Me gustaría caminar por las calles de Barcelona una noche de 1984 - pero hoy, así, quien soy ahora, no la niña de 5 años que entonces aprendía los sonidos en un colegio de monjas de Guadalajara. Me gustaría cerrar los ojos, regresar y de pronto, en una esquina, ver a ese hombre alto, altísimo, con su cabello bien peinado, con sus ojos profundos. Y me gustaría tener en la mano un pedazo de pastel y ofrecérsela, como hizo alguien. Y, ante su agradecimiento, decirle que no es nada en contraste con todo lo que él me ha dado a mí, lo que me sigue dando.
Hoy hace 25 años que murió Julio Cortázar. Y yo me lo sigo encontrando. No sólo en mi biblioteca mutilada y transocéanica, o en los otros nombres que tengo yo y otros para nombrarme. Me lo encuentro en la boca de un argentinito que toca la guitarra en un bar del Raval y me habla de cuan importante es para él Rayuela. Me lo encuentro en la explicación que le doy a la vida cada lunes cuando voy a comprar grandes ramos de flores para curarme la ansiedad. Me lo encuentro en ese París desdoblado que es Barcelona, Rotterdam, la Ciudad de México y Guadalajara de vuelta.
Sigo, como adolescente, como iluminado en trance, musitando el Capítulo 7 de Rayuela para imaginarme un mundo más dulce, más cercano. Continuo pensando que el hombre perfecto es el ingeniero de la Autopista del Sur. Estoy convencida, al fin, que El Perseguidor y yo escuchamos la misma música en sueños.
Aquí, el artículo de Juan Cruz que me recordó la historia del pastel. Gracias. A Juan, y a Julio, por supuesto.
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