan de cosas terribles. Y al final de cuentas, lo que le rompe a uno el corazón no es que Trump sea así si no que otros le crean: el problema no está en él, él es el síntoma.

Igual es un buen momento, ya envalentonados con la salida del señor Trump, de no permitir ni un solo abuso dentro de nuestras comunidades, de nuestras familias. Que estos cuatro años de circo nos ayuden de alguna forma a ver y actuar en contra de los monstruos que creamos con nuestro silencio y nuestro respeto a las omertás de la tradición.

4.5.20

Cuenta atrás

En una semana, dice el gobierno local, podríamos regresar a una “cierta normalidad”... mucha para esta casa. El lunes de la próxima semana abren de nuevo las escuelas infantiles, donde todos los niños menores de cuatro años pasan los días que sus padres trabajan.
Eso significa, para mi, que mi multitasking bajaría de forma importante. Que podría trabajar (o escribir) en silencio a horas un poco más ortodoxas que a las que lo hago ahora. De nuevo, yo desde el privilegio. Desde la pareja, la casa con jardín, los vecinos con niños y la comuna. La posibilidad de tener más de tres horas de trabajo en silencio sin interrupciones me seduce... y me llena de desasosiego.
Hoy vi varios artículos en los diarios en los que la gente sale del clóset y dice que, en realidad, igual no tienen tantas ganas de volver a la “normalidad”. Creo que yo tampoco. Creo que hay una parte de mi que se muere por tener más tiempo y no sentir que voy infinitamente atrasada con todo... pero que también reconoce que antes del lockdown también vivía angustiada y corriendo. Esa parte de mi que se dio cuenta al parar que estaba a punto de pararme de otra forma. Y el poder volver de pronto a la “normalidad” me seduce, pero con sus puntos intermedios de duda.
Creo que lo que más temo a la normalidad es que sea igual a la de antes. Que en pocas semanas me vea sobrepasada, lejana, desconectada de las pequeñas cosas de las que conecté estos días: los abrazos, los cariños, para mi y para otros. Temo a que las pequeñas victorias se vayan. Y también sé que la única que puede evitar llegar a lo de antes, estar como antes de esto, soy yo.
Me quedarán estas semanas intensas de una locura pacífica, de bendiciones desordenadas. Quiero que no se me olvide el recuerdo de la soledad en compañía, y de la paz que da la comunidad. Espero que no torturarme por lo que no he escrito sino, antes bien, agradecer estos momentos robados al torbellino para saber que siempre hay tiempo... que lo que necesito, son las ganas. El deseo. El ansía de que esto (la vida, la escritura, la sorpresa), no paren.

28.4.20

Bálsamos

Paso más tiempo del que me gustaría en redes sociales. Por salud mental, obvio el mensaje de mi teléfono que me reporta cuántas horas más he pasado mirando la pantalla cada semana. Muchas horas más. No sólo yo, sino todos en esta casa. Tenemos muchas pantallas - las miramos constantemente. Y encontramos no sólo textos, sino también vida.

Quien fuera mi novio en la preparatoria se grabó a si mismo tocando un vals en el piano eléctrico de su casa. Estaba compartiendo un momento de intimidad, una rebanada pequeña de su cotidiano, que se ha vuelto más luminoso con la música. Mientras lo miraba tocar y escuchaba a veces (muy pocas veces) sus titubeos, de pronto fui a otro lugar en el tiempo. Y me recordé a mi misma acostada en el suelo de salones con piano, mientras él practicaba. Las pulsaciones sobre el piano, las vibraciones de las cuerdas dentro de la madera, luego hacían de bálsamo también para mis ojos cerrados. Hacíamos eso cuando éramos amigos, luego de novios, y recuerdo el dolor de la pérdida de ese sonido cuando terminamos en un drama digno de bueno, la preparatoria. Y ayer, de pronto, recuperé de golpe de todo: la memoria de la vida, de la sensación de paz, de la posibilidad de todo lo nuevo. Todo en la música.

Ayer, en el Día del Cumpleaños del Rey más soleado que recuerdo en Holanda, no se podía salir a la calle a festejar vestidos de naranja. Y con todo, mis vecinitos montaron un concierto desde sus patios y ventanas. Escuchamos piezas de piano, flauta transversa y guitarra, guiados por la mamá que conocía su repertorio - que se repitió varias veces. Y ver la certidumbre de la mejora en sus notas también era confiar en la posibilidad de que todo puede mejorar, con paciencia, con práctica. No rápido, pero mejorará. Todo en la música.

Hace unos días, buscando una actividad de interiores con X, de alto movimiento, pensé en la música de los ochenta. En Michael Jackson. En todo lo que sabemos ahora, en todo lo que significaba entonces. En las discusiones con mi abuelo tan tintadas de racismo alrededor de mis gustos musicales. En Captain EO. En la certeza de que una vez visto Thriller, nada nunca sería igual en la historia de la música (esto decía la historiadora de los medios en mi cabeza). No puse Thriller - estamos pasando por unos días con sensibilidad alta a los monstruos. Pero sí Beat it... con el resultado de que, hasta el día de hoy, de pronto deja sus otras actividades y comienza a bailar, tarareando. Impactado por la imagen (intenta el moonwalking y todo), pero sobre todo por el ritmo. Por la posibilidad de su cuerpo de repetir el ritmo. Todo en la música.

La semana pasada desperté un día con una necesidad imperiosa de escuchar música de mariachi. Son las cosas que suceden de pronto, que te sorprenden y te recuerdas que estás lejos. Si estuviera en México, seguro la escucharía con más frecuencia - aunque sea cortesía de los vecinos de mis padres que no escatiman en contratar mariachis para fiestas y reuniones. Pero aquí no. Y de pronto, en una tarde cualquiera, con las puertas y las ventanas cerradas para evitar el frío, sonaron las notas de mariachi en casa. X y yo comenzamos a bailar. Y a reír. Y a vivir otra vez, a pesar de todo. Como un bálsamo... todo en la música.

16.4.20

Evidencias

Compartimos un jardín interior con varias familias. Desde hace cinco semanas que estamos encerrados, los niños de las familias - todos menores de 12 años - juegan juntos. Para fines prácticos, vivimos en una especie de comuna. Intento hablar y postear poco de ello porque, un día que lo hice con una amiga de Barcelona, levanté ampollas. “¿Y estás segura que pueden hacer eso?”. Yo me lo había preguntado. Vivo en una esquizofrenia de saber las normativas y los límites de los tres países en donde mi corazón tiene residencia - más los que escucho de mis amigos en el resto del mundo.
Sí. La normativa holandesa dice que podemos hacer eso. Que los niños pueden jugar, correr, salir. Tener una vida un poquito normal. Los padres no - los padres tenemos que mantener nuestro metro y medio de distancia. Aunque a veces se nos olvida: como hoy que sin pensar la otra vecina latina y yo nos dimos casi un abrazo.

Pensar en los niños españoles me angustia. En los niños y en sus papás. En la locura de cinco, seis semanas en el encierro. En la realidad de que muy pocos tienen una terraza o aunque sea un balconcito para que les dé el sol, para asomarse al mundo. Me parece una locura que los perros puedan salir pero no los pequeños.

Peor me parece pensar que muchos están encerrados en sus casas, y sus padres además de mantenerlos cuerdos tienen que ponerlos detrás de una pantalla a que hagan tarea y luego mandar evidencia de que han trabajado a les profes... porque no se vayan a atrasar. No vayan a perder el año...

¿Cómo explicarles que tienen que seguir como si nada? ¿Cómo, si aun en los países en los que podemos sacarlos a que les dé el aire y el sol están ansiosos?

Sí, pueden ser asintomáticos y convertirse en un riesgo para los iaios que tantas veces los cuidan. Pero es que no se trata de que se vayan a ver a los abuelos (tristemente). Se trata de que puedan salir a respirar en medio de tanta locura, a ser niños. La única evidencia que deberían de presentar en estos días es la de su sonrisa.

Escucho a mi niño dormir en la planta de arriba. En la mañana, mientras yo contestaba un correo, él se fue a jugar con los vecinos y regresó, emocionadísimo, a mostrarme que alguien le había prestado un disfraz de Spiderman. Sabe que algo está “mal”. Extraña a sus maestras, a sus amigos. Pregunta todo el día si podrá ir a la escuela el día siguiente. Sus maestras nos mandan videos y canciones y mensajes para saber que estamos bien. Es todo muy dulce y muy triste y muy patético. Y me enoja pensar qué hay niños que están encerrados que encima tienen que mandar evidencia de que están trabajando.

Aplausos de pie a todes, madres y padres y profesores, que intentan mantenerse y mantenerlos cuerdos. Mi admiración a mis amigues y a los que no lo son que están intentando que sus hijes simplemente salgan de la cuarentena cuerdos. Qué más da si necesitan hacer un poco más de mates el año próximo. Alguien, sin embargo, debería darse cuenta que el costo de tenerlos encerrados puede ser mucho mayor a largo plazo de lo que se espera. Como un volcán por estallar. Y eso dejará muchas, muchas evidencias.

Terapias

Como en cuento de Cortázar, hay cosas que me duelen. De noche duermo poco y de día como mucho. Compro flores. No rosas - como las que recomienda el cronopio-médico de la calle Santiago del Estero. Compro, desde comenzada la encerrona, tulipanes, para que no terminen en la basura.
Mi madre se acuerda que cuando celebramos mis quince años (sí, hay fotos. No, no las tengo aquí. Sí, me veía como de 25 en lugar de 15) yo tuve un momento de clarividencia (o malcriadez) en el que decidí que quería tulipanes. Y encuentre usted tulipanes para la princesa en enero, en México. Fue difícil pero con estos padres consentidores que me tocaron, se lograron los tulipanes. Pasaron a ser mi flor favorita, pero eran un lujo sólo para los cumpleaños. Supongo que me gusta esta delicada fuerza, ese tesón de subir la cabeza aunque las ramas estén un poco dobladas. Su textura de seda. Su color.
Siguieron gustándome al pasar de los años. G me llevó al Keukenhof (una especie de parque temático de los tulipanes que abre un mes al año en temporada alta) bajo protesta, como parte de una estrategia firme y calladita de seducción que, visto está, tuvo buenos resultados. Ahí descubrí que el polen que sueltan es mortal para mis alergias primaverales, pero aún con nariz tapada y ojos pequeños, me seguían pareciendo increíbles.
No sólo son el símbolo del país, son un producto bastante exitoso de venta local pero sobre todo de exportación... cuando pueden exportarse. Cientos de productores de flores se han quedado este año con campos a punto de florecer, con millones de flores que no pueden ir a ningún lado. Y en algunos lugares se han comenzado campañas para que las flores no se tiren a la basura. Los médicos y enfermeras del país, las casas de ancianos, reciben cargas inmensas de donaciones de flores cada día. Pero no hay número de floreros que aguante: este país produce flores para llenar las casas de muchos otros países.
Entonces, además de regalar las flores, algunos productores han intentado vender lo más posible a los holandeses encerrados, a precio de costo o incluso por debajo. Y por segunda vez, ayer llegaron a mi casa 200 tulipanes frescos que he tenido que repartir con los vecinos - siguiendo las normativas de salubridad, por supuesto.
Escribo con una docena de tulipanes morados frente a mi. Y allá, en la cocina, hay rojos, blancos, amarillos. Se me llena un poco la casa y el corazón y me hacen ver y sentir (con estornudos y todo) que la primavera, y la vida, siguen su curso.
Y de forma retorcida, replico las terapias de los cronopios porteños. Compro los ramos de flores y de día duermo y de noche como. Algo tenían que tener de brujería.

11.4.20

Antes del turno nocturno

Escribo en el turno de la noche. Me costó mucho levantarme de la cama, pero me empujó al final la necesidad de ir al lavabo y a cepillarme los dientes. Además, el señor marido me dejó las luces prendidas porque dije que tenía que trabajar. Y lo haré, probablemente entre las 12 y las 3 de la mañana aproximadamente. Me está pasando con frecuencia estos días de locura, de extraña calma. Nos quedamos dormidos con el niño, porque el agotamiento nos puede a todos.  Nos metemos los tres en la cama para leer el último cuento de la noche pasadas las ocho y media-  escandalosamente tarde para un niño holandés en primavera, un poco más normal para un dutxican encuarentenado. Desde el cambio de horario ha sido un poco más difícil, porque le parece extrañísimo que queramos dormir cuando aún hay sol. Pero conoce la rutina: baño, dientes, pijama, cuento. Y después dormir.

