Hace más de dos semanas que salimos a la calle lo estrictamente necesario. Si nos escapamos del encierro, es rápido, en solitario, como entre sombras, como escondiéndonos. Con la gente que encontramos en el camino compartimos miradas de comprensión y también de cierta conmiseración. Vivimos sin saber exactamente esto cuándo se acaba, o a dónde lleva, o en que momento saldremos al hueco central del laberinto: ese sitio donde hay aire, sol, libertad. Y se habla de la “sana distancia”. Del distanciamiento social. De entre uno y dos metros de lejanía que tenemos que tener con el otro para evitar contagios de cualquier lado. O suspicacias. O para domar el miedo.
Sin embargo, dentro de esta casa, hay otro universo sucediendo. Hay un niño de doscasitres años que se vive los días abrazado a nosotros, quizá leyendo lo que hay afuera sin entenderlo. Quiere sentarse en nuestras piernas para comer, abrazarnos mientras duerme, que le tomemos de la mano para subir y bajar las escaleras, que nos sentemos con él y contemos cuentos. Y así, de pronto, la distancia que tenemos cotidiana, se ha ido borrando. Nosotros que - privilegiados - tenemos trabajos, oficinas, agendas llenas, guardería para el pequeño, horas y horas de transporte a la semana, y altos niveles de estrés, estamos de pronto todos en casa. Nos dividimos las estancias, las tareas, las pantallas. Dejamos que las voces de los otros a veces entren en las teleconferencias de los unos. Contaminamos nuestra vida con una presencia penetrable, perceptible, cierta.
Y quizá un poco en reacción de lo que está afuera (lo que no vemos pero intuimos), nos abrazamos. O quizá lo que nos pasa es que simplemente estamos desquitando tanto tiempo perdido. Recuerdo haber leído alguna vez que cuando uno no duerme lo que necesita, el cuerpo le abre una cuenta de “debe” que sólo se salda durmiendo esas horas que uno dejó de lado. Algo así, me parece, pasa con los abrazos, con el toque, con la compañía.
Así que, agradecida, dejo que mi pequeño se encarame en mis piernas y hundo mi nariz en sus rizos olorosos a queso, chocolate o lo que fuera parte de su última comida. Esa es mi manera de conjurar a las otras distancias que me mantienen lejos de los otros abrazos que quisiera dar.
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