En esta ciudad en la que cada día hay más personas viviendo en las calles, es menos común ver portales abiertos. Sólo los que tienen un portero o un policía atento, sólo los que llevan a una oficina o un espacio público.
Y eso nos está quitando no sólo lugares para dormir, sino también lugares para el amor. Para esconderse y cuchichear lejos del mundanal ruido.
Yo caminaba Vía Laietana abajo. Hacia frío, hacia viento, hacían muchas ganas de estar en casa envuelta en una manta. Y entonces, al pasar por un portal inusualmente abierto, los ví: tendrían máximo 17 años, quizá menos. Con las mochilas en el suelo, estaban sentados él en el escalón más alto y ella en el primero. Sus chaquetas parecían haberse convertido en una sola. Al estar más abajo, ella volteaba a verle y de alguna manera todo parecía una composición similar a "El Beso" de Klimt, pero con tela de jeans y abrigos sintéticos en lugar de brocados y colores vivos.
Lo mío fue un pasar y husmear un momento su intimidad. Y alcancé a ver sus ojos, que no tenían amplitud de foco para verse más que el uno al otro.
Agradecí que ese portal estuviese abierto, verlos, sentir que a mi también se me quitaba el frío. Y me fui sin detenerme, imaginándome cómo terminaba ese beso.
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