Llegar al aeropuerto corriendo - como siempre - y descubrir que tu vuelo está retrasado por seis horas. Te parece un poco enloquecido y haces la fila sólo para confirmar que, si todo sigue como programado, saldrías de ahí alrededor de las tres de la mañana. Los pies te duelen: has estado todo el día caminando de un lado para otro. Quedarte en el aeropuerto o buscar un refugio entre los queridos. Tomas la opción dos.
En medio del caos, casi te parece que el encargado de boletos agradece que alguien quiera cambiar el suyo en lugar de reclamarle amargamente. Bajas, tomas tu maleta, vas al tren. En el tren avisas que sí, increíblemente, te quedas un día más. Al llegar a la ciudad, hay alguien esperándote en la estación. Te carga la maleta, te pregunta si quieres hacer algo más y luego te hace el comentario de que te ves... bueno, cansada.
Llegas a casa. Está el gato. Tu cena está servida. Cenas y hablas de cosas de todos los días y de los días en los que no estuviste. Ya no lloras, por una vez. Durante horas, imaginas, recuerdas, en conjunto miras. Y agradeces. Hasta que te estás quedando dormida. Te arremolinas entre las sábanas. Despiertas al día siguiente sin saber muy bien en dónde estás... pero sonríes ante el frío ligero que se escapa de una ventana. Ahí te acuerdas. Ducha. Desayuno. Café. Otro museo, por qué no. Otro almuerzo al sol calmo del norte. Y luego carretera. Una despedida rápida en el aeropuerto. Pase de abordar, seguridad, dutyfree, espera, avión, vuelo, llegada, espera por maleta, autobús, casa.
No sabes dónde estaba ese día extra, qué designio extraño decidió regalarte ese tiempo complementario que ha sido lo más parecido a un bálsamo para tus ojos, para tus manos, para tu corazón. No lo sabes. Sólo sabes que lo necesitabas.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario