Sobre mi escritorio, hay un libro con mi nombre en la portada. No es mío solamente: es una antología de textos sobre la crisis. Pero ahí, en la portada y entre las páginas, está mi nombre completo. Con todas sus letras. Con todos mis apellidos. No sé si quiero verlo - al abrirlo y comenzar a leer me dí cuenta que no sé si me reconozco. O sí, pero no sé si me gusto. De hecho, encuentro el texto poco interesante, mal escrito, soso. Y es, un libro, esa cosa tan definitiva. Tan completa.
Toda la tarde he estado en casa como león enjaulado. Mirando otras páginas, otras webs. Buscando a alguien más. Porque soy yo, sí, pero tampoco soy yo. Porque es jueves pero podría ser lunes. Porque es noviembre pero podría ser mayo. Porque han pasado tantos años y tan pocos.
Hay cosas que te pasas la vida esperando que te pasen: el día que suceden, no sabes cómo vivirlas. El día que suceden, te gustaría celebrarlas pero no te sale. Te sale quejarte en tu bitácora electrónica y callarte la boca en las redes (mentira, porque esto se extiende por ahí). Y luego tienes la tentación de borrar lo que escribes y seguir en tu desazón, escuchando las risas en la calle afuera de casa, mirando los libros desperdigados por el escritorio y la cama. Tanto que leer. Tanto que hacer. Tanto en lo que invertir. Todo eso. Y tú aquí, lloriqueando de todo y de nada.
Miro el libro y ver mi nombre entre un montón de otros no me hace sentir que está acompañado. Sé que no lo está. Y junto con mi nombre, me siento un poco rodeada pero sola. Es injusto: sé que habrá quien lea estas líneas y se preocupará y buscará consolarme. Y también sé que quien yo secretamente deseo que las lea no lo hará... porque la vida es así. Porque algunos humanos a veces insistimos en subirnos en montañas rusas que sabemos que nos causarán mareo y vómitos y daño. Pero volvemos. For the fucking thrill of the ride.
Uno no escribe sólo para uno. Escribe también para los otros. O en realidad es para uno, pensando en ese alguien más que duerme en nuestro lugar en la cama y a veces, sólo a veces, siente que hay algo que no termina de encajar. Como su cara, sus ojos o las lágrimas que suelen cambiar el sabor de las tazas de té. Ese otro yo ahí, con ese abrigo rojo, atrás del aparador.
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