Hace tres semanas que estoy trabajando oficialmente en casa. Si sumáramos las horas en las que realmente trabajo, supongo que el número sería más bien devastador. Pero tengo la sala, mi habitación y la cocina llenas de papeles y fotocopias subrayadas y con marcas en lápiz, a la espera de que reinterprete mis variados estados de consciencia cuando las leía.
He descubierto, que cada una de las habitaciones de mi casa tiene un microclima distinto. Y que, por ejemplo, después de la una de la tarde se está mejor en la terraza (vamos, hace más calorcito) que en cualquier lugar dentro de mi casa. También descubrí que sentarme a comer frente a la televisión a eso de las tres de la tarde garantiza que me quede enganchada un rato grande o que me duerma en una siesta arrullada por los 25 minutos de anuncios. Que me encanta la luz que da la lámpara de mi sala, pero es aún más bonito el sol que se posa sobre el brazo izquierdo del sillón entre las 5 y las 6 de la tarde. Que no puedo abrir las ventanas/puertas de mi habitación entre las 12 y las 2 porque garantizo que oleré todo lo que están haciendo de comer en el edificio. Que me gusta cocinar para mi misma... sobre todo si tengo cosas que no me hagan pasarme más de 10 minutos en la cocina.
Lo más divertido de estar en casa, es sentirse en casa. No es como ese sitio de "descanso" al que solía venir entre viaje y viaje el año pasado. No. Es más bien como el refugio que uno se construía debajo de la cama cuando era pequeñito, ese escondite entre los árboles en el jardín de la escuela primaria. Esto no es mi sitio de trabajo - es mi lugar de vida. Y aunque lo rente por una cantidad exorbitante, no tenga una hipoteca sobre él y sepa que me pueden pedir que me mude en cualquier momento, estoy a punto de decir que no lo cambio por nada.
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