7.12.11

Piel de gamba


Tenía que suceder. Mi tío me advirtió que tuviera cuidado, además de con los cocodrilos del manglar, con el sol. "Réntate una sombrilla para que puedas estar tranquila, leyendo, sin quemarte". Cuando llegué, hacia sol pero estaba envuelto en las nubes del caribe y el viento de diciembre. Caminé durante una hora, cambiándome de lado de cuando en cuando la bolsa en donde llevaba un libro de Paul Auster, el móvil, un bañador seco, la toalla, algo de dinero. No hacía calor. Sabía, intuía el sol de caribe reflejado en la arena de caribe, pero decidí obviarlo.

Después de mi caminata, encontré un lugar donde se veía bien el mar y extendí una toalla inmensa que me dio mi mamá con, por supuesto, un elefante estampado. Me tiré y hundí la nariz en el libro de Auster. Antes, sin embargo, saqué el bloqueador, me puse en la cara, en los hombros, en los muslos  y en lo que alcancé de espalda. Y al libro. Si por algo me gusta leer es porque me quedo sumergida en otro sitio en donde originalmente no estoy - en esa ficción, ahí. Cuando me dí cuenta, había dado ya catorce vueltas, me había movido un poco de sitio, había dicho que no quería ir a snorkelear ni un masaje como 800 veces y ya era la una de la tarde. Había terminado el libro. No tenía forma de verlo, pero estaba segura que a pesar de que el sol no me había molestado, algo tendría de consecuencia mi falta de cuidado. Me dí un baño rápido en el mar - temperatura perfecta, ni frío ni calor - y salí a tomar el autobús para cruzar del otro lado de la carretera - evitando el manglar y los cocodrilos.

Detrás de mí, se subieron unos 20 alumnos de la secundaria técnica local, que estaban saliendo de clases. Los miré a todos, tan morenos de sol, sin excepción. Me acordé de que mis hermanos se había vuelto mucho más morenos que yo cuando vivían en la playa. Durante los 15 minutos de trayecto hacia la colonia todo fueron hormonas, empujones, carcajadas y miradas cómplices del chofer que intentaba ir con más cuidado para que ninguno de los danzantes se le estrellara en el parabrisas. Alguien intentó sentarse junto a mí, un chico y comenzaron a cuchichear. Se movió. Justo cuando me bajé del autobús, los escuché comenzar a burlarse más fuerte.

Cuando llegué a casa, busqué una toalla limpia y justo antes de meterme a la ducha pasé por un espejo: descubrí que en mi espalda están perfectamente marcados mis dedos con bloqueador. El resto es rojo. Color gamba. Como los guiris que bajan por la Rambla. Lo mismo le pasa a la parte interior de mis piernas, a mi panza y al área de mis codos. Mi nariz y mis hombros, perfectamente protegidos y blancos (no como usualmente, pero blancos). El resto de mí, rojo turista, piel de gamba, que grita que no, en serio, yo no soy de aquí.

Ya me había pasado hoy que todo me lo ofrecían más caro cuando llegaba, hasta que esgrimía mi nacionalidad como razón de descuento. Me temo que con estas pintas tendré que pagar más mañana por rentar esa sombrilla o convencer de alguna manera de que yo no soy gringa, sólo distraida.

1 comentario:

María Curts dijo...

Me dio mucha risa tu post, pero no en mala onda si no por que a pesar de que yo soy mexicana tengo la piel así de sensible, nunca me bronceo me pongo roja (aquí decimos como camarón) y me identifique muchísimo con la situación, ni modo para la próxima ponte bloqueador 2 hora antes de salir y cada vez q salgas del mar... :) saludos desde Cancun!