Barcelona es una de esas ciudades en el mundo en las que puedes salir a  la calle en pijama y prácticamente nadie se entera - o parece enterarse.  Supongo que tiene que ver con que todos vamos a la calle con unas  pintas bastante libres o que parece que el laissez faire se ha  convertido en el lema de la ciudad. Casi nada, o nada, parece sorprender  a las calles.
Y ayer, yo no podía dejar de verlo. Caminaba por  la Ronda de Sant Antoni hacia el mercado desde Plaza Universidad. Se  tambaleaba constantemente, cruzando de un lado a otro la acera. Llevaba  unos jeans sucísimos, como de haber estado en el suelo, un polo blanco  igual de sucio y una gorra debajo de la cual se adivinaba un cabello  pegado por el sudor y la suciedad. No sé a qué olía: no me detuve lo  suficientemente cerca. Me asustó su bamboleo y me fuí al extremo de la  calle. Pero desde ahí lo veía levantar las manos al cielo y gritar:  "¡Madre, hermanos! ¡Vigiladme que voy borracho! ¡Vigiladme y sostenerme  que me puedo caer! ¡Voy borracho, madre! ¡Hermanos, sostenedme! ¡Voy muy  borracho!".
Su sirena particular alertaba a los otros  traseúntes, que nos retirábamos de la calle a su paso y evitábamos verlo  no porque no nos importaba, sino por la pena. Esa pena entendida como  tristeza y convertida, quizá, en una sucesión de imágenes a su alrededor  que le sostenía. Quizá sí que le vigilaban: y vigilábamos todos,  evitando cruzarnos en su camino.
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1 comentario:
Sí, és cert que a Barcelona es pot anar en pijama sense que et diguin res però... és llibertat absoluta o bé és despreocupació, individualisme i insolidaritat? L'exemple que poses és prou revelador...
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