El estado del tiempo pronosticaba lluvia pero, como suele suceder a estas alturas, ya no soportas un día más los calcetines ni los zapatos cerrados. Ni los abrigos. Ni las capas. Quieres salir a la calle vestida, razonablemente, de verano. O por lo menos de certera primavera.
Y lo haces, pensando a los cinco minutos que te has equivocado. Dudas. Metes en el bolso las gafas de sol y un paraguas. Asunto del todo terreno. No, la crema solar, no. Tampoco es para tanto.
Sales y el día, como tú, comienza a despertarse. Se despeja poco a poco con cada acción: el primer café, las primeras risas, el primer abrazo, el primer autobús, la primera caminata, el primer trámite, el segundo café. Lo ves desde el despacho: las nubes levantan. La concentración se va con ellas. Pero las nubes levantan.
Y entonces suena el teléfono y alguien te pregunta que si quieres ir a comer a la playa. Y terminas un correo, cierras el ordenador, la oficina, la biblioteca, entras al metro, cambias de línea, sales del metro, caminas unas calles y ahí, de pronto, está el mar. Y el sol. Y las nubes iluminadas por el sol.
Comes a la orilla de la arena: con gafas porque hace sol, con chaqueta porque hace viento. Sonríes. Agradeces. Respiras. Sonríes de nuevo y piensas que la meteorología es - como casi todas las cosas - un capricho que a veces juega a tu favor.
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