La maleta me mira desde la cama. No sé si es muy grande - podría serlo. Siempre, siempre, siempre dudo. Incluso después de tantas idas y vueltas. Saqué y metí cosas. Temo al frío, a la lluvia. Saqué dos libros - no los necesito. Sólo uno. Y me siento a escribir cuando lo que debería hacer es irme.
Pero necesito hacer algo: contar que lo que no saco de la maleta es a ella. La llevo conmigo. Hace ocho años - tantos y tan poquitos - por primera vez comencé el primer viaje hacia Venecia pensando que la vería ahí. Nos encontramos y, de su mano, recorrí la Biennale, entendí algunos recovecos del arte moderno y pasee por otros sin querer entenderlos. Me acuerdo de haberme reido mucho, llorado un poco, de haber estado con ella. Me acuerdo que nos prometimos intentar volver siempre, cada dos años.
Hoy, Corinne no viene conmigo. Pero yo me voy por las dos a alcanzar por los pelos la Biennale. Dejo aquí un montón de exámenes por calificar, clases por preparar, páginas de tesis por escribir - sin contar un millón de preguntas sobre quién soy, a dónde voy y esas cosas. Pero por un par de días, eso no importa. Por un par de días, me voy acompañada de mi amiga a ver, explorar, aprender.
No me pasa sólo con Corinne. A veces, cuando muero de ganas de unas patatas bravas y me voy y me siento con un libro en la esquina de Tallers y Valdonzella, sé que Esther está ahí, hablándome suavecito, riéndose conmigo. Dándole la vuelta a un millón de cosas y luego volviendo al centro, al mundo, a este mundo.
Así, todos los días. Así en el súper con mi madre, conectando aparatos electrónicos con mi padre, en los paseos con mis hermanos, en el frente marítimo con esas personas a las que aún quiero. Y todos esos, los que leen, saben que me acompañan. Saben cuándo. Y dónde. Y que les estoy, por esa y todas las compañías, muy agradecida.
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