28.4.20

Bálsamos

Paso más tiempo del que me gustaría en redes sociales. Por salud mental, obvio el mensaje de mi teléfono que me reporta cuántas horas más he pasado mirando la pantalla cada semana. Muchas horas más. No sólo yo, sino todos en esta casa. Tenemos muchas pantallas - las miramos constantemente. Y encontramos no sólo textos, sino también vida.

Quien fuera mi novio en la preparatoria se grabó a si mismo tocando un vals en el piano eléctrico de su casa. Estaba compartiendo un momento de intimidad, una rebanada pequeña de su cotidiano, que se ha vuelto más luminoso con la música. Mientras lo miraba tocar y escuchaba a veces (muy pocas veces) sus titubeos, de pronto fui a otro lugar en el tiempo. Y me recordé a mi misma acostada en el suelo de salones con piano, mientras él practicaba. Las pulsaciones sobre el piano, las vibraciones de las cuerdas dentro de la madera, luego hacían de bálsamo también para mis ojos cerrados. Hacíamos eso cuando éramos amigos, luego de novios, y recuerdo el dolor de la pérdida de ese sonido cuando terminamos en un drama digno de bueno, la preparatoria. Y ayer, de pronto, recuperé de golpe de todo: la memoria de la vida, de la sensación de paz, de la posibilidad de todo lo nuevo. Todo en la música.

Ayer, en el Día del Cumpleaños del Rey más soleado que recuerdo en Holanda, no se podía salir a la calle a festejar vestidos de naranja. Y con todo, mis vecinitos montaron un concierto desde sus patios y ventanas. Escuchamos piezas de piano, flauta transversa y guitarra, guiados por la mamá que conocía su repertorio - que se repitió varias veces. Y ver la certidumbre de la mejora en sus notas también era confiar en la posibilidad de que todo puede mejorar, con paciencia, con práctica. No rápido, pero mejorará. Todo en la música.

Hace unos días, buscando una actividad de interiores con X, de alto movimiento, pensé en la música de los ochenta. En Michael Jackson. En todo lo que sabemos ahora, en todo lo que significaba entonces. En las discusiones con mi abuelo tan tintadas de racismo alrededor de mis gustos musicales. En Captain EO. En la certeza de que una vez visto Thriller, nada nunca sería igual en la historia de la música (esto decía la historiadora de los medios en mi cabeza). No puse Thriller - estamos pasando por unos días con sensibilidad alta a los monstruos. Pero sí Beat it... con el resultado de que, hasta el día de hoy, de pronto deja sus otras actividades y comienza a bailar, tarareando. Impactado por la imagen (intenta el moonwalking y todo), pero sobre todo por el ritmo. Por la posibilidad de su cuerpo de repetir el ritmo. Todo en la música.

La semana pasada desperté un día con una necesidad imperiosa de escuchar música de mariachi. Son las cosas que suceden de pronto, que te sorprenden y te recuerdas que estás lejos. Si estuviera en México, seguro la escucharía con más frecuencia - aunque sea cortesía de los vecinos de mis padres que no escatiman en contratar mariachis para fiestas y reuniones. Pero aquí no. Y de pronto, en una tarde cualquiera, con las puertas y las ventanas cerradas para evitar el frío, sonaron las notas de mariachi en casa. X y yo comenzamos a bailar. Y a reír. Y a vivir otra vez, a pesar de todo. Como un bálsamo... todo en la música.

16.4.20

Evidencias

Compartimos un jardín interior con varias familias. Desde hace cinco semanas que estamos encerrados, los niños de las familias - todos menores de 12 años - juegan juntos. Para fines prácticos, vivimos en una especie de comuna. Intento hablar y postear poco de ello porque, un día que lo hice con una amiga de Barcelona, levanté ampollas. “¿Y estás segura que pueden hacer eso?”. Yo me lo había preguntado. Vivo en una esquizofrenia de saber las normativas y los límites de los tres países en donde mi corazón tiene residencia - más los que escucho de mis amigos en el resto del mundo.
Sí. La normativa holandesa dice que podemos hacer eso. Que los niños pueden jugar, correr, salir. Tener una vida un poquito normal. Los padres no - los padres tenemos que mantener nuestro metro y medio de distancia. Aunque a veces se nos olvida: como hoy que sin pensar la otra vecina latina y yo nos dimos casi un abrazo.

