Habías dicho que no lo harías más: que tus decisiones a partir de ahora estarían marcadas por eso que querías hacer, que estaba en tu corazón. Y una vez que tenías el siguiente mes arreglado, listo, llega la tentación. La oferta como canto de sirenas. La posibilidad de una isla. La lluvia en medio de las vacaciones. La certeza de un pequeño rescate. La burbuja de oxígeno que, aunque no te salvaría de ahogarte, te haría pensar que hiciste mejor.
Te miras al espejo. Le preguntas a las seis personas que se reflejan ante ti qué habría que hacer. Conferencian entre ellas. No lo tienes claro. Y tú te plantas y les dices que habían decidido que tendrían unos meses de calma, de tesis, de viajes, de incertidumbre para aprendizaje. Que es lo que hay. Que tienen que asumirlo. Ellas y los otros.
Afuera, escuchas los truenos. Esta noche viste la tormenta eléctrica. Esta tarde, mientras te bamboleaba una balsa, pensabas en los peligros de tomar una decisión que no es política ni lógicamente correcta.
Pero ahora se te dibuja una sonrisa en la cara. Piensas en las posibilidades que se te abren una vez que has decidido que tus decisiones estarán marcadas por lo que quieres hacer, por lo que está en tu corazón. La sonrisa tímida se queda.
Tienes miedo. Lo sientes en el fondo del estómago. Pero estás orgullosa, también, de que el universo conspire a tu favor y te regale, entre otras cosas, un poquito de paz. La certeza de que puedes caminar dándole pocas miradas al mapa. De que lo que sientes, lo que dices, lo que vives, es para ti y en este momento, lo más correcto. Recuerdas la carta escrita, no mandada, pero contada a trozos. Crees que es así de simple y de complejo: que la vida vuelve a ti para que tú vuelvas a ella.
Afuera ya llueve. Quizá es la tormenta de Santa Rosa, de la que te habló esta tarde una chica en el autobús 130. Quizá es solo la confirmación de que necesitas descansar. Quizá es la magia de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.
Y, llena de esperanza, te vas a dormir.
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