Las viejas y mismas palabras de siempre
"Es que lo embellece ser feliz". "No hay novia fea". "El embarazo es el estado ideal de la mujer". Las viejas, las mismas palabras de siempre. Estamos tan acostumbrados a escucharlas que ni siquiera nos damos cuenta. Hace un rato me miré al espejo y me dí cuenta de una cosa: se me había olvidado lo feliz que soy. Sí, es cierto, estas afirmaciones son peligrosas. "Lo que proclamas es lo que adoleces". Pero no esta vez.
Vivo en una ciudad que la mayor parte de las veces me es ajena. Hoy, por ejemplo, pase poco menos de cinco horas en un automóvil desplazándome hacia y desde una junta desde mi oficina. El chofer del taxi, harto del tráfico, cambio de vía doscientastreintaycuatro veces. Por lo tanto, visité muchos lugares de la ciudad.
El hecho de que me siento un poco mal y mi voz está más obscura que lo normal me arrulló un poco. Después, evité la ansiedad. Evite todos los clichés del congestionamiento. Me concentré en ver el odio, la ansiedad, la desesperación reflejada en los ojos de los otros automovilistas. Egoístamente, me convertí en espectador, en turista, en alguien ajeno. Miré con curiosidad a la mujer que prendía un cigarro con el que se apagaba, el joven que subrayaba unas copias sostenidas contra el volante, al hombre que se picaba la nariz hasta el fondo escudado en el vidrio de su automóvil de lujo. Los miré y les imaginé otras vidas, otros lugares más humanos para que vivieran sin tener esa cara de dolor de estómago. Les pinté un futuro mejor. Y me sentí bien. Llegué a la oficina cansada, cierto, de tanto tiempo de estar sentada en el sol. Pero llegué con un consuelo: aquí no pertenezco, no soy. Todavía sigo siendo turista de esta ciudad porque lo creo. Porque me siento turista.
Y eso, el ser turista, es en parte lo que me embellece. No puedo evitar - con el oído de tísico que tengo - de pronto copiar alguno de los acentos de la ciudad, cosa que odio. No puedo evitar algunos días amanecer con ojos de hastío y evitar la crónica porque me lastima su cotidianeidad. Pero tampoco puedo evitar el desconocimiento, el ánimo de turista. Tampoco puedo evitar sentarme de pronto en una esquina y suspirar entre dientes aquello tan cortazariano de "la hermosa ciudad, la hermosísima ciudad".
Soy turista de todos los destinos en los que caen mis ojos. Y eso es un regalo único. Algo de las muchas cosas que me hacen feliz.
Me hace feliz, también y por el contrario, pertenecer a un pequeño reino personal. Contar con refugios, amigos, con un cómplice. Con un pequeño reino - que podría mudarse a cualquier esquina del mundo - en donde puede predominar el caos si así lo deseo. Me hace feliz poder elegir quedarme, y quejarme, e imaginar nuevos mundos. Me hace feliz que compartan conmigo la buena ventura. Me hace inmensamente feliz saber que hay alguien para quien también soy motivo de felicidad. Y más feliz aún saber que, a pesar de las aglomeraciones, las marchas, los contratiempos, estará ahí esta noche para abrazarme.
(Sí, soy cursi. Y qué.)
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