Pensar en los niños españoles me angustia. En los niños y en sus papás. En la locura de cinco, seis semanas en el encierro. En la realidad de que muy pocos tienen una terraza o aunque sea un balconcito para que les dé el sol, para asomarse al mundo. Me parece una locura que los perros puedan salir pero no los pequeños.

Peor me parece pensar que muchos están encerrados en sus casas, y sus padres además de mantenerlos cuerdos tienen que ponerlos detrás de una pantalla a que hagan tarea y luego mandar evidencia de que han trabajado a les profes... porque no se vayan a atrasar. No vayan a perder el año...

¿Cómo explicarles que tienen que seguir como si nada? ¿Cómo, si aun en los países en los que podemos sacarlos a que les dé el aire y el sol están ansiosos?

Sí, pueden ser asintomáticos y convertirse en un riesgo para los iaios que tantas veces los cuidan. Pero es que no se trata de que se vayan a ver a los abuelos (tristemente). Se trata de que puedan salir a respirar en medio de tanta locura, a ser niños. La única evidencia que deberían de presentar en estos días es la de su sonrisa.

Escucho a mi niño dormir en la planta de arriba. En la mañana, mientras yo contestaba un correo, él se fue a jugar con los vecinos y regresó, emocionadísimo, a mostrarme que alguien le había prestado un disfraz de Spiderman. Sabe que algo está “mal”. Extraña a sus maestras, a sus amigos. Pregunta todo el día si podrá ir a la escuela el día siguiente. Sus maestras nos mandan videos y canciones y mensajes para saber que estamos bien. Es todo muy dulce y muy triste y muy patético. Y me enoja pensar qué hay niños que están encerrados que encima tienen que mandar evidencia de que están trabajando.

Aplausos de pie a todes, madres y padres y profesores, que intentan mantenerse y mantenerlos cuerdos. Mi admiración a mis amigues y a los que no lo son que están intentando que sus hijes simplemente salgan de la cuarentena cuerdos. Qué más da si necesitan hacer un poco más de mates el año próximo. Alguien, sin embargo, debería darse cuenta que el costo de tenerlos encerrados puede ser mucho mayor a largo plazo de lo que se espera. Como un volcán por estallar. Y eso dejará muchas, muchas evidencias.

Terapias

Como en cuento de Cortázar, hay cosas que me duelen. De noche duermo poco y de día como mucho. Compro flores. No rosas - como las que recomienda el cronopio-médico de la calle Santiago del Estero. Compro, desde comenzada la encerrona, tulipanes, para que no terminen en la basura.
Mi madre se acuerda que cuando celebramos mis quince años (sí, hay fotos. No, no las tengo aquí. Sí, me veía como de 25 en lugar de 15) yo tuve un momento de clarividencia (o malcriadez) en el que decidí que quería tulipanes. Y encuentre usted tulipanes para la princesa en enero, en México. Fue difícil pero con estos padres consentidores que me tocaron, se lograron los tulipanes. Pasaron a ser mi flor favorita, pero eran un lujo sólo para los cumpleaños. Supongo que me gusta esta delicada fuerza, ese tesón de subir la cabeza aunque las ramas estén un poco dobladas. Su textura de seda. Su color.
Siguieron gustándome al pasar de los años. G me llevó al Keukenhof (una especie de parque temático de los tulipanes que abre un mes al año en temporada alta) bajo protesta, como parte de una estrategia firme y calladita de seducción que, visto está, tuvo buenos resultados. Ahí descubrí que el polen que sueltan es mortal para mis alergias primaverales, pero aún con nariz tapada y ojos pequeños, me seguían pareciendo increíbles.
No sólo son el símbolo del país, son un producto bastante exitoso de venta local pero sobre todo de exportación... cuando pueden exportarse. Cientos de productores de flores se han quedado este año con campos a punto de florecer, con millones de flores que no pueden ir a ningún lado. Y en algunos lugares se han comenzado campañas para que las flores no se tiren a la basura. Los médicos y enfermeras del país, las casas de ancianos, reciben cargas inmensas de donaciones de flores cada día. Pero no hay número de floreros que aguante: este país produce flores para llenar las casas de muchos otros países.
Entonces, además de regalar las flores, algunos productores han intentado vender lo más posible a los holandeses encerrados, a precio de costo o incluso por debajo. Y por segunda vez, ayer llegaron a mi casa 200 tulipanes frescos que he tenido que repartir con los vecinos - siguiendo las normativas de salubridad, por supuesto.
Escribo con una docena de tulipanes morados frente a mi. Y allá, en la cocina, hay rojos, blancos, amarillos. Se me llena un poco la casa y el corazón y me hacen ver y sentir (con estornudos y todo) que la primavera, y la vida, siguen su curso.
Y de forma retorcida, replico las terapias de los cronopios porteños. Compro los ramos de flores y de día duermo y de noche como. Algo tenían que tener de brujería.

11.4.20

Antes del turno nocturno

Escribo en el turno de la noche. Me costó mucho levantarme de la cama, pero me empujó al final la necesidad de ir al lavabo y a cepillarme los dientes. Además, el señor marido me dejó las luces prendidas porque dije que tenía que trabajar. Y lo haré, probablemente entre las 12 y las 3 de la mañana aproximadamente. Me está pasando con frecuencia estos días de locura, de extraña calma. Nos quedamos dormidos con el niño, porque el agotamiento nos puede a todos.  Nos metemos los tres en la cama para leer el último cuento de la noche pasadas las ocho y media-  escandalosamente tarde para un niño holandés en primavera, un poco más normal para un dutxican encuarentenado. Desde el cambio de horario ha sido un poco más difícil, porque le parece extrañísimo que queramos dormir cuando aún hay sol. Pero conoce la rutina: baño, dientes, pijama, cuento. Y después dormir.

He de decir, sin embargo, que la lectura rara vez resulta relajante - por lo menos para el oyente principal. G lee en holandés las historias de Pluk van de Pettleflet, cuentos clásicos locales del siglo 20 de la escritora Annie M. G. Schmidt - las historias de un chico huérfano que vive en un subsótano con una cucaracha que se llama Zaza. Y les pasan muchas cosas divertidas, increíbles. Lo entiendo a medias. Escucho con ojos cerrados y tomo la lectura como mi clase de holandés. Es una mentira que haya tiempo de estudiar.

A los pocos meses que nació X, cuando comenzamos a leerle por la noche, G se quejaba de que lo de leerle a los niños para que se duerman es un mito: que él lo había intentado durante años con su hija mayor y que lo único que lograba era cansarse mientras ella despertaba del todo. Y ahora lo entiendo: no lee cuentos para dormir, lee cuentos para emocionar. No sé si lo sabe, pero tiene una voz grave que llena la habitación de colores. Los animales suben y bajan, los personajes corren a trompicones entre las hojas del libro y se quedan dando vueltas y jugando aventuras imposibles sobre la cama.

Después de terminado el cuento, nos quedamos casi siempre en cama en el proceso de dormir. Intentamos respirar muy profundo y sonoro, ya con las luces apagadas, para hacer un poco de ruido blanco. Quizá lo rompemos todo también con esa respiración de océano, que llena la habitación de olas y pelícanos y viajes imposibles al otro lado del río. Poco a poco caemos, primero X, luego nosotros, o quizás al revés.

Empieza el turno de la noche. Arrastro mis manos sobre las teclas gastadas de mi teclado para contar que a veces el amor es otra cosa y se narra así: con cuentos, besos y respiraciones antes de dormirse, a pesar de los días largo y los turnos nocturnos.