He de decir, sin embargo, que la lectura rara vez resulta relajante - por lo menos para el oyente principal. G lee en holandés las historias de Pluk van de Pettleflet, cuentos clásicos locales del siglo 20 de la escritora Annie M. G. Schmidt - las historias de un chico huérfano que vive en un subsótano con una cucaracha que se llama Zaza. Y les pasan muchas cosas divertidas, increíbles. Lo entiendo a medias. Escucho con ojos cerrados y tomo la lectura como mi clase de holandés. Es una mentira que haya tiempo de estudiar.

A los pocos meses que nació X, cuando comenzamos a leerle por la noche, G se quejaba de que lo de leerle a los niños para que se duerman es un mito: que él lo había intentado durante años con su hija mayor y que lo único que lograba era cansarse mientras ella despertaba del todo. Y ahora lo entiendo: no lee cuentos para dormir, lee cuentos para emocionar. No sé si lo sabe, pero tiene una voz grave que llena la habitación de colores. Los animales suben y bajan, los personajes corren a trompicones entre las hojas del libro y se quedan dando vueltas y jugando aventuras imposibles sobre la cama.

Después de terminado el cuento, nos quedamos casi siempre en cama en el proceso de dormir. Intentamos respirar muy profundo y sonoro, ya con las luces apagadas, para hacer un poco de ruido blanco. Quizá lo rompemos todo también con esa respiración de océano, que llena la habitación de olas y pelícanos y viajes imposibles al otro lado del río. Poco a poco caemos, primero X, luego nosotros, o quizás al revés.

Empieza el turno de la noche. Arrastro mis manos sobre las teclas gastadas de mi teclado para contar que a veces el amor es otra cosa y se narra así: con cuentos, besos y respiraciones antes de dormirse, a pesar de los días largo y los turnos nocturnos.

6.4.20

De Monstruos y Privilegios

La nuestra es una cuarentena de privilegio. Serán más de cuarenta días, pero no parece que en ninguno de ellos tendremos hambre, o frío, o sufriremos de pobreza. Somos de esos, de los privilegiados. Y a veces, cuando uno se mira así mismo, sólo puede imaginar lo que pasa en otros sitios.
Estamos todo el tiempo los tres juntos, en el bigbrother que se supone que las familias tenían que ser - con algunos invitados que nos permite el laxo encierro holandés. Pero la verdad de las cosas es que en la vida “normal”, pasamos muchas horas separados, cada uno con su vida “privada”, con sus cosas “propias”. No sólo G y yo en nuestras oficinas, con nuestros colegas y proyectos que no se parecen nada entre sí, sino también X con sus amigos, sus maestras, su escuela. Y sé que, además de la felicidad de estar juntos, extrañamos a veces la libertad de no estarlo. Los otros momentos en los que somos y vivimos como otros.
El que lo expresa más fácil es X. No tiene ningún empacho en llorar en la mañana cuando le digo que hoy tampoco vamos a ir a la escuela. O en encerrarse en el baño - éxito uno de la cuarentena: eliminación del pañal - y gritarme con todos sus pulmones: “¡No he acabado, mamá! ¡Cierra la puerta! ¡Espera tantito! ¡To-da-ví-a-no!”. Traduzco al español su miguelito, que es nuestro caso es una mezcla bastante balanceada de holandés y tapatío. Pero tiene las palabras que necesita para decir que está cansado, que está enfadado de vernos las caras, que se quiere ir ver a sus maestras, que por-fa-vor lo deje estar en paz, aunque sea mientras está sentado en el trono.
Lo entiendo. Yo también lo hago. Confieso que a veces cuando digo necesito trabajar, en realidad necesito trabajar pero me subo, encuentro un escritorio, y no trabajo. Pienso. Leo. Escribo esto en lugar de corregir, porque para corregir necesitaría un poco más de atención que la que me queda.
Y comenzamos a estar más difíciles. Vivo rodeada de holandeses, tan aparentemente civilizados, y aún ellos tienen la cara crispada muchas veces. No gritan, casi no. No en esta casa. Pero los puedo imaginar gritando.
Yo sí que grito. Descubrí que puedo matar de risa a X jugando con él a ser un monstruo: el se ríe, y grita de susto/placer mientras yo lo correteo por la casa, y yo hago sonidos guturales que me ayudan a estirar esos músculos que están medio cerrados, a dejar salir un poco de la presión que se acumula. El se ríe. Yo me alivio.
Pero hoy me volví un poco loca temporal. En la sobremesa, mientras recogíamos los platos, se abrió la discusión de si era necesario/conveniente/atractivo salir a comprar helado o no - porque alguien en la mesa quería helado. Yo, que me había comido un helado ayer, dije que para mi no, que muchas gracias, que yo quería acostar al niño, pero que la heladería estaba abierta y es buena idea consumirles con todo y la sana distancia. A eso le siguió un intercambio tenso de quién va a la heladería, por qué, cuándo, qué va a traer, vamos ahora, más tarde, cuando se duerma el niño, si o no. “Bueno, vamos todos”. “No”, repetí, “yo no voy. El niño tiene que dormir y no podemos salir todos a comprar un helado”. Y entonces otra vez discusiones y un bufido y yo no aguanté el bufido y grité. “¡Ya está! ¡Váyanse por el estúpido helado y dejen de discutir tonterías!”.

