3.9.08

Ventanas

En casa de mi abuela, la última que fue mi casa en Guadalajara, yo vivía en una habitación con un gran ventanal hacia la calle. En términos de usos y costumbres, era el sitio ideal para que alguien llegara a dar una serenata, o hacer una canción de amor desesperada. L dice que mis relaciones anteriores no son válidas porque nunca, nadie, me ha dado una serenata. Yo le digo que no es cierto: a mis 15 años tenía un galán programador de radio que me llamaba y me iba diciendo cuáles eran las siguientes canciones en la estación. Eso me bastaba por serenata.

Lo contraproducente (o no) de ese ventanal es que se oye o se ve todo lo que pasa en la calle. Estuve el sábado pasado observando durante mucho tiempo, esperando que llegara alguien. Lo curioso es que no sé quién en específico. Y llegaron. Y los que llegaron fueron muy bienvenidos. Y son los que están y deberían de estar.

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Estuve en mi ciudad una semana, trabajando. Tanto, que realmente no me pude sentir de vuelta ahí. Me despertaba y veía por la ventana de mi cuarto de hotel una calle que me era conocida, pero no familiar. Fui a la nueva ciudad, a la que creció sin mí. Y era como cuando ves a tu primo favorito y lo encuentras 15 centímetros más alto que tú.

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Estuve en casa de la madre de una de mis mejores amigas. Diseñada por su padre, es un cubo blanco perfecto, con grandes ventanales que fueron cubierto con falsos esmerilados para que nadie pueda asomarse. Sólo el sol. Lo más bonito eran los patios de la primera planta, con vidrios sin esmerilar; o esa enorme ventana que está en la cocina y da al parque, donde había niños, y perros, y lluvia.

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A través de la ventanilla de un avión, vi Guadalajara, Las Vegas y Nueva York. Intenté no llorar mientras miraba el llano donde se quedaba un pedacito de mi corazón. Me sorprendió cómo Vegas sale de la nada, en medio del desierto y cerca de una gran presa. Me emocionó descubrir Central Park desde arriba. Pero no me sentí tranquila hasta que comencé a ver la orilla de las dunosas playas holandesas. Ahí el próximo destino.

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Vivo temporalmente en una pensión en la Van Somethingstraat. Mi habitación, en el último piso de una casa típica, "en una calle muy aburrida" según un crítico observador local, tiene una ventana pequeñita con cortinas azules, desde donde puedo ver quien pasa y quien no. A una media cuadra, hay una mujer que da clases de piano. Lo sé porque tiene un letrero afuera de casa y porque tiene el piano en la primera ventana, desde donde puede verse. La ví tocando y, horas después, escribiendo algo en una pesada Remington. Con sus dedos huesudos, largos y blancos, cayendo ligeramente sobre las pesadas teclas. Hubiera querido tomarle una foto, pero me dio verguenza. Si algo he aprendido en este país es que el vidrio debería ser suficiente protección para que no te miren - estás dentro de casa.

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Él es muy crítico con su departamento. Dice que es increíble que hace seis años que lo está arreglando y sea imposible terminarlo. A mí me encantó: lleno de plantas, y de ventanas, con dos gatos, con muchísimos libros. Mínimo, pero suficiente. Hay fotografías que él tomó y dibujos que la niña ha estado haciendo durante años. Quiere tirar uno de los muros que quedan y convertirlo en otra ventana. Es lo lógico, dice, mientras uno de los gatos se encarama en el borde de la ventana y se queda mirando hacia los ciclistas que pasan, rápido, para no mojarse.

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(No cabe duda, pues: cuando se cierra una puerta, se abren varias ventanas).

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