"Mamá... pero si yo me quiero quedar en mi casa...". Y Beatriz iba y venía, subida en un tren, desde un pueblo del interior de Jalisco hasta Colima, a estudiar. Porque su madre no iba a dejarla en su casa, sin aprender, sin crecer, sin mejorar. La quería en movimiento. Y así la enviaba a estudiar, a recorrer los campos en compañía de sus hermanos y subida a un caballo - cosa que a Beatriz no le gustaba nada.
Pero ella iba. Por obediente, porque le tocaba. Porque sabía de los momentos del tiempo, de las obligaciones, de lo que cambia. Poco a poco se le fueron acabando sus años de niñez. Se casó a los 19 y comenzó a criar hijos. Y de esos hijos, salieron algunos nietos que, a diferencia de ella, no quisimos quedarnos en casa.
Ahora, cada que voy a su casa, me rodea con su abrazo de árbol. Un abrazo que protege contra los vientos. Con el paso de los años, me parece, me mira con otros ojos - que cada vez yo también entiendo más. Y está ahí, siempre, siempre. Diciéndome que tenga fé, que tenga paciencia, que me esfuerce. Que no me olvide de dónde vengo. Que no deje mi tierra (la de los pies, la de mis padres). Que busque aquí, pero regrese a allá, siempre. A ese lugar donde nunca, nunca dejarán de abrazarme.
Cumple 93 años y son un regalo. Siempre es un regalo tenerla, con su sonrisa tímida, con su amor que se demuestra en una cascada de oraciones sobre tu cabeza y un millón de cosas que comer. De ahí aprendí que el amor surge en los fogones: que no hay mejor manera de calentar un corazón aletargado que un té de canela o de limón con miel... y quizá un chorrito de tequila.
Me duele no estar para abrazarla pero llevo su abrazo tatuado. Y sus ojos, vigilantes, que confían en mis pasos. Y que entienden que, aunque físicamente no me haya querido quedar en casa, sigo ahí, siempre, junto a ella.
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