31.10.13

Calor de hogar

Con frecuencia, mi querida Do me recuerda que uno debería de hacer en la vida eso que se pone a hacer en lugar de hacer lo que tiene que hacer. Mi problema es que yo me pongo a hacer muchas cosas: usualmente a leer, a escribir... y a cocinar.

Finalmente, con un poco de retraso, llegó el otoño. Todavía está un poco tímido, así que me puedo dar el lujo de salir sin calcetines. Pero sé que no hay que darle demasiadas confianzas. En cualquier momento sopla un viento increíblemente frío y sabes que tenías que haber sacado una chaqueta un poco más gruesa. Se puede vivir sin problemas: finalmente, es entrenamiento.

Y sin embargo, cuando empieza este frío, me doy cuenta que a mi casa le falta algo. Que con tantas idas y venidas y a pesar de las flores que ya compré la semana pasada, hay algo vacío. La nevera, por ejemplo. He estado comiendo de supervivencia, de recetas de cinco minutos. Cuando uno cocina para uno mismo, a veces (pocas), se esmera. A veces lo que gana es la practicidad.

El otoño es el momento para abrazar (que no abrasar) los muros de mi casa con el calor de los fogones. Utilizo siempre a mis abuelos como excusa y al Día de Muertos como inicio, pero hoy ya no puedo más. Mientras algunos niños corretean por el barrio disfrazados, yo salí y compré provisiones para un regimiento. He estado dándole vueltas a mi recetario toda la tarde y ya está elegido el menú: un par de valores seguros y un par de estrenos que espero sean del agrado no solo de esta cocinera, sino también de los comensales.

En mi corazón, en mi casa, estoy preparando esa fiesta para agradecer el cariño que hace calientitos los otoños y los inviernos, que convierte las cuatro paredes en un hogar. Hoy es uno de esos días en que quieres que tu casa huela a pan de muerto, a chocolate, a molito, a tortillas recién hechas, a gente, a fiesta... a casa, pues...

Dejo de escribir. Me pongo a los fogones, a ese amor, a ese hogar.

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