Se nos nota. Somos esos. Y la gente, a lo lejos, nos mira con una mezcla de dulzura, fastidio y envidia. Envidia porque somos esos, los que descubrimos lo que ellos ya no pueden ver. Los que en lugar de refugiarnos debajo del paraguas, del gorro, de la puerta más cercana, nos quedamos ahí, en la esquina, en la mitad de la calle. Y vemos con asombro cómo el cielo se convierte en agua se convierte en hielo se convierte en una cosa esponjosa, que no hemos visto nunca - o que si habíamos visto, hemos olvidado a voluntad para redescubrirla. Y es como una pluma, pero más bien es como un susurro o un haz de luz o ese momento donde más bien retienes la respiración porque hay algo en la vida que se te está escapando y quisieras que por un par de segundos más se te quede entre pecho y espalda.
Sabemos, imaginamos, que no durará. En otras latitudes, en otros momentos, el temor podría ser a que esto continúe durante horas. Para nosotros el temor es que los copos que se caen al suelo y se desparecen terminen, de pronto, se acaben.
Los que nos acabamos de mudar a los países del norte llevamos en la cara, todavía, la sorpresa. Sacamos el móvil y tomamos fotografías inútiles. Queremos quedarnos afuera, mirar como por un segundo parece que la ciudad se volverá blanca. Tenemos el asombro escrito en toda la cara: nosotros y los niños, los perros, los que se emocionan fácilmente con las cosas sencillas...
(Al entrar a casa, como era de esperarse, dejó de nevar. Y yo, sin embargo, siento todavía la caricia tan efímera de los copos en mis pestañas y espero que siempre, siempre, me siga sorprendiendo).
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