Él, como muchos otros, me abrió una ventana a su vida por las redes sociales. Por ahí de vez en cuando me asomo, me entero de lo que le pasa, de cómo le va. Nos conocimos en un momento de cambio - él había perdido su trabajo, no estaba bien en su relación y, de golpe, decidió con algunos amigos viajar a Barcelona. Yo, por mi parte, me había quedado sin compañero de piso y pensaba que quizá tener a algún turista seleccionado podía ser una buena solución. Así llegó a casa.
No nos conocíamos de nada, pero nos caímos bien. No nos conocíamos de nada, pero se sintió cómodo, muy cómodo en casa. Y ví al pasar de los días cómo mejoraba su ánimo. El último día de su estancia, me acuerdo, me pidió permiso para hacer una fiesta. Invitó a sus amigos. Me pidió velas. Se lo pasó bien, en casa.
Fue, en suma, el compañero de piso más fugaz que he tenido jamás. Pero me encantó seguir por ahí, por esa ventana, viendo cómo las cosas comenzaron a irle cada vez mejor después de ese verano.
Hoy me sorprendió (y no) ver su cara feliz junto a una mujer que ama, vestidos de boda, muy a su estilo. A ella también la conocí - el año pasado volvieron a la ciudad y me invitaron a cenar. Me parecieron encantadores. Me encantó sentir que uno de mis compañeros de casa regresaba a verme, a un sitio donde había sido feliz.
Ahora me gusta pensar que esta ciudad, que mi casa, que en mi compañía, poco a poco las cosas comenzaron a cambiar. Lo veo sonreír y me da esperanza. Me hace sentir que comienza la primavera, que llegará el verano. Que toda esta luz que hoy nos fue negada (vaya día más gris en Barcelona) está aproximándose. Y se instalará más rápido de lo esperando, cambiando los días y, por qué no, también la vida. La de otros y, seguramente, la mía.
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