11.6.13

Cambio a...

Los días pasan rápido: los de vacaciones y los de regreso de las vacaciones. Mientras estás allá, refugiado en otras cosas, en otro clima, piensas que es injusto que el reloj vaya deliberadamente más rápido. Sabes, sin embargo, que al volver hará otro tanto: que se habrán acumulado tantas cosas sobre tu escritorio y entre las páginas de la agenda que lo verás, casi físicamente, correr como un tumulto de agua.

Al volar de un continente a otro esperas - necesitas - que algo cambie. Por eso me sorprendió la falta de cambios de la semana pasada. Tomé el primer avión casi corriendo, en medio de un sol esperanzador. Primer vuelo, un libro, unas lagrimitas, una conversación con el compañero de asiento incómodo ("pero... ¿cómo es posible que no estés casada? ¿entonces qué haces allá?"), un café sin azúcar y una galleta de canela. Aterrizaje, inmigración, cuatro horas de espera vagando de una terminal a otra, para cansarte, para subirte al avión de largo recorrido y dormir. Subir al avión desde ese extraño centro comercial que llaman aeropuerto y, ya en el avión, encontrarte que hay una tormenta y que hay que quedarse tres horas en el medio de la pista - sin avanzar, sin retroceder, sin nada.

Cuando finalmente comenzamos a volar, yo sólo quería dormir. No pude. Por una vez, no me pude acomodar. Las películas parecían aburridas, todo parecía lento. Más lágrimas no. Sólo una sensación de incomodidad.

Y así llegamos. Y bajé del avión. Y había en esta ciudad un sol esperanzador. Inmigración, maletas, taxi. Barcelona parecía bañada por el mismo sol (estaba, lo sé) que había dejado del otro lado de la tierra. Parecía lo mismo, casi igual. Pero no.

Cambio de escenario.

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