6.12.11

Intensivo de familia

Hace casi diez años que dejé Guadalajara y cada vez que vuelvo, recibo un curso intensivo de familia. Tengo la fortuna - no me quejo - de venir de una familia grande y relativamente unida. Resultado: tenemos complejo de muégano (un dulce muy pegajoso), pareciera que hay que estar juntos todo el tiempo. Yo, al parecer, tengo un buen timing para llegar para todas las grandes ocasiones y esta vez no fue la excepción.

El sábado, post viaje, nos levantamos temprano para recorrer los cien kilómetros que separan Guadalajara de Tepatitlán. Ahí una de las hermanas de mi padre, monja, es directora de un colegio. Es, por supuesto, de las mismas monjas con las que me eduqué yo. El asunto es que mi tía, de 65 años, cumplía 50 de haber hecho sus votos e ingresado definitivamente al convento. Una especie de celebración de bodas de oro. Vamos a Tepa cubiertos como esquimales (había una supuesta ola de frío) y nos encontramos con un sol esplendoroso y mi tía y otra monja esperando al sacerdote en la parroquia principal de pueblo. Tres compromisos, les recordó: castidad, pobreza, obediencia. Yo me subí y bajé por toda la parroquia tomando fotos. Después, a la hora de la comida, me tocó (pago por que me alquilen) darles el brindis. Después de todo, monjas como ellas fueron las que se cuidaron de que yo aprendiera a leer.

De regreso a Guadalajara, más sábado social: un baby shower de unos amigos felices por recibir a su primer hijo (mis padrinos, padres de él, con una sonrisa permanente por irse a convertir en abuelos) y luego una boda de la hija de una amiga de mi mamá. Encontrarse con que una amiga de uno ¡de la primaria! está comprometida para casarse con un primo segundo de uno al que uno nunca ve le recuerda que esta ciudad funciona en círculos concéntricos y, aunque tenga 7 millones de habitantes, a veces es como un rancho.

Al día siguiente, fiesta de la familia de mi madre porque mi abuela había cumplido 87 años y tocaba fiesta grande con música en vivo y tacos y todo. Otra vez, yo con la cámara. Otra vez, yo con mis primos. Otra vez, siendo la novedad y disfrutando de todo (quizá porque sólo estoy a ratitos, pero disfrutar).

El lunes tomé un avión y ahora estoy en medio de la selva de Quintana Roo, en casa de mi tía y mi prima que no están. Comparto entonces con los dos perros y los múltiples bichos provenientes de la selva ("sí hay serpientes, pero no te preocupes... corren rápido", me dijo ayer mi tío para tranquilizarme). A unos tres kilómetros, tengo una de las playas más bonitas del Caribe mexicano. Aprovechando que mi reloj interno no sabe que son vacaciones y se despierta a las seis de la mañana, estoy por tomar mis libros e irme a tomar el sol. Siguiendo, sin embargo, las indicaciones de mi tío: "no está muy lejos, pero mejor tómate un taxi o el camión. Tienes que cruzar por un manglar. Aquí no es que haya ladrones, pero me preocupa que te salga por ahí un cocodrilo hambriento".

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