Pones el despertador a las 4:35 de la mañana. Duermes mal, poco, pero cuando tomas un vuelo a primera hora de la mañana a veces no hay más opciones. Ducha rápida, cierre de maletas, taxi con música que te recuerda a algo o a todo. De camino al aeropuerto, viendo la ciudad despertar, tan dormida que no terminas de saber si lo que sucedió la noche anterior sí sucedió o fue resultado de tus sueños alterados de verano. Pero sonríes. Sonríes de estar. Sonríes de irte.
Una hora de purgatorio en el aeropuerto entre maletas, viajeros mal encarados y las dos horas de sueño que traes encima que, estás segura, se ven en la cara. Cero, cero glamour. Pasas seguridad, por fin. Te toca la última puerta del último pasillo. Últimas compras. Tu estómago todavía no está listo para desayunar, ni despertar, ni nada. Subes finalmente al avión, te recuestas contra la ventana. Te duermes.
Cuando despiertas, tus oídos sienten el descenso del avión. Abajo, las parcelas perfectamente pintadas de verdes distintos, las casitas como de muñecas, las nubes... las hermosísisimas nubes. Bajas y en el aeropuerto estás de nuevo en la última puerta del último pasillo. Los vuelos de bajo costo, piensas. Y sonríes. Porque reconoces los pasillos, reconoces la megafonía, reconoces un poco el sonido de ese idioma que intentaste algún día y en el que sabes pedir té con menta fresca y pastel de manzana.
Subes al tren. Por la ventana, el verde y las casitas. Y las nubes. A lo lejos, en medio del campo, ves un par de vacas pintas que parece que se den besos. No sabes aún si sigues dormida o has despertado. Bajas del tren y, sin preguntar, te acuerdas del número de tranvía. Subes. Reconoces las esquinas, las tiendas, el olor del café.
Obra y gracia del destino, llegas esta vez a aquel hotel con una escalera como de Escher, como de cuento. El chico de la recepción te pide que esperes un poco - es temprano, dice, pero entiende que llevas un día largo. Te dejas caer en una silla y, mientras esperas, él llega con un café doble. Miras el cielo, la calle empedrada. Llega la llave de tu habitación y de pronto estás en el tercer piso, mirando a través de la terraza, con vista a los jardines, llenos de sonidos de verano (pájaros, niños, iglesias).
Es mucho más silencioso de lo que recordabas. Mucho más pacífico. Y te acuerdas que pueden haber pasado muchas cosas pero aquí, aquí te sientes en calma. Sonríes. Y piensas que necesitas contarle a alguien que has vuelto.
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