Ayer celebramos su cumpleaños. A deshoras, después de mi clase de la noche, en una anónima habitación de hotel. La mudanza había sido 24 horas antes y ya no tenían casa, pero sí una terraza que dominaba Barcelona. Allá, afuera, estaba la ciudad. Pero él tenía fiebre, su madre y yo estábamos cansadas; no hacia frío pero sí ese clima destemplado que anticipan las despedidas. Mientras él chapoteaba en la tina ("es un baño graaaande, mamá"), ella y yo tomábamos prosecco rosado de un vaso de plástico y hablábamos. Como si hoy (entonces mañana) no existiera.
Hablábamos de los viajes recientes, de los pasados, de los mensajes en el teléfono y en las redes sociales. De nuestro café favorito. De las manchas en la ropa. De los antiguos amores. No hablamos de las despedidas.
No llegamos juntas aquí. No nos iremos juntas. Pero justo a él yo lo conocí desde el principio - quiso la vida que su madre y yo nos conociéramos cuando le habían confirmado su embarazo. Lo ví crecer en ella, nacer, y convertirse en esa especie de emperador que habla sin parar y que, cuando me ve, corre a abrazarme. Me da besos. Se queda conmigo a leer o a ver la televisión.
Vivir en una ciudad como esta, de paso, nos hace acostumbrarnos a despedirnos. Gente va y viene. Pero en esta ciudad decidimos crecer, elegir, llorar, enamorarnos, parir, construir. Un día, sin embargo, parece que sale nuestro número y toca irse. Elegir - no lo que sigue, sino lo que realmente importa.
Hoy llegó ese día.
Él, con su cumpleaños tan fresquecito, me dijo adiós desde el arco de seguridad de la estación de tren. Los adultos éramos los que nos enjugábamos las lágrimas. Él iba emocionado de subirse en el tren, de viajar, de ver a su abuelo.
Lo entiendo. A mi también me emociona viajar.
Y en la estación de tren, en cuclillas, sintiendo su cuerpecito pequeño contra el mio y sus bracitos rodeando mi cuello me acordé - una vez más - que soy afortunada. Que él y su madre entraron en mi vida para regalarme calma, fé, amor. Que las despedidas, a fin de cuentas, son parte del amor. Y que cuando cuente mis bendiciones ellos estarán, a pesar de que haya trenes o aviones que nos separen.
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