Me fui a comer a un restaurante donde no había ido nunca, pero quería hacerlo... aunque la verdad llegué hasta ahí porque mis dos primeras opciones estaban cerradas por semana santa. Mi conciencia dietética se limitó a no funcionar y pedí primero y segundo. No había mucha gente pero me da a mi que los camareros (meseros, que se dicen) estaban cansados. En la primera sala, en donde estaba sentada yo, había cuatro mesas para dos personas y estábamos sólo dos, cada uno solo en nuestra mesa, mirando al frente. A la calle. A la gente que se asomaba a ver el sitio. A los que se detenían a ver el menú. Los que no paraban. Los que nos miraban como si quisiéramos decirnos algo.
Quiso la suerte que los dos termináramos el segundo al mismo tiempo. Yo estaba atenta a mi libro y no ví cuando la chica se acercó a recoger los platos. "¿Qué te apetece, postre o café?", le preguntó a él. "¿Qué tienes de postre?", respondió el chico. Mis oídos que no estaban concentrados en leer, azuzados por mi gula, seguramente hicieron moverse a mis orejas. "Vale, se los digo... pero vale para los dos eh, también para tí..." dijo, llamándome la atención.
Al final elegí lo mismo que el otro comensal - básicamente porque no puse atención a la lista. Me había quedado mirándola, viéndola cómo recitaba los postres como un soneto cervantino. Algo me hizo pensar que, cuando no es camarera, quizá es actriz.
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