9.11.13

Crujidos

Hay demasiado ruido en la ciudad. En los bosques, en los lagos, en los aviones, en los viajes, en las idas y los regresos. Hay ruido natural y ruido creado: recuerdo a Manuel contándome con extrañeza de los montañeros que se suben a los picos con música a todo volumen. Hablaba de la gente que pone ruido hasta en los lugares más silenciosos con tal de no escucharse.

Uno piensa de si que no es así: que sí se escucha, que sabe encontrar esos sonidos y consecuencias de si mismo. Uno piensa de si mismo que cuando se ve en el espejo se reconoce. Pero descubre con horror que, cuando le hacen un retrato, le parece otra persona. Que sólo cuando alguien le reclama algo por enésima vez es cuando se da cuenta que sí: que deja las puertas de cocina abierta, que es un desorden arreglando los zapatos en el armario, que a veces cuando está sola hace ruidos al comer y al beber.

Pero un día, con o sin intercesión de terceros, estás ahí y lo escuchas. No es que se haya hecho el suficiente silencio: es que has parado un minuto y has sentido cómo tu pulmón te dice que necesitas descansar. Has sentido cómo todo tu cuerpo te pide que cierres los oídos, cruces la calle y vayas hacia otro lado. Es tu cuerpo el que te grita, ese pulmón. Específicamente el del lado derecho.

Y lo escuchas, lo sientes cómo se llena de aire con dificultad. Lentamente vacíandose. Y mientras lo escuchas, mientras caminas entre la gente, mientras se te escapan unas lágrimas de esfuerzo de escucharte sientes un crujido. A la mitad del pecho, justo ahí donde te golpea el amuleto que tienes para espantar la mala suerte, tu pecho cruje.

Sí. Está roto. Se rompió. Ya estaba resquebrajado desde hace meses y ahora, de golpe, tu cuerpo te dice que basta. Que está roto. Y necesita reparación.

Te repliegas a casa. Te buscas en el espejo: ahí la cicatriz junto a la nariz, las tres canas, las patas de gallo incipientes y las definitivas líneas que tienes en la frente de tanto fruncir el entrecejo. Ahí, los ojos enrojecidos. Las lágrimas que cuelgan con dificultad de las pestañas. Las pestañas que a veces, cuando te tallas los ojos para dormirte, quedan en tu almohada.

Crujiste. Lo sabes. No es que te duela menos - es simplemente que ya sabes que se rompió. No puedes buscar otro - pero quizá puedas recomponerlo. Quizá, sólo quizá, hayas aprendido a escucharte. A no llevar música a las montañas, o a tus duelos. Y ahí está el camino que te regresará al espejo en donde también estás.

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