Hoy conocí a N. Me lo presentaron en el cruce de Elisabets y Ramallers, donde me encontré con otros amigos. N, en lugar de darme los dos besos de rigor, me dió un beso y me abrazó. Pasó su brazo por detrás de mis hombros y acercó mi cuerpo hacia el suyo. Yo, perdí el rigor y me dejé abrazar. Esos tres segundos de que mi cuerpo supo de su cuerpo fueron buenos. Fueron algo que esperaba.
Usualmente no lo pido, pero lo necesito. Si bien me identifico profundamente con el Monstruo Comegalletas, mi actividad favorita no es devorar cookies con chispas de chocolate. Yo añoro abrazos. El contacto con el otro. El dejarte ir en sus brazos por un par de segundos y descansar en él ese pequeño dolor, esa pequeña ausencia. El abrazo como el acto de amor, de nostalgia, de piedad generalizada en donde dejas al otro, no importa quién sea, un pequeñísimo hueco de paz.
No hablo de los dos, tres, cuatro besos europeos, tan modernos, tan al aire. Hablo del aprovechar la cercanía de alguien en el primer beso para, como N, rodear los hombros del otro y sostenerlo por un momento, sentir su respiración, hacerle sentir que alguien que está por él.
A veces pido un abrazo y miro cómo la gente reacciona, divertida, espantada, emocionada o desconcertada. A veces, como hoy, tengo tanta suerte que me encuentro por la calle a aquellos que saben quien soy y me sostienen, soportan mis manos que pasean por su espalda y los palmotean con gusto. Y sonríen.
Y es cierto, el abrazo que buscas no es el de cualquiera. Hay alguno que añoras más que otro, o algún otro que no quieres. Pero ese segundo de abandono es el segundo del reinicio, de la vuelta a comenzar.
Después del abrazo, el mundo es diferente. Lo sabes y sonríes, como quien ha descifrado un secreto.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario