21.7.11

Silencio

No soporto, no entiendo, a alguien que se pone a hablar en medio de una película. Especialmente cuando no está sola.

Cuando estaba en la Universidad, teníamos la rara ventaja de estar a diez minutos de automóvil de varios multiplex (cines con múltiples salas). Además, la gran mayoría llegábamos a clase en automóvil propio - tan malo es el transporte público en la ciudad en la que nací, tan mimados estábamos todos que nuestros padres nos habían dado nuestros propios autos.

En fin - ir al cine de las 14h00 era casi garantía de encontrarse la sala para ti solo. O sólo para los 8 ó diez que habíamos escapado de la clase de historia de la cinematografía o de estética (cualquier duda en mis gustos artístico-musicales se resuelve así). Entonces entrábamos y, solos en la sala, nos dedicábamos a criticar a voz en cuello la actuación, el decorado, los movimientos de cámara... todo que parecía que podía sustituir nuestra carísima clase y los 20-30 pesos que habíamos pagado por la entrada.

Nada que ver con la mujer quien, en una sala normal, a la mitad de la tarde, se pone a hablar por teléfono mientras el protagonista de la película (Bruno Ganz, en Das Ende ist mein Anfang) se muere a pedazos. Entonces qué ganas de levantarse, imprecarla e impedirle que tome un móvil por el resto de su vida...

... pero eso, claro, es mi mal genio de vacaciones. Un par de besos y mimos y estaré bien. En serio... pero por si acaso, mejor no hablar durante las películas.

Los pacientes psiquiátricos somos un poco de cuidado. O un mucho. Y requerimos de esa ternura que llega en paquetes insobornables. En situaciones perdidas y recién recuperadas. En actos suicidas. En eso... que no sé muy bien cómo se llama. En esos finales que, en el fondo, parecen principios.

19.7.11

"¡Vigiladme!"

Barcelona es una de esas ciudades en el mundo en las que puedes salir a la calle en pijama y prácticamente nadie se entera - o parece enterarse. Supongo que tiene que ver con que todos vamos a la calle con unas pintas bastante libres o que parece que el laissez faire se ha convertido en el lema de la ciudad. Casi nada, o nada, parece sorprender a las calles.

Y ayer, yo no podía dejar de verlo. Caminaba por la Ronda de Sant Antoni hacia el mercado desde Plaza Universidad. Se tambaleaba constantemente, cruzando de un lado a otro la acera. Llevaba unos jeans sucísimos, como de haber estado en el suelo, un polo blanco igual de sucio y una gorra debajo de la cual se adivinaba un cabello pegado por el sudor y la suciedad. No sé a qué olía: no me detuve lo suficientemente cerca. Me asustó su bamboleo y me fuí al extremo de la calle. Pero desde ahí lo veía levantar las manos al cielo y gritar: "¡Madre, hermanos! ¡Vigiladme que voy borracho! ¡Vigiladme y sostenerme que me puedo caer! ¡Voy borracho, madre! ¡Hermanos, sostenedme! ¡Voy muy borracho!".

Su sirena particular alertaba a los otros traseúntes, que nos retirábamos de la calle a su paso y evitábamos verlo no porque no nos importaba, sino por la pena. Esa pena entendida como tristeza y convertida, quizá, en una sucesión de imágenes a su alrededor que le sostenía. Quizá sí que le vigilaban: y vigilábamos todos, evitando cruzarnos en su camino.

17.7.11

Don de ubicarse

Mi padre - que me tiene una paciencia infinita - lo intenta una y otra vez. "Acuérdate: para saber dónde están tus puntos cardinales tienes que buscar dónde sale y se mete el sol. Tu mano derecha donde sale el sol, tu mano izquierda en donde se mete - entonces el norte está en tu espalda y el sur en tu nariz". O algo así. Probablemente lo estoy citando mal porque nunca, nunca me acuerdo. Y cualquiera que haya tratado de recorrer junto conmigo una ciudad sabe que le doy vueltas a los mapas para intentar ubicarme.

A falta de capacidad espacial, parece que en la repartición de dones fue a dar hasta mi cabeza una brújula de ave migratoria. Sin saber muy bien ni cómo, al final sé hacia dónde dirigirme y cómo llegar. Usualmente.

Barcelona me dió una oportunidad más para aprender a ubicarme. Después de unos meses perdiéndome, alguien un día me citó en una esquina "lado mar, llobregat". Me quedé de piedra. Entonces me explicaron una ley de ubicación barcelonesa clásica: estás rodeado por cuatro referencias naturales - las montañas y el mar de un lado, y los ríos Llobregat y Besòs. Con esto, puedes explicarle a alguien exactamente en qué lado de la calle estarás. Vamos, ha resultado tan útil que incluso hice un post para turistas en la página web de turismo en la que colaboro.

Pero no siempre es infalible: el viernes quedé en Montjuic, en Plaza Espanya, para subir al cine al aire libre. En mensajes de textos el acuerdo fue: Nos vemos en Plaza Espanya, viendo a la montaña del lado izquierdo. Todo claro y sencillo... Aparentemente.

Veamos - cuando uno está en Plaza Espanya frente a tí está Montjuic, digamos en lo que usualmente sería el lado mar. En tapatío perfecto Montjuic es un "cerro" y la montaña, lo que usualmente es mi referencia, es el tibidabo y demás en la parte posterior de la ciudad. Resultado: estás en un lugar en donde tanto enfrente como atrás tienes montaña.

Yo no dudé, lo que llevo a que indudablemente tardáramos un poco más en encontrarnos. Y que luego tuviéramos unas risas por la tontería. Me hizo pensar en que de nada sirve que sepas la teoría: como siempre, es mejor tener el sentido común de la práctica y, si lo que estás buscando no está del lado en el que creías, ve al otro. Quizá esté ahí.

Así de zen es esta historia.

Actualización:
En los comentarios de este mensaje, mi padre me corrije y me dice que en realidad "si tu mano derecha apunta al oriente donde sale el sol siempre tendrás al frente el norte y tu espalda es el sur". Y lo dicho... paciencia infinita.

15.7.11

Murakami, Cerati y yo

El verano está en pleno apogeo en Barcelona. La Universidad se va quedando desierta, los profesores firman actas de fin de curso y los becarios/doctorandos empezamos a hacer planes de cómo lograr - esteveranosí - avanzar un poco más en la tesis. Cómo no distraernos entre un mar de cosas que hacer.

Hay gente a la que le encanta el sol y la playa. Yo, bicho de ciudad, amo la playa pero no al pleno sol del mediodía. Me gusta en las tardes o a primera hora de la mañana. Lo que no me gusta, más bien, es el sol - es a lo que huyo. Así que hace unos días que decidí volver a correr comencé hacerlo alrededor de las ocho de la noche - todavía con un poco de luz, pero no con calor.

Comencemos por el principio: no es posible llamarme corredora. En realidad, no es posible llamarme deportista. Quienes me conocen saben que con excepción de bailar - que me encanta - pocas actividades físicas me parecen entretenidas. Ir al gimnasio es un hábito que he tomado transitoriamente pero acabo abandonando siempre por exceso de trabajo o cualquier cosa.

Y hace unos días, en medio de uno de esas situaciones imposibles que conjugan un mundo de trabajo y un mundo de culpa por el exceso de grasa en el cuerpo, tomé en mis manos el libro "De qué hablo cuando hablo de correr" de Haruki Murakami. Me lo prestó alguien que ha hecho del ejercicio una forma de vida y de búsqueda de equilibrio. Me costó leer - todo me cuesta últimamente. Pero ahora estoy enganchada. Y no sólo eso: cuando iba por la página 30 tuve de pronto el impulso de salir a correr. De ponerme los zapatos de deporte, ropa cómoda y un acompañamiento musical adecuado y salir.

No es importante el tiempo ni la distancia - lo que es importante es que estoy comenzando a disfrutar los recorridos, aunque los primeros minutos sean una tortura en la que siempre estoy a punto de claudicar. Pero luego todo tiene sentido - mi cuerpo comienza a responder, mi respiración se acompasa y puedo ir a un ritmo consistente, no alto, pero bueno. Y comienzo a concentrarme en la música.

Ayer hubo un rato especialmente difícil por la humedad que había en la ciudad. Sudaba e incluso mi aparato de música lo resentía - se paró en algún momento. Cuando me quedaban un par de minutos para terminar, comenzó a sonar "En la ciudad de la furia", en aquel unplugged de Cerati con Andrea Echeverri. Y me quedé ahí, corriendo, hasta que se terminó la canción, pensando en nada más que en la letra, en la música, en la posibilidad de estar ahí.

Quizá correr sea parte de lo que tengo que aprender para terminar la tesis, la novela o lo que sea. Lo dice de alguna manera Murakami: esa necesidad de constancia, de sentir el cuerpo bien para tener las ideas amueblando adecuadamente la cabeza. No lo sé - lo único que sé es que hoy amanecí con ganas de escribir y hace tanto que no pasaba.

Es muy pronto para anunciarlo pero la tesis, el blog y todo lo pendiente pueden beneficiarse de este correr lento, pausado, pero constante. Veremos si me dura el verano.