7.9.08

Pequeños actos de fé

Aquello de aprender a mantener mi equilibrio en una bicicleta hace meses fue una revelación: sobre todo la sensación del viento en la cara y en mis manos. Y digo aprender a mantener el equilibrio porque después de pasar una semana en Holanda me doy cuenta que no tengo ni idea. Paso de ciudad en ciudad y me asombro y me aterro de la manera en cómo pasan de un sitio a otro, cargan la compra, a los niños... vamos, hasta a las visitas.

El viernes tomé un tren hacia Rotterdam. Tenía el cumpleaños de alguien querido allá. Al llegar, lo encontré afuera de la estación, muy sonriente, con alguien más. Ambos con sendas bicicletas. Ya me lo había anunciado pero le dije que yo pensaba caminar de la estación a nuestro destino, tomar un tranvía o en el peor de los casos un taxi. Llevaba una falda amplia y tacones. Pero, como me tardé y tomé el tren demasiado tarde, no había muchas opciones: o me subía en la parte de atrás de su bicicleta y cruzábamos no sé cuántas calles de la ciudad, o perdíamos la reservación.

Ya durante la semana mi jefa - que es tozuda como ella sola - me había hecho subirme en la parte de atrás de su bicicleta para ir de la oficina a su casa. Casi morimos de un ataque de risa. Además, yo temía que mi peso la sacara de balance. Pero no fue así. Ahora, en Rotterdam, dado que él es como 30 centímetros más alto que yo, realmente no me preocupaba ser pesada: me preocupaba caerme y romperme todo.

Pero respiré profundo. Y me senté en la bicicleta, me agarré del sillín y no cerré los ojos. Me fui dando mi primer paseo por la ciudad. Él pedaleaba y me explicaba dónde había estado la línea de fuego, la zona de los más nuevos rascacielos, los museos, los restaurantes asiáticos...

Al final de la noche, después de un par de copas de vino, me fue más fácil subirme. Y de pronto, a mitad del camino, me dí cuenta de que se trataba de un enorme acto de fé. Que no tenía miedo y que estaba disfrutando el paseo. Que confiaba no solamente como uno confia en alguien que conduce un automóvil - finalmente el automóvil es una coraza de metal. Esta vez confiaba en alguien que me llevaba literalmente cargando y quien se cuidó un par de veces de que mis rodillas no dieran contra algún muro de contención.

Mi única conclusión fue que es muy bueno poder confiar así. Y me acordé también que en alguno de mis cuadernos de notas había escrito resultado de una conversación o una película (esta memoria mía de corta duración): "son los pequeños actos de fé los que nos dan esperanza".

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