8.4.16

Sobre lo flexible del tiempo

Todo era una locura hace un año, exactamente. Afuera del hospital, todo parecía un poco irreal - pero estaban ahí las cosas, había que resolverlas. Llamar a la gente, contestar las preguntas, ir a casa a buscar ropa (¿y zapatos? ¿Necesitamos zapatos?), lidiar con los asuntos de un entierro. Porque la muerte es una cosa tremendamente normal, en el fondo. Vamos, es anormal pero no puedes detenerte - la vida sigue. Es normal para quien la ve todos los días y te guía por ella como por una carrera en la ciudad en la que has vivido por años, pero que recorres con los ojos cerrados por razones lejanas a ti. El mundo sigue: se multiplican los mensajes, las llamadas, los abrazos, las preocupaciones, y además hay que recoger las cosas que quedan en el hospital, buscar una manera de hacer que todo eso tenga sentido. Incluso lo que no lo tenía.
Hace un año, y es como si hiciera unas horas, un día, un sueño, un suspiro. Desde hace unas semanas en esta casa nueva, en este país nuevo, tengo enfrente de mi escritorio una fotografía en la que aparezco con él y estamos contentos. Era una Navidad. La primera que pasé en su casa. Y estamos tan felices, tan ahí, tan mirando la cámara de Alex que nos retrataba como nadie antes. Tan eternos y tan impermanentes.
Imagino que, como yo, todos los que nos quedamos cuando alguien se muere nos sorprendemos al ver los calendarios. Me acuerdo del desasociego cuando había pasado una semana, un mes, y ahora un año. Sin oírlo. Cómo me falta oírlo. Cómo rasco en lo que todavía se queda en mi memoria de su risa.
Supongo que si me viera llorando por los rincones haría lo que siempre hacía cuando lloraba yo por los rincones: bajaría su cabeza para que no lo viera  preocupado. Me extendería la mano y tocaría mis dedos, para calmarme. Me contaría una historia tonta o me pediría té o un diario o algo para distraerme. Me gusta pensar eso: que si pudiera venir a abrazarme lo haría.
Hoy más que nunca me parece que el tiempo es flexible. Que el que haya pasado un año no significa nada. Quizá como me dijo otro de mis guías el día de la lectura de mi tesis, la gente no se muere mientras los recordemos. Y mientras miro esa fotografía, en la que somos tan felices, sé que si bien extraño su risa, su abrazo, sus locuras y sus desplantes, en el fondo no se ha ido. Me quedan los correos que nos mandamos durante años, los recuerdos que cuelgan de las paredes y las ciudades, y la sospecha - todos los domingos que me levanto tarde - de que en cualquier momento podría sonar el teléfono para despertarme con una carcajada... en ese tiempo flexible en el que él todavía está.

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