Pero sí lo estaban. Y ahora miles de chinos y de extranjeros las cruzan todos los días, y se divierten en los patios que antes estaban cerrados sólo para los emperadores y sus más cercanos amigos. Quizá lo más romántico, lo más dulce, es ver a los ancianos que seguramente sabían de la Ciudad Prohibida como algo lejano entrar de la mano de sus hijos o nietos y llenarse los ojos de los techos con esmalte amarillo o de las extravagantes colecciones de palacio – los relojes, las teteras de jade, los jardines con cascadas falsas. Hay una sensación de Disneylandia trasnochada tras los muros y las enormes filas para comprar los boletos de entrada a los museos, en las tiendas de recuerdos y los sanitarios con “calidad cuatro estrella”. Hay un montón de sonrisas, y millones de fotos que se toman en cada esquina, en cada lugar bonito. Hay algo profundamente dulce en la Mirada del Mao Tse Tung que cuelga de la entrada de la Ciudad Prohibida. Algo que seguramente Warhol ya había visto. Algo que los guardias de palacio no entienden, porque no dejan a los turistas tomar fotos.
Parecería que en esta plaza nunca pasó nada, con sus enormes y coloridos adornos florales celebrando los paralímpicos. Con su museo con estatuas en favor de Mao. Pero entonces uno mira a la bandera – pequeña – que ondea en su orgullo colorado. Entonces uno ve a las decenas de guardias jovencísimos, vestidos de verde, que miran a los paseantes casi sin moverse, bajo el inclemente sol. Y entonces uno se acuerda que en esa Plaza – esa, que, de nuevo, se parece tanto al Zócalo y de pronto a Tlatelolco – un montón de jóvenes se quedaron, mirando hacia adelante, hacia un sitio diferente.
(“Sé crítica”, me dijo alguien antes de salir de Barcelona. Y soy crítica. Pero también sé que los pekineses – me pregunto si aún se dice así – merecían estas olimpiadas. Con sus sonrisas y sus intentos por entenderte (y hacerse entender), con sus super-pobladas líneas del metro, con sus parques donde la gente hace uso real del espacio público bailando, cantando opera, haciendo ejercicio, volando papalotes… quizá mi mirada sea demasiado dulcificada y mis palabras resuenen tras una cortina de vaselina que hace que todo parezca más romántico. Pero aquí la gente trabaja. Mucho. Y está contenta de tener unas Olimpiadas. Y estoy segura de que las merecían).
Menús: mi espirítu aventurero, resulta, es menos de lo que uno podría creer. Fui con G al mercado de “snacks” cerca de nuestro hotel y se nos revolvió el estómago de tanto olor a fritura… también es cierto que la vista de brochetas de serpiente no ayudaba mucho. Al final, cené pato Beijing. Bue-ní-si-mo. Y descubrí que para tomarse un café relativamente decente hay que ir, sorpresa-sorpresa, a un McDo. Y que las cervezas “normales” son de 800 mililitros. Vaya pues con este extraño país de la relativa abundancia
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1 comentario:
Es increíble cómo el mundo ha cambiado en los últimos años. Como dicen las abuelitas, ya nada es lo que solía ser. En algunos casos para bien, en otros... para mal.
Por lo pronto mi madre viaja a China mañana, espero que tenga los sentidos tan despiertos como tú y goce su viaje.
By the way, ¡Viva México!
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