11.12.06

Aviones, trenes, autobuses

Pasamos el puente en Moraira, cerca de Alicante. Es un lugar muy bueno para dedicarse concienzudamente a no hacer nada. Salimos el jueves en la tarde en tren: es mucho más cómodo que el autobús, aunque casi el doble de caro. No pudimos sentarnos juntos porque compramos los boletos en el último minuto, así que me tocó ir con una pareja de abuelos y su insolente nieto de unos quince años.

Durante las tres horas del viaje a Valencia, el "adorable" nano se zampó dos bocatas, un colacao y un refresco. Más dulces. Y amenazaba con requerir otra torta a la ibérica. Además, llevaba puesto O su Ipod O su PSP, con lo cual, gritaba para todo. Volumen altísimo. Terrible. Estos días yo tengo un hambre de perro y estuve a punto de quitarle uno de los bocatas. O por lo menos de pedirle que dejara de arremolinarse: está bien que él fuera más alto que yo, pero los bajitos también tenemos derecho a viajar cómodos.

En mi fresez, decidí comprar boletos de avión para regresar a Barcelona. Todo iba muy bien, salimos con suficiente tiempo... bueno, hubiera sido suficiente si no me hubiera equivocado. Yo estaba convencida de que el avión salía a las siete y no, es que salía a las seis de la tarde. Lloré desconsolada en el aeropuerto ante la mirada atónita de la "amable" señorita de Iberia que no me dejó subirme al avión. Luego se me quitó el sentimiento.

Fuimos a la estación de autobús y encontramos boletos... para las ocho. Como en la Península el tren es tan cómodo, parece que en contraposición los autobuses tienen que ser el infierno. La lógica parece ser: si hay 15 metros... ¿porqué no meter 70 personas en ellos?. Otra vez fue el ataque de los largos: uno que se sentó enfrente de mí y se estiró cuan-largo-era. El otro, atrás, subió sus rodillas contra mi respaldo y NO ME DEJÓ hacerme para atrás. El viaje duró cinco horas. Llegué molida. Supongo que era el karma por no haberme fijado en el horario del boleto de avión. ¡Ah! En el autobús iba un hombre que paseaba de un lado a otro con una guitarra. Cuando bajamos a hacer un descanso a las dos horas de camino, pidió un plato enoooorme de espaguetis y lo engulló con velocidad de boa. Pobre. Tenía hambre. A mí me habían comprado un postre antes de subirme al autobus para que se me tranquilizara la llorera del aeropuerto. Entonces no tenía hambre.

Hoy fuí a Sitges por la mañana a una reunión. De regreso, venía con A. hablando cuando se sienta junto de nosotros un hombre muy desaliñado, con olor a cigarro y a alcohol y una bolsa de plástico negra en la mano. Dos minutos después, sacó de la bolsa una pistola de juguete y comenzó a "cargarla" mientras murmuraba cosas. Disparó una, dos, tres, cuatro veces contra A. Los dos nos miramos y nos recargamos instintivamente contra la ventaja. Ya faltaban dos estaciones para que yo me bajara. El hombre estaba a mi lado y sacó otro juguete, una rana, de su bolsa. Lo desenvolvió. Le quitó el precio. Me pregunté si se lo habrían regalado, lo habría comprado o se lo habría robado a alguien a quien intimidó con su pistola. En cuanto anunciaron por el altavoz mi estación me puse de pie, aunque sabía que faltaba algo de tiempo. Me despedí de A. y lo miré con un poco de culpa de dejarlo solo. Valor, era lo que decían mis ojos. Más tarde, me lo encontré en el messenger y no pude evitar preguntarle qué más había sucedido. "Estaba re loco. Me disparó cuatro veces más, pero creo que hoy soy inmortal". Qué miedo, digo yo. La verdad.