16.9.08

De murallas, callejones y escenografías

Según una de las guías que Gaby y yo hemos estado leyendo en los últimos días, hubo una época durante la construcción de la primera fase de la Gran Muralla China en la que miles de chinos murieron de inanición porque los campesinos fueron obligados a trabajar en la construcción, dejando de lado la búsqueda del alimento. Esta noche, justo debajo de la plaza Tianamen, hemos visto a más de una decena de personas dormir sobre cartones, con sus pertenencias recogidas en bolsas de basura. Y no pudimos dejar de preguntarnos si eran ellos los damnificados locales. Si como aquellos que se murieron de hambre por culpa de la Muralla, no ellos están durmiendo sin techo en respuesta a otro proyecto de Estado como las Olimpiadas.

Salimos temprano. Era nuestro último día en Beijing y queríamos aprovecharlo al máximo. Junto a la plaza - ahora cerrada porque la están preparando para la clausura de los Paralímpicos mañana - está la estación de autobuses para tours. De donde salen todos los tours a la Gran Muralla. Todos los tours en Chino.

Como estamos hechas unas aventureras, envalentonadas porque nos cuidamos las espaldas, nos fuimos al tour. Elegimos uno que iba a las Tumbas Ming y a la parte "más turística" de la Muralla. Con todo y comida, el asunto eran 160 yuanes, o sea, poco menos de 16 euros. Y bueno, nos subimos al autobús - con otros cuatro rubísimos occidentales y 40 y tantos chinos.

Nada más arrancar, la chica que dirigía la expedición comenzó a hablar. Y a hablar. Y a hablar. Yo había logrado borrar ya su voz de mi mente cuando Gaby llamó a mi atención que la mujer tenía 35 minutos hablando sin parar, sin grandes variaciones en la voz, sin gesticular. No en balde varios de los oyentes se quedaron dormidos. La primera parada, cerca de las 11, fue a comer. Otra vez mi yo poco aventurero miró algunos platos y se puso a comer arroz y verduritas. En el sitio vendían toda clase de jade y medicina natural del estilo placenta de venado. No, no compramos nada.

La siguiente parada fueron las Tumbas - sin explicación en inglés. Nuestra "guía" sólo sabía decirnos a qué hora teníamos que estar de regreso en el autobús. Caminamos por el Mausoleo y lo encontramos mono, aunque un poco soso. Veredicto: todas las ruinas importantes en Beijing fueron repintadas hace no más de un mes. Estas no.

Tercera y última parada: la Gran Muralla. Por más que me esfuerce en explicar cómo me duelen las pantorillas y los metatarsos, no puedo contar con exactitud la frescura del viento en esa cosa que serpentea por las montañas. Mis ojos se llenaron de piedras, de niebla, de carritos que suben con ruidos extraños como el trenecito del Parque Alcalde, de atletas paralímpicos bajándose de su silla de ruedas para subir (o bajar) a manos pelonas alguna de las cuestas. Y toda esta gente con sus cámaras, tomándose fotos. Riéndose tanto. Detiendo a los occidentales para fotografiarlos. Porque sí, aquí uno es el rarito. Por una vez.

De regreso, dormimos. Entramos a Beijing cuando estaba devorada por un intenso tráfico. A lo lejos, entre decenas de nuevos edificios de departamentos, ví las enormes pantallas que trasmiten las noticias y los juegos. Pensé que podría ser conveniente vivir cerca de una si no puedes comprarte un televisor. Me arrepentí al momento.

Cuando llegamos a la estación, aún llovía mucho. Tomamos un café refugiadas en un sitio cualquiera y después, en cuanto amainó, fuimos a visitar la calle Qianmen. La estaban renovando para las Olímpiadas, pero se tardaron un poco demasiado. Ubicada del lado contrario del Palacio Prohibido de la Plaza Tiananmen, es una antigua zona comercial. Pero la borraron. Construyeron una callecita que puede estar en cualquier parque temático del sur de California. Tan es así que las calles laterales están cerradas con candados y puertas de madera, como una escenografía perfecta. Encontramos una calle por la cual salirnos del set y llegamos a un sitio donde se venden zapatos baratísimos, y blusas de seda y gorras verde militar con estrellas. Y seguimos caminando. Y nos metimos en un Hutong, esos barriecitos-callejuelas que el gobierno recomienda visitar de día. Y eso era lo que había atrás del decorado: gente que vive en habitaciones, con baños comunitarios, con sonrisitas apenadas detrás de las cortinas.

Volvimos a la escenografía y luego hacia la Plaza. Caminamos hacia el hotel y cenamos en un modernísimo restaurante chino-japonés (nada parecido a los de Barcelona, por cierto - como comida rápida, pero versión local). Mientras seguía saboreándome la malteada de té verde que me tomé al final, no pude quitarme de la cabeza a los que murieron de hambre cuando la muralla, a los que duermen bajo la plaza con las olimpiadas y a los especuladores que quizá mueran de miedo esperando que la calle Qianmen no se quede por siempre convertida en un falso set que sólo atrae a los mirones y a los policías.

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