24.8.13

Gracias por el mar

Hay un día que algo debajo de la piel te dice que necesitas ir al mar. Es un picor ligero entre las pequeñísimas montañas que se levantan en tus brazos con el aire acondicionado. Los ojos que traes llenos de carretera. El miedo, que a veces se acumula y crece mientras tomas un café con hielo en cualquier ciudad pequeña.

Son esas ganas de correr las que te hacen llegar a casa y, sin haber pasado ahí ni cinco minutos, decidir que cambias de bolsa y te vas a algún sitio en donde la arena sea un poco más gruesa y en lugar de escuchar el rumor y los gritos de la calle escuches, firme, seguro, intenso, al mar. El que no se va. El que sólo se aleja un poco para regresar con más fuerza. El que se muestra en todos los tonos de azul. El que respira al cielo y pareciera sonrojarse cuando lo toca el sol.

Subes al tren, carcomida por la anticipación. Tienes la sensación de que es el mar quien tiene que decirte algo, no tú la que tienes que confesarle que te pasa algo, alguna cosa que no sabes qué es pero que te tiene inquieta.

Te sientas frente a él. Lo miras. Lo escudriñas buscando en su superficie alguna señal de bienvenida. Pero el mar, como los humanos, no se lee: se respira, se intuye, se espera. Siempre, siempre, hay que entrar en él con precaución. No miedo, precaución. Y una vez adentro, soltarte.

Dejas la bolsa en la orilla, con todas esas cosas que te atan a la realidad. Corres a su abrazo. Te fundes en sus olas. Clavas tu cabeza dentro de él y lo dejas llenarte hasta las fosas nasales. Estás. Juegas. Eres. Ahí. Entre el agua. Al salir, te das cuenta que te despojó de aquello que traías cargando. No necesitabas decirle nada. Él lo sabía. Y, mientras revolvía tu cabello y acariciaba tu espalda, se lo llevó.

Gracias. Gracias por el mar.

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