Creo que sólo grito tan fuerte cuando soy el monstruo con X, pero X ni se enteró porque estaba viendo un poco de televisión. Me di cuenta que durante la “discusión-debate” contuve la respiración. Y cuando grité, grité con toda la angustia de mis pulmones con poco oxígeno, con todas las ganas que tengo de salir, y sentarme en mi oficina, y hablar con alguien más, y ser lo que me imagino es ser yo.

Los adultos de la mesa me miraron con ojos de plato. “Pero, ¿qué pasó?”. Yo no respondí porque estaba respirando otra vez, con dificultad, evitando soltarme a llorar. Sentí un hueco en mi pecho y pedí perdón casi de forma inaudible. G me dió un beso ligerísimo y me abrazó, casi con miedo. No me moví. Sólo seguí respirando.
No me puedo imaginar lo que es vivir en una casa donde los espacios son pequeñísimos, donde la violencia es cotidiana. Mi privilegio no está sólo en tener comida, sino en tener espacio, en tener gente dispuesta a abrazarte después de que te vuelvas un poco monstruo: sea un niño de dos años o un hombre de dos metros. Y lo agradezco.

31.3.20

La (Sana) Distancia

Hace más de dos semanas que salimos a la calle lo estrictamente necesario. Si nos escapamos del encierro, es rápido, en solitario, como entre sombras, como escondiéndonos. Con la gente que encontramos en el camino compartimos miradas de comprensión y también de cierta conmiseración. Vivimos sin saber exactamente esto cuándo se acaba, o a dónde lleva, o en que momento saldremos al hueco central del laberinto: ese sitio donde hay aire, sol, libertad. Y se habla de la “sana distancia”. Del distanciamiento social. De entre uno y dos metros de lejanía que tenemos que tener con el otro para evitar contagios de cualquier lado. O suspicacias. O para domar el miedo.

Sin embargo, dentro de esta casa, hay otro universo sucediendo. Hay un niño de doscasitres años que se vive los días abrazado a nosotros, quizá leyendo lo que hay afuera sin entenderlo. Quiere sentarse en nuestras piernas para comer, abrazarnos mientras duerme, que le tomemos de la mano para subir y bajar las escaleras, que nos sentemos con él y contemos cuentos. Y así, de pronto, la distancia que tenemos cotidiana, se ha ido borrando. Nosotros que - privilegiados - tenemos trabajos, oficinas, agendas llenas, guardería para el pequeño, horas y horas de transporte a la semana, y altos niveles de estrés, estamos de pronto todos en casa. Nos dividimos las estancias, las tareas, las pantallas. Dejamos que las voces de los otros a veces entren en las teleconferencias de los unos. Contaminamos nuestra vida con una presencia penetrable, perceptible, cierta.

Y quizá un poco en reacción de lo que está afuera (lo que no vemos pero intuimos), nos abrazamos. O quizá lo que nos pasa es que simplemente estamos desquitando tanto tiempo perdido. Recuerdo haber leído alguna vez que cuando uno no duerme lo que necesita, el cuerpo le abre una cuenta de “debe” que sólo se salda durmiendo esas horas que uno dejó de lado. Algo así, me parece, pasa con los abrazos, con el toque, con la compañía.

Así que, agradecida, dejo que mi pequeño se encarame en mis piernas y hundo mi nariz en sus rizos olorosos a queso, chocolate o lo que fuera parte de su última comida. Esa es mi manera de conjurar a las otras distancias que me mantienen lejos de los otros abrazos que quisiera dar.