6.4.20

De Monstruos y Privilegios

La nuestra es una cuarentena de privilegio. Serán más de cuarenta días, pero no parece que en ninguno de ellos tendremos hambre, o frío, o sufriremos de pobreza. Somos de esos, de los privilegiados. Y a veces, cuando uno se mira así mismo, sólo puede imaginar lo que pasa en otros sitios.
Estamos todo el tiempo los tres juntos, en el bigbrother que se supone que las familias tenían que ser - con algunos invitados que nos permite el laxo encierro holandés. Pero la verdad de las cosas es que en la vida “normal”, pasamos muchas horas separados, cada uno con su vida “privada”, con sus cosas “propias”. No sólo G y yo en nuestras oficinas, con nuestros colegas y proyectos que no se parecen nada entre sí, sino también X con sus amigos, sus maestras, su escuela. Y sé que, además de la felicidad de estar juntos, extrañamos a veces la libertad de no estarlo. Los otros momentos en los que somos y vivimos como otros.
El que lo expresa más fácil es X. No tiene ningún empacho en llorar en la mañana cuando le digo que hoy tampoco vamos a ir a la escuela. O en encerrarse en el baño - éxito uno de la cuarentena: eliminación del pañal - y gritarme con todos sus pulmones: “¡No he acabado, mamá! ¡Cierra la puerta! ¡Espera tantito! ¡To-da-ví-a-no!”. Traduzco al español su miguelito, que es nuestro caso es una mezcla bastante balanceada de holandés y tapatío. Pero tiene las palabras que necesita para decir que está cansado, que está enfadado de vernos las caras, que se quiere ir ver a sus maestras, que por-fa-vor lo deje estar en paz, aunque sea mientras está sentado en el trono.
Lo entiendo. Yo también lo hago. Confieso que a veces cuando digo necesito trabajar, en realidad necesito trabajar pero me subo, encuentro un escritorio, y no trabajo. Pienso. Leo. Escribo esto en lugar de corregir, porque para corregir necesitaría un poco más de atención que la que me queda.
Y comenzamos a estar más difíciles. Vivo rodeada de holandeses, tan aparentemente civilizados, y aún ellos tienen la cara crispada muchas veces. No gritan, casi no. No en esta casa. Pero los puedo imaginar gritando.
Yo sí que grito. Descubrí que puedo matar de risa a X jugando con él a ser un monstruo: el se ríe, y grita de susto/placer mientras yo lo correteo por la casa, y yo hago sonidos guturales que me ayudan a estirar esos músculos que están medio cerrados, a dejar salir un poco de la presión que se acumula. El se ríe. Yo me alivio.
Pero hoy me volví un poco loca temporal. En la sobremesa, mientras recogíamos los platos, se abrió la discusión de si era necesario/conveniente/atractivo salir a comprar helado o no - porque alguien en la mesa quería helado. Yo, que me había comido un helado ayer, dije que para mi no, que muchas gracias, que yo quería acostar al niño, pero que la heladería estaba abierta y es buena idea consumirles con todo y la sana distancia. A eso le siguió un intercambio tenso de quién va a la heladería, por qué, cuándo, qué va a traer, vamos ahora, más tarde, cuando se duerma el niño, si o no. “Bueno, vamos todos”. “No”, repetí, “yo no voy. El niño tiene que dormir y no podemos salir todos a comprar un helado”. Y entonces otra vez discusiones y un bufido y yo no aguanté el bufido y grité. “¡Ya está! ¡Váyanse por el estúpido helado y dejen de discutir tonterías!”.

Creo que sólo grito tan fuerte cuando soy el monstruo con X, pero X ni se enteró porque estaba viendo un poco de televisión. Me di cuenta que durante la “discusión-debate” contuve la respiración. Y cuando grité, grité con toda la angustia de mis pulmones con poco oxígeno, con todas las ganas que tengo de salir, y sentarme en mi oficina, y hablar con alguien más, y ser lo que me imagino es ser yo.

Los adultos de la mesa me miraron con ojos de plato. “Pero, ¿qué pasó?”. Yo no respondí porque estaba respirando otra vez, con dificultad, evitando soltarme a llorar. Sentí un hueco en mi pecho y pedí perdón casi de forma inaudible. G me dió un beso ligerísimo y me abrazó, casi con miedo. No me moví. Sólo seguí respirando.
No me puedo imaginar lo que es vivir en una casa donde los espacios son pequeñísimos, donde la violencia es cotidiana. Mi privilegio no está sólo en tener comida, sino en tener espacio, en tener gente dispuesta a abrazarte después de que te vuelvas un poco monstruo: sea un niño de dos años o un hombre de dos metros. Y lo agradezco.